sábado, 24 de noviembre de 2007

Domingo 27 después de Pentecostés

La conversación de Cristo con el hombre muy rico, tal como nos la transmite hoy el evangelista Lucas, está llena con mensajes para nuestra época. El hombre rico se considera a sí mismo exitoso y asegurado, pero su interrogante apunta a la vida eterna. Cumplía, desde una edad temprana, los mandamientos de Dios, pero algo le faltaba para asegurarse la eternidad. Es digno de imitación su caso. Sin duda es el caso de un hombre devoto que cumplía la Ley y predominaba en él el deseo por la perfección. Y, esta perfección no consiste sólo en el cumplimiento de los mandamientos fundamentales, sino en el desprendimiento pleno del pecado. La búsqueda de la perfección obedece a la consciencia. El ser humano tiene un conocimiento interno inmediato de sí mismo, proveniente de su conciencia innata. La conciencia del hombre expresa su propio ser, así como su relación con Dios y con el mundo. La mente humana, que es también el ojo del alma, influye inmediatamente sobre la situación de su consciencia. Cuando la mente es pura, también la conciencia es pura. Entonces el ser humano es conducido hacia el bien y rechaza el mal. Pero cuando la mente humana está oscurecida, entonces su consciencia también se oscurece, se agita y le cuestiona. Cuando el ser humano hace oídos sordos a la voz de su consciencia y trata de diversas maneras de hacerla callar, ésta paulatinamente se corroe. Así, para el funcionamiento correcto de la consciencia se precisa una vigilia constante y autocrítica. Se necesita también el estudio de la voluntad divina, el cumplimiento de los mandamientos de Dios y la entrega total a Él. Pero la entrega total a Dios no es fácil. Eso se revela en la actitud del hombre rico de la lectura evangélica, que se puso muy triste por la indicación de Cristo y se alejó pues no podía seguirle. El hecho nos revela, cuán fácil es crear una falsa satisfacción en la conciencia del hombre. Satisfacción que proviene del cumplimiento de determinados mandamientos fundamentales. Uno tiende a creer con mucha facilidad que ha saldado sus cuentas con Dios por cumplir algunas formalidades, por cumplir los ayunos, por asistir con frecuencia a las reuniones eclesiásticas. Pero en un momento crítico de su vida es llamado a elegir entre Dios y el dinero, entre Dios y su lugar social o profesional, entre Dios y las ataduras terrenas. Entonces, no sacrifica nada de todo eso, por Dios, demostrando que su devoción cubre sólo una parte de su vida, la visible externamente, todo aquello que se refiere al cumplimiento anodino de los mandamientos, no así el sometimiento doloroso de todo el ser a la demanda absoluta de Dios. En eso consiste la debilidad del ser humano. Esta debilidad viene a suplantar el poder de Dios. Cristo no acusa a Su devoto interlocutor. Dios brinda a todos Su auxilio, a fin de que, las virtudes de cada uno de nosotros se encuadren en la entrega total de Dios, que no sean manifestaciones aisladas de nuestra vida, por más que estas sean correctas y elogiables. La fuerza de Dios nos conduce a tomar conciencia que nuestra religiosidad se liga inmediatamente con nuestra vida en sociedad, que el camino que nos conduce a Dios pasa por la comunión de los hermanos y se cruza con los caminos de nuestros semejantes. Es en definitiva un camino sin retorno, sin convenciones, hipocresías y mentiras. La entrega total de la persona a Dios, se liga con la debilidad del hombre de aceptarlo, en la práctica de su vida. Pero se liga también con la convicción de que se facilita con la gracia de Dios, con la vivencia y con la aceptación de esta gracia en la Iglesia. Pues, si lo imposible para los hombres es posible para Dios, entonces, que nadie crea que la entrega total del hombre a Dios, es cosa inalcanzable e irrealizable.

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