sábado, 1 de diciembre de 2007

Semana 28 después de Pentecostés: El ciego de nacimiento


La voz de súplica de un ciego se oye en medio de la multitud que rodea a Cristo. El ciego, con manifiesta esperanza se dirige a Cristo, el sanador de almas y cuerpos, para conseguir su visión: “Jesús hijo de David, ten piedad de mí”. La multitud molesta por aquella voz intenta callarlo, porque no quiere perder las bellas palabras del maestro. Pero el ciego insiste en gritar más aún suplicando la misericordia divina. Tal vez haya sido el infortunio que le impulsa a rogar con tanta fe y esperanza. La esperanza, como la fe, aparece en las relaciones del ser humano con Dios, a causa de la aparente ausencia de Dios de este mundo. Lo cierto es que Dios no está ausente de este mundo. Está presente en todas partes. Se encuentra dentro de las personas, se ofrece al mundo entero, lo mantiene y lo protege. La esperanza se relaciona con la fe, se apoya en la fe y extrae de ella su contenido. Pero al mismo tiempo la esperanza sostiene y reaviva la fe. Así como la fe, la esperanza del cristiano se relaciona con la persona de Cristo. Todas las personas tienen esperanzas y esperan mientras viven. Cuando se extingue la vida, desaparecen también las esperanzas. Pero la esperanza cristiana es un don de Dios. Es por eso que trasciende los límites de la muerte y penetra en la vida eterna. Es por eso que San Pablo distingue a los cristianos, como gente con esperanza, de las demás personas “que no tienen esperanza” (1Tes 4,13). La esperanza cristiana es segura e imposible de desmentir. Con ella el creyente degusta y aguarda la justificación plena de su fe. No teme ninguna desmentida, ni a la muerte misma. Pero para que esta esperanza permanezca en esta vida, que tiene en su naturaleza la falta de seguridad y la desmentida, se debe mover con valentía y confianza en Dios. Tal confianza en la persona de Cristo mostró el ciego del relato evangélico de hoy. Por otra parte, el contenido mismo de la esperanza cristiana es garantía para su mantenimiento fuera de las limitaciones y de las desmentidas del mundo. El sentido y el fin de la vida humana se encuentran en Dios, pero el mundo apartando al hombre de Dios, lo aleja al mismo tiempo del sentido y del fin de su vida; le presenta obstáculos que le dificultan y le desorientan. Cuando la persona se limita a sus propias fuerzas, se desorienta con facilidad y se doblega, pero con la esperanza en Dios se resiste y permanece firme en su rumbo. Acepta las adversidades de la vida, las soporta y las atribuye al cumplimiento de su fin, conforme la voluntad de Dios. El cristiano, con la esperanza puesta en Dios, logra apartar las cosas pasajeras y se dirige a las cosas eternas. De esta manera supera las dificultades del mundo y participa de la alegría del reino de Dios. Cuando esta esperanza predomina en su corazón, se convierte en oración, según lo afirma san Isaac el Sirio. No lo aliena de su cotidianidad ni le alimenta con ensoñaciones o con visiones carentes de sustento. Lo restablece en su lugar predominante en el mundo y lo orienta hacia su verdadero objetivo. La esperanza activa la participación en la resurrección de Cristo, que le da un nuevo contenido a la vida. Si la fe en la resurrección de Cristo es la esencia del mensaje cristiano, la esperanza de la participación del hombre en ella, es el medio para su experiencia. La esperanza precisa también de la paciencia. De cualquier modo, una de las características del verdadero cristiano es la paciencia frente a las dificultades de la vida. Aquí está el punto crítico. Las personas odian la paciencia. Los medios y las comodidades de que disponen, corrompieron su resistencia y paralizaron su paciencia. Pero de esa manera hicieron también problemática su esperanza. Por eso las palabras de San Silvano son muy actuales en nuestra época: “Mantén tu mente en el hades y no desesperes”. La consciencia del pecado tritura al ser humano y el mantenimiento de la mente en el hades conduce con facilidad a la desesperanza, pero el recuerdo del amor y de la misericordia de Dios no le deja desesperar. Pensando en el juicio de Dios, extingue las pasiones y los pensamientos de empatía, conservando la valentía y confiando en la divina filantropía.

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