lunes, 19 de abril de 2010

Las vasijas del nuevo bálsamo


“Id y decid a sus discípulos, y a Pedro, que va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, como os dijo”.

No existe mejor testimonio donde tan fuertemente se enfrenten la vida y la muerte que el día de la resurrección. Las Miróforas van al sepulcro con una mente impregnada de muerte. Distintos detalles marcan el aspecto trágico y dramático de tal encuentro: primero el descenso del cuerpo del Señor de la Cruz, el depositarlo en un lienzo nuevo, su sepultura, la compra del bálsamo, y luego los preparativos para la visita al sepulcro, la salida a la madrugada, el miedo de los guardias, la roca que cierra la entrada al sepulcro.

Todo esto fue en vano. Todas las inquietudes perdieron sentido cuando recibieron de los Ángeles la buena nueva de la Resurrección y encontraron el sepulcro vacío. Contra toda expectativa, reciben del sepulcro que huele a muerte, la fragancia de la victoria definitiva sobre la muerte.

Es difícil describir las primeras emociones de las Miróforas ante tamaña noticia, que por primera vez la humanidad escucha. Es más que una noticia; es una revelación. Es la presencia de la vida inmortal en el marco de nuestra vida mortal. Pese a que el Señor había preparado a sus Discípulos, es muy comprensible y natural que ellos hayan fallado tal como los Evangelios relatan. En realidad, la muerte marca todo en nuestra vida, - razonamiento, relaciones, actitudes -, desde el momento del nacimiento hasta la partida definitiva. Estamos acostumbrados a vivir la vida en la perspectiva de la muerte por venir.

Todo cambia ante el sepulcro vacío. La muerte se vive en la perspectiva de la vida por venir. El margen de la vida eterna se hace presente en el margen de nuestra vida actual, accede a nosotros, y nos traslada a ella. Experimentamos, pues, en el marco de nuestra vida mortal, aquella vida eterna, inmortal, incorruptible. La piedra que sellaba nuestra vida mortal fue removida para siempre. Somos libres de la muerte. Ya la luz de la Resurrección nos ilumina y nos vivifica.

Desde aquel día de la Resurrección, se multiplicaron los testigos que dieron testimonio de la presencia de aquella vida en sus propias vidas. La exclamación pascual “Cristo resucitó” es reflejo verdadero y verídico de dicha realidad. Al primer asombro de las mujeres, sucedió una cadena de cambios asombrosos, gracias a los testigos que seguían la recomendación del Ángel a las Miróforas: “Id y decid a sus discípulos, y a Pedro, que va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, como os dijo”. Se transformaron en portadoras del nuevo bálsamo, la buena nueva de la resurrección; en lugar de embalsamar la muerte, ahora están por ungir a la humanidad con la buena nueva de la vida eterna. También se volvieron Apóstoles de aquellos que iban a ser llamados Apóstoles, al llevarles esta buena nueva, pese a que ellos no les creyeron al escucharlas. Así, se abrió desde entonces la era apostólica que nunca terminó, de la que formamos parte, y que nos justifica el llamarnos Iglesia Apostólica.

Lo que pasó con las Miróforas aquel día de la Resurrección es muy didáctico para nosotros. Ellas entendieron que nada se posterga, pese a que “el temblor y el asombro se habían apoderado de ellas, y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo”. Su obediencia a la recomendación del Ángel es ejemplificadora para nosotros. Sabemos que ellas superaron esta primera reacción con una disponibilidad que desafió la burla y la risa de los mismos Discípulos. Su primera entrega gratuita y libre fue la base de toda entrega posterior, tanto de los apóstoles como de los demás cristianos que los sucedieron.

A esta altura, es necesario aclarar el contenido del apostolado. No se trata de noticieros de la buena nueva de la resurrección, quienes llevaban meras informaciones sobre la misma. El apostolado implica transformarse en portador de la vida de la resurrección, vasija viva de la misma. Vida de la Resurrección significa, entre otras cosas, escuchar la palabra de Dios, orar, participar de la Divina Liturgia, ejercer las virtudes. El contenido mismo de la vida presente vuelve a ser “importado” desde la otra orilla de la vida. Es algo totalmente distinto de una reflexión o información sobre la misma.

Es notable que el Señor haya querido encontrarse con sus Discípulos en el lugar de su primer encuentro de su predicación pública. Aquel primer encuentro, después de una larga gestación, y al cumplimiento de la Providencia divina, tiene ahora una tonalidad totalmente distinta. Aquellos Discípulos están llamados a dejar atrás el sepulcro, si bien vacío, - o sea todo lo que se refiere a la muerte en nuestra vida -, e irse al encuentro del Señor de la vida. No es un traslado geográfico, tampoco es el cambio de una realidad por otra. Es aceptar el recibir la voluntad del Señor en nuestra vida. Así se fecunda la vida de la resurrección en nuestra vida. Dejar el modo de pensar y de vivir según las reglas de la muerte, y buscar Su rostro, significa la obediencia de nuestra voluntad a la Suya.

De ahora en más, nuestra única confesión es: “Hágase Tu voluntad así en la tierra como en el cielo”. Adhiriendo de corazón a esta confesión, proclamamos: ¡Cristo resucitó!

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