sábado, 1 de mayo de 2010

Calixto Xantopoulos: La Filocalía y el Agua Viva.


¿Queréis aprender la verdad? Tomad como modelo el ejecutante de citara. Inclina ligeramente la cabeza hacia un costado, dirige el oído al canto mientras su mano maneja el arco y las cuerdas se contestan armoniosamente. La cítara emite su música, y el citarista resulta transportado por la suavidad de la melodía.

Laborioso obrero de la viña, que este ejemplo os decida, no hesitéis. Sed vigilantes («sobrios») como el citarista, quiero decir en el fondo del corazón, y poseeréis sin esfuerzo lo que buscáis. Pues el alma colmada por el amor divino ya no puede volver sobre sus pasos. Pues, dice el profeta David: «Mi alma está apegada a ti...» (Sal 63, 9).
Mi bienamado, por la citara entended el corazón. Las cuerdas son los sentidos, el citarista es la inteligencia que por medio de la razón no cesa de mover el arco, o sea, el recuerdo de Dios, que hace nacer en el alma una indecible felicidad y hace reflejar en el intelecto purificado los rayos divinos.

En tanto no taponemos los sentidos del cuerpo, el agua viva que el Señor otorgó generosamente a la samaritana no brotará en nosotros. Ella buscaba el agua material y encontró el agua de vida que brotó en su interior. Pues, del mismo modo que la tierra, a la vez contiene naturalmente el agua y la derrama, así la tierra del corazón contiene esta agua surgente: quiero decir la luz original que Adán perdió por su desobediencia.
Esta agua viva y burbujeante brota del alma como una fuente perpetua. Es ella la que frecuentaba el alma de Ignacio el Teóforo y le hacía decir: «Lo que tengo en mí, no es el fuego ávido de materia, es el agua que opera y que habla».

La bendecida -¿qué digo? la tres veces bendecida- sobriedad del alma es semejante al agua que surge y brota de la profundidad del corazón. El agua que brota de la fuente llena la fuente, la que brota del corazón, la que el Espíritu agita sin cesar, llena totalmente al hombre interior con el rocío divino, y con el Espíritu, mientras hace de fuego al hombre exterior.

El intelecto que se ha purificado de todo lo que es exterior y que ha sometido enteramente sus sentidos por la virtud activa, permanece inmóvil como el eje celestial. Detiene su mirada sobre su centro, en las profundidades de su corazón. Desde la cabeza, fija el corazón y proyecta, semejantes a relámpagos, los rayos de su pensamiento, impulsa las contemplaciones divinas y somete todos los sentidos del cuerpo.
Que ningún profano, que ningún niño con edad de lactante toque esos objetos prohibidos antes de tiempo. Los santos Padres denunciaron la locura de aquellos que buscan las cosas antes de tiempo e intentan penetrar en el puerto de la impasibidad (apatheia) sin disponer de los medios necesarios. Aquel que no conoce las letras es incapaz de descifrar un escrito.

En el combate interior, el santo Espíritu produce un movimiento que toma al corazón apacible y grita en él: ¡Abba! ¡Padre! Esta noción no tiene forma ni figura, nos transfigura por el resplandor de la luz divina, nos conforma en el fuego del Espíritu divino, pero también nos altera y nos transforma como sólo Dios puede hacerlo por su poder divino.

El intelecto purificado por la sobriedad se oscurece fácilmente cuando no se aparta totalmente del mundo exterior por el recuerdo constante de Jesús. Aquel que une la acción a la contemplación, es decir, al cuidado del corazón, no se subleva contra los ruidos, confusos o no, pues el alma herida por el amor de Cristo lo sigue como se sigue a su bienamado.

Entre las aguas vivas, algunas tienen un movimiento más rápido, otras, más apacible y lento. Las primeras no se dejan enturbiar fácilmente, en razón misma de la rapidez de su movimiento, es decir, se enturbian algún tiempo, pero recuperan fácilmente su pureza por la misma razón. Cuando el flujo disminuye y se suaviza no solamente se enturbia sino que se hace casi inmóvil y necesita una nueva purificación y un impulso.
Los demonios atacan a los principiantes de la vida activa por medio de ruidos confusos o no. Para aquellos que están en la contemplación, ellos forjan imaginaciones, colorean el aire con una especie de luz, a veces lo presentan bajo una forma de fuego para desviar al atleta de Cristo hacia el lado equivocado.

Si queréis aprender a orar, considerad la finalidad de la atención y la oración, y no os desviaréis. Su finalidad es, mi bienamado, la constante compunción, la contrición del corazón, el amor al prójimo. Su opuesto es, evidentemente, el pensamiento ambicioso, el murmullo de la calumnia, el odio hacia el prójimo y cualquier otra disposición semejante.

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