sábado, 9 de octubre de 2010

Domingo XX después de Pentecostés: La resurrección del hijo de la viuda de Naim


En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

El milagro de la resurrección del hijo de la viuda de Naín ofrece el mensaje más esperanzador para nuestras vidas. En primer lugar nos muestra que Jesucristo es el Señor nuestro Dios que con el poder de su amor vence a la muerte. Nos dice también que Jesús, el apoyo más estable en nuestro camino, es nuestra única esperanza porque nos abre las puertas a la vida verdadera y eterna. Él es nuestro vivificador por medio de su Resurrección, preanunciada en el milagro de la resurrección del hijo de la viuda de Naim que hoy se lee en la Iglesia.

La resurrección del hijo de la viuda, como nos muestra el relato del Santo Evangelista Lucas, no se limita a presentar un hecho espectacular realizado con el objetivo de provocar admiración. Al contemplar este milagro de Cristo, lo que se pretende es que contemplemos a través de Él el misterio de la muerte.

Cristo nos revela su muerte como participación plena en la vida del hombre en la que entra a causa del pecado. La muerte que marca el final de esta vida no puede verse como algo natural. Dios no creó al hombre para morir, sino para vivir en la incorruptibilidad del Paraíso. Esto es lo que causó la envidia del diablo, al contemplar al hombre vestido de inmortalidad, y la muerte entró en el mundo.

El hombre está invitado a entrar de nuevo en esta perspectiva de inmortalidad frente a la sociedad de la muerte que nos rodea si acepta el amor de Dios y pone su vida como prósfora ofrecida por las manos de la Iglesia. Esto supone participar en la vida misma de Dios, a participar en la victoria de Cristo sobre la muerte. Adán y Eva se separaron del camino del amor divino y por su egoísmo entraron en el camino de la muerte y el pecado. Por ello, el hombre se auto expulsó del Paraíso, encerrándose en la cárcel de sí mismo, rechazando el regalo del amor. La principal tragedia fue las consecuencia que esto tuvo para todos los hombres: el sufrimiento y la muerte del cuerpo, separación del alma y el cuerpo, precedida de la muerte espiritual provocada por la separación del hombre de Dios.

A parte de todas las interpretaciones y explicaciones físicas, biológicas y antropológicas que se han dado a la muerte y a pesar del esfuerzo desesperado del hombre actual de vivir para siempre y eternamente joven, no puede liberarse de ella por si mismo y con sus fuerzas y lo que es peor, al contemplar su impotencia le llena de terror tenerse que enfrentar con ese último momento.

El hombre ha de buscar la verdadera vida eterna, y esta le es ofrecida por el amor divino a la humanidad. Cristo nos ofrece unirnos a su propia vida. Cristo es el Kirios, el Señor, el Creador de todas las cosas, el Soberano con poder sobre la vida y la muerte. Solo unidos a su Cuerpo, la Iglesia Santa, podremos participar de su vida inmortal, y se verá saciado el deseo innato de vivir eternamente.

Queridos hermanos, el Evangelio de hoy que nos narra la resurrección del hijo de la viuda de Naim, nos invita a volver a la vida. El mundo, no puede saciar el deseo de eternidad del corazón del hombre, porque ese deseo sólo lo puede saciar con actitudes y palabras de muerte. Solo Cristo tiene palabras de vida eterna y sólo él nos ofrece la vida inmortal por medio de la participación en los Divinos Misterios. Cuando participamos de su Divino Cuerpo y de su Sangre Vivificadora, participamos de su muerte y resurrección. El hijo de la viuda, resucitó para morir de nuevo, nosotros moriremos para resucitar para la vida eterna.

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