domingo, 20 de febrero de 2011

San Juan Crisostomo: Comentarios a la parábola del Hijo Pródigo


También hay en las parábolas antedichas cierta distinción entre las personas que pecan. En un caso, el padre recibe al hijo penitente que usa de su libre albedrío para conocer de dónde ha caído; en el otro, el pastor busca la oveja perdida que no sabe volver, llevándola sobre sus hombros, comparando al animal irracional con el hombre imprudente que, llevado del engaño de otro, se había perdido como la oveja. Esta parábola se expone diciendo: "Entonces dijo: Un hombre tuvo dos hijos". Hay quien dice -refiriéndose a estos dos hijos- que el mayor figura a los ángeles y el menor al hombre, que se fue a tierras lejanas cuando cayó a la tierra desde el cielo y el paraíso; y aplican la consecuencia a la caída o al estado de Adán. Pero este significado parece ciertamente piadoso, aunque ignoro si será verdadero. Porque el hijo menor se arrepintió espontáneamente al acordarse de la abundancia pasada que había en la casa de su padre. Pero el Señor, cuando vino, invitó a la humanidad a que hiciera penitencia, cuando no pensaba en volver por su voluntad al lugar de donde había caído. Después, el hijo mayor se entristece por la vuelta y por la salvación de su hermano, cuando dice el Señor que habrá alegría entre los ángeles cuando se convierta un pecador.

Dice, pues, la Escritura que el padre dividió igualmente entre sus dos hijos su fortuna, es decir la ciencia del bien y del mal, que son las verdaderas y perpetuas riquezas del alma cuando usa bien de ellas. En efecto, todos los hombres al nacer reciben de Dios la sustancia racional del mismo modo, pero después en el transcurso de la vida, se ve que cada uno tiene mayor o menor cantidad de esta sustancia. Porque unos, creyendo que lo que han recibido es de su padre, lo guardan como propiedad paterna, mientras que otros, creyendo que lo que reciben es suyo propio, lo disipan licenciosamente. Se da, pues, a conocer aquí el libre albedrío, porque el padre no retiene al que quiere marcharse, ni le quita su libertad. Y no obliga a que se marche al que quiere quedarse para no aparecer él mismo como autor de los males que puedan sobrevenirle. Se marchó lejos, no por la distancia de los lugares, sino por el extravío de su mente. Prosigue: "Y se fue a un país muy distante".

Se dice que el desprovisto de riquezas espirituales -como son la prudencia y la inteligencia- apacienta a los puercos, porque equivale a alimentar en su alma pensamientos sórdidos e inmundos. Y come los alimentos irracionales de un trato depravado -dulces en verdad para el que ha abandonado el bien- porque a los perversos les parece dulce toda obra de voluptuosidad carnal, que enerva y destruye en absoluto las virtudes del alma. La Sagrada Escritura designa con el nombre de algarrobas a estos alimentos fatalmente dulces, propios de los puercos: las complacencias de las delectaciones carnales.

Después que sufrió en una tierra extraña el castigo digno de sus faltas, obligado por la necesidad de sus males, esto es, del hambre y la indigencia, conoce que se ha perjudicado a sí mismo, puesto que por su voluntad dejó a su padre por los extranjeros; su casa por el destierro; las riquezas por la miseria; la abundancia por el hambre, lo que expresa diciendo: "Pero yo aquí me muero de hambre". Como si dijese: yo, que no soy un extraño, sino hijo de un buen padre y hermano de un hijo obediente; yo, libre y generoso, me veo ahora más miserable que los mercenarios, habiendo caído de la más elevada altura de la primera nobleza, a lo más bajo de la humillación.

Diciendo contra ti, manifiesta que debe entenderse a Dios por este padre; sólo Dios es el que todo lo ve y de quien no pueden ocultarse ni aun los pecados meditados en el corazón. En la palabra cielo se entiende a Jesucristo, porque el que peca contra el cielo -que aunque está muy alto, es un elemento visible-, es el que peca contra la humanidad, que tomó el Hijo de Dios por nuestra salvación.

Después que dijo: "Iré a mi padre", -lo que le hizo digno de todos los bienes- no se detuvo, sino que anduvo todo el camino. Sigue, pues: "Y levantándose se fue para su padre". Así debemos hacer nosotros y no nos asuste lo largo del camino; porque si quisiéremos, el regreso será ligero y fácil con tal que abandonemos el pecado, que fue el que nos sacó de la casa de nuestro Padre.

Conoció el padre el arrepentimiento y no esperó a oír las palabras de su confesión, sino que salió al encuentro de sus ruegos obrando con misericordia. De aquí prosigue: "Y se movió a misericordia".

¿Qué significa eso de salir al encuentro, sino que no podíamos llegar hasta Dios sólo por nuestro esfuerzo, por impedírnoslo nuestros pecados? Pero pudiendo El llegar a los imposibilitados, baja El mismo y besa los labios, porque había salido de ellos la confesión que había nacido de un corazón penitente que, como Padre, recibió lleno de alegría.

El padre no dirigió ninguna exhortación al hijo, sino que habla a sus ministros; porque el que se arrepiente, ruega, pero no recibe en verdad respuesta a su palabra y reconoce eficazmente la misericordia en el afecto. Sigue, pues: "Mas el padre dijo a sus criados. Traed aquí prontamente la ropa más preciosa y vestidle".

Manda que se le dé el anillo, esto es, el símbolo de la salud, o más bien, un signo de promesa y una prenda de las bodas, por las que Jesucristo se une con la Iglesia, cuando el alma, reconociéndose, se une a Jesucristo por el anillo de la fe.

Manda que se ponga calzado en sus pies, bien para cubrir las huellas y que pueda marchar con firmeza por las asperezas de este mundo, o para mortificación de sus miembros. El curso de nuestra vida se llama pie en las Sagradas Escrituras y los zapatos significan la mortificación, porque se confeccionan con pieles de animales muertos. Añade que se debe matar un ternero cebado para celebrar el convite. Sigue, pues: "Y traed un ternero cebado", esto es, a nuestro Señor Jesucristo, a quien llama ternero porque es el holocausto de un cuerpo sin mancilla; dijo también que cebado, porque es tan bueno y rico que basta para la salvación de todo el mundo. Pero el padre no inmoló él mismo al becerro, sino que le entregó a otros para que le inmolasen; porque permitiéndolo el Padre y consintiéndolo el Hijo, fue crucificado por los hombres.

El padre se regocija en la vuelta del hijo y le convida con un becerro; porque el Creador, alegrándose por el fruto de su misericordia en la inmolación de su Hijo, considera un festín la adquisición del pueblo creyente. Y prosigue: "Porque éste mi hijo era muerto y ha revivido".

Se pregunta si es presa de la pasión de la envidia el que siente la prosperidad de los demás y, a lo cual se debe contestar que ninguno de los santos se aflige por tales cosas. Antes al contrario, considera todos los bienes ajenos como propios. No conviene, pues, tomar al pie de la letra todo lo que dice una parábola, sino que, sacando el sentido con que ha sido dictada, no debemos buscar otra cosa en élla. Esta parábola ha sido compuesta para que los pecadores no desconfíen de poder convertirse, sabiendo que alcanzarán grandes beneficios. Por esto presenta a los que, turbados a la vista de estos bienes, aparecen como atormentados de los celos, porque los que vuelven son honrados de tal modo, que se hacen objeto de envidia para los otros.

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