domingo, 3 de abril de 2011

Vida del San Juan Climaco, por Daniel, monje de monasterio de Raitu.

1. Cuál ha sido la ciudad en que nació y creció este devoto varón antes de ingresar en la gloriosa milicia de su profesión, no se sabe con certeza; mas cuál es la que ahora lo alberga, brindándole eternos deleites, mucho antes que nosotros lo declaró el apóstol San Pablo (Ef. 2). Porque él es ahora ciudadano de la celestial Jerusalén, y está, en compañía de los primogénitos "cuya conversación es en los cielos" (Flp.) contemplando, con ojos purísimos y libres de toda materia y tinieblas, aquella invisible hermosura, y recibiendo el glorioso salario por sus trabajos.

Porque gozando de la heredad del reino celestial, para siempre cantará y se alegrará con aquellos cuyos pies estuvieron siempre fijos en la senda de la virtud. Mas ahora hemos de narrar brevemente de qué manera y por qué medios conquistó esta corona.

2. Habiendo alcanzado la edad de dieciséis años, él se ofreció a Cristo en sacrificio santo y agradable, recibiendo sobre sí el yugo de la vida monástica en un convento que estaba sobre el monte Sinaí, pretendiendo con esto que hasta el mismo nombre y condición del lugar visible despertase su corazón, llevase sus ojos a la contemplación del Dios invisible y le convidase a ir hacia él. Desterrándose de esta manera, y alejándose de su patria, y amando la peregrinación, y despidiendo de su corazón toda vana estima y confianza en sí mismo, y abrazando la santa humildad, venció perfectamente al demonio aquel que trabaja por hacer que nos tengamos en algo y confiemos en nosotros mismos.

Por otra parte, inclinando la cabeza, confiando en Dios, y sujetándose perfectamente al padre espiritual, atravesó sin peligro las olas grandes y bravías de esta vida mortal como un experto piloto. Y, progresando día a día en este estado, llegó a estar muerto para el mundo y para sus propias voluntades, a un grado tal que parecía tener el alma del todo despojada del propio parecer y de la propia voluntad. Lo cual era más llamativo por tratarse de él, que anteriormente había sido instruido en el mundo en las ciencias seculares. Y la soberbia y la arrogancia de la humana filosofía suelen por lo general apartar de la humildad y de la sujeción a Cristo.

3. De esta manera permaneció durante diecinueve años, hecho un perfecto dechado de obediencia y sujeción, hasta que falleció el santo padre que lo tenía a su cargo. Entonces, confiando en sus oraciones como en potentísimas armas, pasó a la vida solitaria. Escogió para ello un lugar llamado Thola, que estaba a cinco millas de una iglesia. En este sitio perseveró constantemente por espacio de cuarenta años, con gran alegría y fervor de su espíritu.

4. Mas ¿quién podría, con palabras y alabanzas explicar lo que allí pasó durante tan largo tiempo? ¿cómo se podría sacar a luz lo que allí padeció a solas y sin testigos? Sin embargo, a partir de algunos indicios y de algunas noticias, podremos decir ciertas cosas de la muy santa conducta de este gran santo.

5. Primeramente, en cuanto a la forma de su abstinencia, comía de todos aquellos alimentos que según su profesión era lícito comer, pero de todo poco. Porque comiendo de todo rehuía la nota de singularidad y vanagloria; y comiendo poco vencía la furiosa rabia de la gula, hablando muchas veces con ella y diciéndole: "Calla, calla." Con la soledad, y por el poco trato y compañía de los hombres, apagó de tal modo la llama de la lujuria que ésta ya no le daba pena ni molestia. La avaricia - que el Apóstol llama idolatría- fue vencida por la generosidad y la misericordia para con los otros y la escasez de las cosas necesarias para consigo mismo. Porque contentándose con lo poco, no tenía necesidad de codiciar lo mucho; que es propio de esta pestilencia. A la pereza y a la acedía (que con razón puede llamarse una perpetua muerte del alma) las venció con la memoria de la muerte y con los continuos ejercicios de piedad. Más, a la tiranía de la ira él ya la había degollado con el cuchillo de la obediencia.

En cuanto a su lucha contra el mayor de los vicios, que es la soberbia, a la cual este nuevo Beleel comenzó a vencer con la mansedumbre de la obediencia, debo decir que acabó en victoria cuando el Señor de la celestial Jerusalén , con su presencia levantó contra ella la virtud de la humildad, sin la cual ni es posible vencer al príncipe de este mundo, ni a la flota de vicios que trae consigo.

6. Mas ¿en qué sitio de esta celestial corona pondré la abundancia de sus lágrimas? Rara cosa es ésta, por cierto, y en muy pocos se encuentra. Pues bien, existe, aún hoy día, un secreto refugio — una cueva en la ladera de una montaña-, tan apartado de su celda y de cualquier otra celda cuanto bastase para cerrar puertas y oídos al vicio de la vanagloria. Allí elevaba su voz al cielo con tan grandes gemidos, suspiros y clamores como quien recibiera el cauterio del fuego y otras curas del mismo estilo.

7. Dormía apenas lo necesario como para conservar la claridad y quietud del entendimiento y para no desfallecer por exceso de vigilias. Antes de entregarse al sueño, tenía por costumbre orar largamente y escribir un poco, combatiendo de este modo a la acedía. Pero, en verdad, todo el transcurrir de su vida era oración permanente, continuo ejercicio en el amor de Dios, al cual miraba día y noche en el espejo purísimo de su alma llena de castidad y sin hartarse jamás de ese manjar.

8. Un monje llamado Moisés, que era de los que profesaban la vida solitaria, deseando imitar a este santo varón y ser guiado por él hacia la verdadera sabiduría, pidió a los otros padres que intervinieran en su favor a fin de ser aceptado. Ayudado por tales intercesores, fue finalmente recibido. Al poco tiempo, fue enviado por Juan en busca de buena tierra para agregar al huerto. Yendo, pues, el discípulo a cumplir lo que el Maestro le mandaba, trabajó con gran ahinco hasta el mediodía, en que fatigado por la tarea se concedió un rato de reposo a la sombra de una gran roca que había en el lugar, la cual podía caer en cualquier momento. Mas aquel clementísimo Señor, que tan especial cuidado tiene de sus siervos, al ver el peligro que corría Moisés, le socorrió de esta manera:

9. El gran Juan, nuestro padre, que estaba como tenía por hábito en su celda, recogido en sí mismo y en Dios, fue sorprendido por un suave sueño y tuvo una visión, en la que contempló a un hombre de aspecto venerable que le reprendió de este modo; 'Tú estás aquí, seguramente durmiendo, mientras Moisés, tu discípulo, está en grave peligro." Rápidamente despertó el santo varón y se armó con la oración, rogando con gran fervor por Moisés. Cuando éste regresó, le preguntó si le había pasado algo, y él respondió que se había visto en peligro de que una gran piedra le cayera encima mientras dormía, haciéndolo pedazos, de no haber sido porque estando así oyó la voz de Juan que le despertaba, por lo que dio un gran salto escapando de la roca que en ese momento caía en tierra. Al escuchar estas palabras, el varón de Dios, verdaderamente humilde de corazón, nada dijo de su visión; aunque por otra parte, y en secreto, elevaba su voz en ardientes clamores, cantando himnos a Dios y agradeciendo aquella gracia.

10. Era también este santo varón médico de secretas llagas. Había, en efecto, en aquel tiempo, un monje llamado Isaac, el cual, viéndose arder en el fuego de una tentación carnal acudió a él con gran prisa, y abatido por el dolor de una gran tristeza, descubrió su secreta herida ante el padre Juan. Éste, maravillado ante la fe y la humildad del monje, lo consoló diciendo: 'Oremos, hijo mío, y el Señor, que es clemente y misericordioso, no despreciará nuestros ruegos." Y mientras todavía oraban, estando el religioso enfermo, postrado en tierra, hizo el Señor la voluntad de su siervo: aquella serpiente de la carne huyó, castigada por el látigo de la oración. El monje Isaac, entonces, viéndose libre de la enfermedad, dio muchas gracias a Dios y a su gran servidor.

11. Como pasado un tiempo este padre venerable comenzara a apacentar a las almas que a él venían con el pasto de la palabra de Dios, haciéndoles beber generosamente en el río de la sabiduría divina, ciertos émulos, inflamados con el fuego de la envidia, procuraron estorbar al Maestro afirmando que sólo era un charlatán. Mas él, aun sabiendo que en el Cristo que lo fortificaba todo lo podía, y deseando instruir a aquellos que a él venían en busca de edificación no solamente con palabras, sino mucho más con el silencio y el ejemplo de la paciencia, determinó callar por un tiempo y detener el fluir de aquella corriente celestial, teniendo por más útil que los amadores de la virtud sufrieran este detrimento antes que provocar la ira de aquellos ingratos y malos jueces. Ocurrió entonces que éstos, maravillados ante su gran humildad y modestia, viendo cómo se había cegado una fuente de tanta utilidad, y habiendo sido ellos mismos los culpables de tan grave daño, compungidos se acercaron a él llenos de humildad y, junto con los otros, le pidieron el acostumbrado alimento de su doctrina, lo cual el padre Juan les otorgó benignamente. Y así retornó a proseguir lo comenzado.

12. Y como nuestro padre Juan resplandeciese de esta manera en todo género de virtudes, y como no se hallase ninguno semejante a él, vinieron todos los monjes del monasterio del Sinaí, con un mismo afecto y deseo, y como a un nuevo Moisés, te enseñan de la divina ley, y contra toda su voluntad, le entregaron la conducción de aquel monasterio, para que alumbrase a todos. En lo que no fueron defraudados.

Y así subió también él al monte, y entrando en aquella sagrada niebla, como Moisés recibió la ley escrita por la mano de Dios, gozando primero de su contemplación; y ascendiendo por los escalones de las virtudes intelectuales abrió su boca para que brotara la palabra de Dios, y atrayendo hacia sí el Espíritu, sacó palabras de vida del tesoro de su corazón.

13. Testigo de todo esto son aquellos que se beneficiaron por su boca de las palabras del Espíritu Santo y de su gracia, muchos de los cuales por su doctrina alcanzaron la salvación. Testigo es también el padre Juan, abad del monasterio de Raitu, por cuyos ruegos este santo varón descendió del monte Sinaí trayendo estas tablas escritas por el dedo de Dios, las cuales contienen, exteriormente las reglas de la vida activa, y en su interior las de la vida contemplativa.

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