lunes, 14 de noviembre de 2011

Homilia del Domingo XXV después de Pentecostés: El Buen Samaritano

Dos son los mandamientos principales que han de regir la vida del cristiano y en ellos se resume toda la ley y las enseñanzas de los profetas según nos lo dice el Señor en su Evangelio:

Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.

Amor a Dios y amor al prójimo y el que ama a Dios y no ama a su prójimo es un mentiroso ya que todo lo que hacemos a aquellos que nos rodean a Dios mismo se lo hacemos.

Y el que ama a los que lo rodean pero no ama a Dios, se olvida que Él es el autor y Señor de toda la creación y su amor no es cristiano sino mera filantropía.

¿Y quién es nuestro prójimo? Para los judíos el prójimo era aquel que pertenecía al pueblo de Israel, el miembro de la tribu, el que compartía la sangre y la fe.

¿Más para nosotros quien es nuestro prójimo? Para el cristiano, nuestros prójimos son todos los hombres, son no sólo aquellos a los que mamamos, pues si ayudamos a los que amamos y nos aman, qué mérito tiene ese amor, eso ya lo hacen los paganos y los sin Dios. El amor al prójimo cristiano da un paso más adelante: “Mi prójimo es incluso aquél que me odia y me desea el mal.

Este es el mensaje de esta parábola del Evangelio que hemos leído en este domingo y que ha resonado en todos los oídos de los ortodoxos: “Todos los hombres son tu prójimo”.

Un hombre que iba camino de Jerusalén es asaltado, robado, apaleado y dejado como muerto al lado del camino. Un sacerdote del templo de Jerusalén, sujeto a la ley mosaica, pasa a su lado y mirando a otro lado sigue su camino. Luego es un levita, perteneciente al clero menor el que pasa de largo no asistiendo al que agoniza por los golpes de los salteadores. Según la antigua ley de los judíos, el contacto de los sacerdotes con cuerpos muertos los convertía en impuros, tanto el sacerdote como el levita se dirigen al templo a ejercer su sacerdocio, si se acercan al herido no podrán ofrecer el sacrificio. Para ellos este sacrificio, Dios, está por encima del herido, y lo dejan allí abandonado a su suerte, moribundo, por no contaminarse.

El tercero que pasa es un samaritano. Ellos eran los enemigos declarados de los judíos, se odiaban mutuamente, y siempre estaban enzarzados en guerras y luchas fratricidas pues ambos se consideraban Hijos de Abraham.

El samaritano, cuando pasa al lado del hombre, no ve en él a un judío, sólo ve alguien que lo necesita y sin dudarlo un momento, baja, lava sus heridas con vino, las unge con aceite, las venda, lo carga en su caballo y lo lleva a la posada pagando al dueño para que lo cuide hasta que se restablezca.

¿Quién es el que actuó correctamente, pregunta el Señor al especialista en la ley de los judíos? El que demostró amor, y compasión por el herido.

El Señor nos revela este infinito amor misericordioso del Padre hacia la humanidad. Dice el apóstol San Pablo que tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su propio Hijo para que sufriera y muriera en la cruz y así la humanidad fuera salvada.

Esta es la interpretación que nos dan los santos Padres de esta parábola:

El hombre cae herido en la emboscada que le tienden los demonios que lo golpean con las pasiones y el pecado dejándolo como muerto, quitándole la vida de la gracia.

El aceite y el vino son los sacramentos que curan las heridas dejadas por el pecado;

La Iglesia es la posada donde es llevado el que está caído en medio del pecado, el arca de la Salvación donde el hombre encuentra el tratamiento que le devuelve la salud del alma y el cuerpo.

Los dos dinares son el Antiguo y el Nuevo testamento donde Dios se ha revelado a los hombres, y donde se muestran los cuidados de Dios hacia los hombres.

Cristo es el Buen Samaritano que se acerca a los hombres caídos en medio de las sombras de la muerte, golpeados por los vicios y las pasiones. Es el que venda y unge nuestras heridas curándolas con la medicina de su divina y preciosa sangre y el aceite de la alegría.

Queridos hijos:

¿No somos ungidos con el divino aceite que llena y sella nuestros corazones con el Espíritu Santo una vez que han sido borrados nuestros pecados al salir de la fuente del bautismo?

¿Y no se nos da como prenda de salvación y salud de nuestras almas y cuerpos y perdón de nuestros pecados, el divino Cuerpo y la Sangre preciosa de nuestro Salvador y Dios Jesucristo?

¿Y no actúa el Padre Todo todopoderoso concediendo la salud del alma y el cuerpo a los que son ungidos con la mezcla del vino y el aceite en el Sacramento de la Santa Unción?

¿No veis actuar a la santa Trinidad en este misterio de las heridas lavadas, ungidas y vendadas con el aceite de la misericordia y el vino de la Redención?

Más en esta época en la que reina el egoísmo, el individualismo, el antropocentrismo, la indiferencia, en el que hasta se ha profanado y desvirtuado el verdadero sentido del amor y la compasión, actuar según nos enseña nuestro Señor en esta parábola tendría que ser lo que nos distinguiera como verdaderos Cristianos ortodoxos.

¿No era este amor lo que más asombraba a los paganos? ¿Y no era ese amor verdadero y puro, entregado totalmente lo que los llevaba a acercarse a la Iglesia? Más si nuestro comportamiento es como el de los paganos, como el de los ateos, ¿qué es lo que llevara a los hombre a encontrase con el amor de Dios si no ve reflejado ese amor en nosotros sus hijos?

El amor es la esencia de la vida y el fundamento de la Iglesia que según nos dice san Ignacio de Antioquía es la unidad de la fe y el amor. Por eso el mayor acto de amor hacia nuestros semejantes es mostrarles cuál es la verdadera fe a los hombres, donde está la salvación y la redención, donde la vida eterna. Y solamente la fe nos hace capaces de amar hasta a los enemigos porque en ellos vemos a Dios y lo que a ellos hacemos es a Dios mismo a quien se lo hacemos.

Así y solamente así se manifestará en la vida cotidiana la bondad, la amabilidad, la reconciliación, la mansedumbre y en definitiva el amor infinitamente de nuestro Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén

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