martes, 4 de diciembre de 2012

La entrada en el Templo de la Madre de Dios

Cuando la Santísima Virgen María cumplió tres años, sus padres, los santos Joaquín y Ana, la llevaron de Nazaret a Jerusalén para entregarla al servicio de Dios en cumplimiento de su promesa. El viaje a Jerusalén tomaba tres días, pero ya que estaban haciendo la voluntad de Dios, no encontraron el viaje difícil. Muchos de los familiares de Joaquín y Ana se les unieron para tomar parte en esta celebración, en la que los incorpóreos ángeles de Dios también participaron. Las doncellas encabezaban la comitiva llevando velas encendidas, seguidas por la Santísima Virgen, quien estaba en medio de sus padres.

La Virgen estaba vestida en ropas reales y hermosas, como los de la «Hija del Rey» (cfr. Salmo 44:9-10, LXX). Tras ellos caminaban muchos familiares y amigos, llevando todos también velas encendidas. Había quince escalones que llevaban al Templo, y los padres de la Virgen la colocaron en el primer escalón; ella subió el resto corriendo, de su propia voluntad. Allí encontró al Sumo Sacerdote Zacarías, padre de san Juan el Precursor, quien tomándola de la mano, la llevó no sólo al Templo sino también al Lugar Santísimo—un lugar al que nadie podía entrar sino el Sumo Sacerdote, y esto una sola vez al año.

San Teofilacto de Ohrid dice que Zacarías estaba «fuera de sí, y movido por Dios» cuando llevó a la Virgen al lugar principal de Templo, detrás del segundo velo; de otro modo, no habría explicación para su conducta. Los padres de la Virgen ofrecieron entonces sacrificios a Dios, de acuerdo con la Ley, y dejaron a la Virgen en el Templo. Ella habitó allí por nueve años completos, y mientras sus padres estuvieron vivos, la visitaban frecuentemente.

Al partir ellos de este mundo y quedar la Virgen huérfana, esta anhelaba permanecer en el Templo hasta el fin de sus días, sin contraer matrimonio. Siendo esto contrario tanto a la Ley como a la costumbre israelita, fue confiada a la edad de doce años a san José, un pariente redentor suyo en Nazaret (cfr. Levítico 25; Rut), para que pudiese permanecer en virginidad bajo la protección de un compromiso, cumpliendo así tanto su deseo como las exigencias de la Ley. (No era costumbre en Israel que una joven hiciera un voto de virginidad perpetua. La Santa Virgen María fue la primera en hacer esto, y fue luego seguida por incontables millares de hombres y mujeres en la Iglesia de Cristo.)



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