sábado, 2 de febrero de 2013

PRUDENCIO: HIMNO V DEL PERISTEPHANON O CORONA DE LOS MÁRTIRES DEDICADO A SAN VICENTE



HIMNO V: A SAN VICENTE MEGALOMÁRTIR

 

Bienaventurado mártir, haz propicio tu día triunfal, en el que se te da, Vicente, la corona como premio de tu sangre.

Este día en que venciste a tu verdugo y tu juez te elevó al cielo desde las tinieblas del siglo y te devolvió victorioso a Cristo.

Ahora, en compañía de los ángeles luces radiante la gloriosa estola que como testigo indomable con los ríos de tu sangre bañaras.

Cuando el esbirro del ídolo, armado de negras leyes, te empujaba con hierro y grilletes a hacer sacrificios a los dioses gentiles.

Y al principio, para convencerte, con tono zalamero te había dicho suaves palabras, cual lobo embaucador que primero juguetea con el cordero que pretende arrebatar.

Dice: «El rey mayor del orbe, que ostenta el cetro de Rómulo, decretó que todo se sometiera a los antiguos cultos de los dioses.

Vosotros, nazarenos, asistid y despreciad vuestro tosco rito. Estas piedras que el emperador venera, aplacadlas con humo y con víctimas».

Entonces Vicente, levita de la tribu sagrada, ministro del altar de Dios, una de las siete columnas de lechosa blancura, grita:

«Presidan tu vida esas deidades, rinde tú culto a piedras, ríndeselo tú a un madero, hazte tú pontífice muerto de unos dioses muertos.

Nosotros, Daciano, reconoceremos al Padre, creador de la luz y a Cristo su hijo, el único y verdadero dios».

Entonces aquél, más inquieto ya dice,: «¿Osas, desdichado transgredir con inamigables palabras esta autoridad de dioses y emperadores.

Autoridad tanto sagrada como pública a la que se somete el género humano, y no te mueve el peligro que amenaza tu hirviente juventud?

Entiende pues mi decisión: o rezas ahora mismo ante este altar con ofrendas de incienso y césped o sufrirás una muerte sangrienta».

Responde aquél, de su parte: «¡Vamos entonces, todas tus fuerzas, todo tu poder, muéstralos, públicamente me niego!

Escucha cuál es nuestra voz: Dios es Cristo y del Padre somos sus siervos y testigos ¡Arráncanos, si puedes, la fe!

La tortura, la cárcel, los garfios, la silbante lámina al rojo vivo y hasta la última de las penas, la muerte, es una nadería para los cristianos.

¡Oh insustancial vanidad la vuestra y obtuso decreto el del César! Nos ordenáis rendir culto a deidades adaptadas a vuestra manera de entender.

Talladas por mano de artesano y recocidas con huecos fuelles, que carecen de voz, de andares, inmóviles, ciegas, mudas.

En su honor se alzan suntuosos templos de espléndido mármol, en su honor caen golpeados por el hacha los cuellos de mugientes toros.

‘Pero hay también espíritus en ellos’; los hay, pero son maestros del mal y tramperos de vuestra salvación, erráticos, descomedidos, repugnantes.

Que a escondidas os incitan y empujan a todo crimen, a masacrar a los justos, a hostigar al pueblo de los píos.

Saben en su fuero interno y sienten que Cristo es poderoso y vive y que está a punto de llegar su reino, temible para los infieles.

Claman, reconociéndolo al fin, cuando son expulsados del escondrijo de la carne por la virtud y el nombre de Cristo, dioses y al mismo tiempo demonios».

No sufrió el juez sacrílego las atronadoras palabras del mártir; grita: «¡Tapadle la boca, que no siga profiriendo barbaridades!

Acallad su voz y traedme rápidamente a los lictores, aquellos de mano experta que se ceban con la carne de los reos.

Haré que este ultrajador sienta la ley del pretor, para que no se haya divertido impunemente destruyendo a nuestros dioses.

¿Es que tú solo, tozudo, vas a pisotear los rituales tarpeyos, tú solo, además, vas a pasar por encima de Roma, del senado, del César?

Atadlo con los brazos retorcidos a la espalda y tirad de él por arriba y por abajo hasta que cruja la juntura de sus huesos, descuajada miembro a miembro.

Después, con tajos bien abiertos desnudad el interior de sus costillas, para que a través del hueco de sus heridas palpite su hígado al descubierto».

Se reía de esto el soldado de Dios, increpando aquellas manos ensangrentadas porque el garfio que tenía clavado no entraba más hondo en sus miembros.

Y ya toda la potencia de aquellos hombres robustos había desaparecido arrancando sus entrañas, y su esfuerzo, sin aliento, había extenuado los músculos cansados de sus brazos.

Él, en cambio, tanto más alegre ilumina su frente serena, libre de toda maraña, porque está viendo, Cristo, tu presencia.

«¿Qué cara es ésa? ¡Qué bochorno!», decía furioso Daciano. «¡Está disfrutando, sonriendo y provocando, más bravo el torturado que el torturador!

Aquella violencia ejercitada en la muerte de tantos malhechores, de nada aprovecha en esta lid; es vencido el arte de hacer sufrir.

Y vosotros, pupilos de la cárcel, pareja que hasta ahora no me habéis fallado, refrenad por un momento vuestras manos a fin de que vuestro agotado vigor recobre aliento.

Cuando las llagas vuelvan a estar bien secas al unirse la cicatriz de la sangre ya fría, las reventará vuestra mano hurgando de nuevo».

Con estas palabras contesta por contra el levita: «Si ves que se agota ya el valor de tus perros, anímate tú, verdugo mayor.

Enséñales cómo pueden destazar los recodos profundos, mete tú mismo las manos y bebe los arroyos hirvientes de mi sangre!

Te equivocas, sanguinario, si crees que me infliges castigo cuando despedazas y matas mi cuerpo sujeto a la muerte.

Hay otro ser, hay dentro de mí alguien a quien nadie puede hacer violencia, libre, tranquilo, indemne, exento de tristes dolores.

Esto que te empeñas en arruinar con las poderosas fuerzas de tu saña es una deleznable vasija de barro abocada a romperse de un modo u otro.

Así que ¡venga, intenta ahora cercenar y golpear a aquel que sigue dentro, el que pisotea, tirano, tu desvarío!

¡A éste, hostiga a éste, derriba a éste, que es invicto, insuperable, no sometido a tempestad alguna y a Dios solo sujeto!».

Dice así y de nuevo es desgarrado por los garfios chirriantes; el pretor, con boca taimada, le silba estas palabras viperinas:

«Si es tal el empecinamiento que endurece tu encallecido pecho, que con horror rehúsas que tu mano toque nuestro cojín.

Al menos descúbrenos las páginas ocultas, vuestros libros secretos, para que la doctrina sembradora del mal sea quemada en fuego justiciero».

Al oír esto dice el mártir: «El fuego con que amenazas, malvado, a los textos de nuestro misterio, te hará arder a ti más justamente.

Una lanza vengará los libros celestiales, abrasando con su rayo la lengua que pone en palabras tan amargo veneno.

A tu vista están los rescoldos que indican los pecados de Gomorra y no se te esconden las cenizas de Sodoma, testigo de su muerte eterna.

Ésta es tu estampa, serpiente; pronto el hollín del azufre y el embreado alquitrán te embargarán en las honduras de Tártaro»

Afectado por estas palabras el perseguidor empalidece, enrojece, se agita y, volviendo sus ojos enloquecidos, entre rechinar de dientes arroja espumarajos.

Entonces, después de dudar largo rato, decide al fin: «Aplíquesele la más extremada de las torturas: el fuego, el jergón y las láminas»

Vicente se precipita a paso rápido para estos menesteres y acelerado por la alegría se adelanta a los propios encargados del castigo.

A la liza de la gloria se ha llegado, compiten la esperanza y la crueldad, entablan incierta lucha, de un lado el mártir, del otro el verdugo.

Barras dentadas con pinchos salteados forman riguroso lecho y una buena cantidad de carbón exhala en él vivos vapores.

A esta pira asciende espontáneamente el santo varón con semblante impertérrito, como si ya, sabedor de su corona, subiera al excelso tribunal.

Una capa de sal allí extendida chisporrotea y crepita por debajo; bullen las punzadas chirriantes, que se clavan por todas partes en su cuerpo.

Después, untan de manteca un hierro al rojo vivo, que resulta bañado al fundirse aquélla; el violento rocío humeante que allí se forma se va derritiendo poco a poco por sus miembros.

En medio de esto él permanece quieto, como si no supiera de dolores, y tiende a lo alto sus ojos, pues las sogas habían inmovilizado sus palmas.

Lo alzan entonces más embravecido de lo que llegara; es arrastrado a lúgubre cueva, para evitar que el libre disfrute de la luz animara su ya de por sí elevado espíritu.

Hay allí dentro, en el fondo de la mazmorra, un lugar más negro que las tinieblas, al que bloquean y asfixian las piedras angostas de una bóveda bajo el nivel del suelo.

Eterna noche se esconde allí, desconocedora del astro diurno; se cuenta que esta horrible cárcel tiene aquí sus propios infiernos.

Es en este Báratro donde arroja al mártir el salvaje enemigo y pone entre sus pies un madero, dejando sus piernas abiertas.

Pero más aún, este ducho artífice de tormentos añade un nuevo castigo, desconocido por todos los tiranos y nunca oído en tiempos pasados.

Ordena que bajo su espalda yacente pongan una capa de bastos trozos de teja con los ángulos sin pulir, trozos puntiagudos, sin forma regular.

Dolores angustiosos arman de agujas todo su lecho, pinchando con sus puntas la parte inferior de su costado sin dejarle dormir.

Éstos eran los sutiles espantos que aquel taimado había con astucia dispuesto y construido, pero Cristo destruye las invenciones ladinas de Belcebú.

Y es que la ciega oscuridad de la cárcel relumbra ahora con el brillo de la luz y el doble mordisco de la traba salta en pedazos rompiendo los orificios.

En ello reconoce Vicente que ha llegado el esperado premio a tan hondo sufrimiento: Cristo dador de la luz.

Ve entonces que los trozos de teja ya se revisten de blandas flores y la cárcel despide intenso olor a néctar.

Es más, se encuentra allí nutrida concurrencia de ángeles y conversan a su lado; uno de ellos, de rostro especialmente venerable, se dirige a nuestro varón con estas palabras:

«Levántate, mártir ilustre, levántate sin cuidarte ya de ti, levántate y súmate como un miembro más a nuestra augusta compaña!”

Aurelio Prudencio Clemens Himno V Peristephanon o Corona de los Mártires.

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