lunes, 2 de junio de 2014

Encíclica de la Iglesia Una, Santa Católica y Apostólica, a todos los cristianos ortodoxos (1848)


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Una respuesta a la encíclica del papa Pío IX, “a los patriarcas orientales”

 
A los obispos de todo lugar, amados en el Espíritu Santo, nuestros venerables y amadísimos hermanos, y a su piadoso clero, y a los genuinos hijos ortodoxos de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica: saludos fraternales en el Espíritu Santo, y todos los bienes de Dios, y salvación.

Artículo 1

La santa enseñanaza del divino Evangelio de Salvación debería ser expuesto por todos en su simplicidad original, y debería, por siempre, ser creído en su pureza inalterable, incluso de la misma forma en la que fue revelado a los santos apóstoles por nuestro Salvador, que por esta misma causa, descendiendo del seno de Dios el Padre, “…se despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Filipenses 2:7, Straubinger); incluso también el mismo que, como apóstoles, y siendo testigos oculares, escucharon, como trompetas atronadoras, y que fue predicado a todos bajo el sol (pues “por toda la tierra sonó su voz, hasta los extremos del mundo sus palabras” (Romanos 10:18, Straubinger); y finalmente, el mismo que muchos grandes y gloriosos padres de la Iglesia Católica, en toda la tierra, y que escucharon aquellas voces apostólicas, tanto en sus enseñanzas sinodales e individuales, legaron en todas partes, incluso a nosotros. Pero el príncipe del mal, ese enemigo espiritual de la salvación del hombre, así como sucediera en el Edén, asumiendo astutamente el pretexto de un consejo provechoso, hizo convertirse al hombre en un transgresor del mandato divinamente inspirado. Así, en el Edén espiritual, la Iglesia de Dios, también ha engañado a muchos de vez en cuando, y mezclando las nocivas drogas de la herejía con las claras corrientes de la doctrina ortodoxa, ha dado de beber a muchos inocentes que viven descuidadamente, no prestando “mayor atención a las cosas que ahora hemos oído” (Hebreos 2:10, Straubinger), “pregunta a tu padre y él te lo anunciará; a tus ancianos, y ellos te lo dirán” (Deuteronomio 32:7, Straubinger), según el Evangelio y de acuerdo con los antiguos doctores; y que, imaginando que la Palabra del Señor predicada y escriba y los testimonios perpetuos de Su Iglesia no son suficientes para la salvación de sus almas, impíamente buscaron novedades, así como cambiamos la moda de nuestras vestiduras, abrazando una doctrina evangélica falsificada.

Artículo 2

De ahí han surgido múltiples y monstruosas herejías, que la Iglesia Católica, desde su infancia, tomando “la armadura de Dios”, y “la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios” (Efesios 6:13, 17, Straubinger), se ha visto obligada a combatir. Ha triunfado sobre todas ellas hasta este día, y triunfará por siempre, siendo manifestada como más fuerte y más ilustre tras cada lucha.

Artículo 3

De esas herejías, algunas ya han fracasado, algunas están en decadencia, otras ya han florecido vigorosamente en mayor o menor grado hasta el tiempo de su regreso a la fe, mientras que otras se reproducen siguiendo su curso desde su nacimiento hasta su destrucción. Mas siendo las meditaciones miserables y los vicios de los miserables hombres, tanto unos y otros, golpeados con el rayo del anatema de los siete Concilios Ecuménicos, se desvanecerán, aunque duren mil años; y sólo la ortodoxia de la Iglesia Católica y Apostólica, por la viva Palabra de Dios perdurará para siempre, según la infalible promesa del Señor: “y las puertas del abismo no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18, Straubinger). Ciertamente, la boca de los impíos y herejes, a veces audaz, a veces plausible y de hablar gentil, y a veces tan suave como pueda parecer, no prevalecerá contra la doctrina ortodoxa vencedora, siendo su camino silenciado. Pero, “¿Por qué es próspero el camino de los malvados y viven tranquilos todos los pérfidos?” (Jeremías 12:1, Straubinger). “Vi al impío sumamente empinado y expandiéndose, como un cedro del Líbano” (Salmos 36:35, Straubinger), ¿por qué contaminan el culto pacífico de Dios? La razón de esto es misteriosa, y la Iglesia, a pesar de orar todos los días para que esta cruz, este mensajero del maligno, se aleje de ella, siempre escucha del Señor: “Mi gracia te basta, pues en la flaqueza se perfecciona la fuerza” (2ª Corintios 12:9, Straubinger). Por tanto, jubilosamente “con sumo gusto me gloriaré de preferencia en mis flaquezas, para que la fuerza de Cristo habite en mí” (2ª Corintios 12:10, Straubinger).

Artículo 4

De estas herejías difusas, con las que el Señor ha conocido sufrimientos, en una gran parte del mundo, primeramente estuvo el arrianismo, y ahora está el papado. Y también este, así como el primero fue extinguido, aunque ahora florece, no sobrevivirá, sino que se irá y caerá, y una gran voz del cielo clamará: “…ha sido precipitado…” (Apocalipsis 12:10, Straubinger).

Artículo 5

La nueva doctrina, que dice que “el Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo”, es contraria a la memorable declaración de nuestro Señor, hecha enfáticamente respecto a esto: “que procede del Padre” (Juan 15:26, Straubinger), y contraria a la confesión universal de la Iglesia, como fue testificada por los siete Concilios Ecuménicos, que pronuncia “que procede del Padre” (Símbolo de la fe)
  1. Esta nueva opinión destruye la unidad de la única causa, y el origen diverso de las Personas de la Santísima Trinidad, las cuales son testificadas en el Evangelio.
  1. Incluso en las divinas Hipóstasis de las Personas de la Trinidad, de igual poder e igualmente siendo adoradas, introduce diversas y desiguales relaciones, con una confusión o combinación de ellas.
  1. Se reprocha la previa confesión de la Iglesia Una, Santa Católica y Apostólica como imperfecta, oscura y difícil de entender.
  1. Censura a los santos padres del primer Concilio Ecuménico de Nicea y del Segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla, como que expresan imperfectamente lo relacionado al Hijo y al Espíritu Santo, como si hubieran estado en silencio respecto a la peculiar propiedad de cada Persona de la Divinidad, cuando era necesario que todas sus divinas propiedades fueran expresadas contra los arrianos y macedonianos.
  1. Se reprocha a los padres del tercer, cuarto, quinto, sexto y séptimo Concilios Ecuménicos, que publicaron en el mundo un credo divino, perfecto y completo, y prohibieron bajo terribles anatemas y sanciones que no se podían eliminar, todo añadido, disminución, alteración o variación en lo más mínimo de él, por sí mismos o por cualquier otro. Sin embargo, rápidamente se procedió a corregirlo y aumentarlo, y en consecuencia, toda la doctrina teológica de los padres fue sometida a cambio, como si, de hecho, se hubiera relevado una nueva propiedad con respecto a las tres Personas de la Bendita Trinidad.
  1. Al principio se encontró, clandestinamente, una entrada en las iglesias de occidente, “un lobo con piel de cordero”, esto es, bajo el significado, no de una procesión, según el significado griego en el Evangelio y en el Credo, sino bajo el significado de misión, como lo explicó el papa Martín al confesor Máximo, y como Atanasio el librero lo explicó a Juan VIII.
  1. Exhibe incomparables astucias, actuando sin autoridad, y forzadamente pone un falso sello en el Credo, que es la herencia común del cristianismo.
  1. Se introdujeron grandes disturbios en la paz de la Iglesia de Dios, y dividió a las naciones.
  1. Fue proscrito públicamente en su primera promulgación por los dos recordados papas, León III y Juan VIII, el último de los cuales, en su carta al bendito Focio, clasifica con Judas a los que primeramente introdujeron la interpolación en el Credo.
  1. Fue condenado por muchos santos concilios de los cuatro patriarcas de oriente.
  1. Fue sometido a anatema, como una novedad aumento del Credo, por el octavo Concilio Ecuménico, congregado en Constantinopla para la pacificación de las Iglesias de Oriente y Occidente.
  1. Tan pronto como fue introducido en las iglesias de occidente, produjo frutos desgraciados, trayendo con ellos, poco a poco, otras novedades, en su mayor parte contrarias al expreso mandato de nuestro Salvador en el Evangelio, mandato que hasta su entrada en las Iglesias, era observado cuidadosamente. Entre estas novedades deben ser numeradas la aspersión en vez del bautismo, la negación del cáliz divino a los laicos, la elevación del uno y mismo pan partido, el uso de panes ácimos sin levadura, en vez de pan real, el desuso de la bendición en las liturgias, incluso la invocación al Santísimo y Consagrante Espíritu, el abandono de los misterios apostólicos de la Iglesia, tales como no ungir a los niños bautizados, o el no recibirlos en la Eucaristía, la exclusión de los hombres casados al sacerdocio, la infalibilidad del papa, y su afirmación como vicario de Cristo, y similares. Así, esta interpolación condujo a la abolición del antiguo patrón apostólico de no menos que todos los misterios y toda la doctrina, un patrón que la antigua, santa y ortodoxa Iglesia de Roma guardaba, cuando era la parte más honrada de la Iglesia Santa Católica y Apostólica.
  1. Se expulsó a los teólogos de occidente, como sus defensores, pues no tenían base ni en la Escritura ni en los padres para consentir enseñanzas heréticas, no sólo en las malas interpretaciones de las Escrituras, cosa que no se observa en ninguno de los padres de la Iglesia, sino también en las adulteraciones de los sagrados y puros escritos de los padres, tanto de Oriente como de Occidente.
  1. Parecía extraño, insólito y blasfemo incluso para las comunidades cristianas de renombre, las cuales, antes de su origen, habían sido expulsadas por otras causas justas, durante años, del rebaño católico.
  1. Sin embargo, no ha sido aún plausiblemente defendidas fuera de las Escrituras, o con la menor razón fuera de los padres, por las acusaciones presentadas contra ellas, a pesar del empeño y esfuerzo de sus partidarios. La doctrina lleva todas las marcas del error que surge fuera de su naturaleza y peculiaridades. Toda doctrina errónea concerniente a la verdad católica de la Bendita Trinidad, y el origen de las divinas Personas, y la sustancia del Espíritu santo, es y será llamada herejía, y los que así la sostienen son considerados herejes, según la sentencia de San Dámaso, papa de Roma, que dice: “Si alguien justamente relaciona al Padre y al Hijo, y sin embargo no relaciona justamente al Espíritu Santo, es un hereje” (Catequesis de la Confesión de fe que el papa Dámaso envió a Paulino, obispo de Tesalónica). Por tanto, la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, siguiente los pasos de los santos padres, tanto de Oriente como de Occidente, proclamó según nuestros antiguos progenitores y nuevamente enseña hoy sinodalmente, que la llamada nueva doctrina del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo es esencialmente una herejía, y sus partidarios, quien quiera que sean, son herejes, según la declaración del papa San Dámaso, y que las congregaciones de estos también son herejes, y todas las comunión espiritual de adoración de los hijos ortodoxos de la Iglesia con tales es ilegal. Tal es la fuerza del sexto canon del tercer Concilio Ecuménico.

Artículo 6

Esta herejía, que se ha provisto de muchas innovaciones, como ya se ha dicho, apareció a mediados del siglo VII, al principio y secretamente, y luego bajo diferentes disfraces, en las provincias occidentales de Europa, hasta que poco a poco, arrastrándose durante cuatro o cinco siglos, obtuvo prioridad sobre la antigua ortodoxia de aquellos lugares, mediante la negligencia de los pastores y el consentimiento de los príncipes. Poco a poco, se extendió no sólo por las, hasta entonces, iglesias ortodoxas de España, sino también las alemanas, francesas e italianas, cuya ortodoxia una vez fue conocida por todo el mundo, que nuestros divinos padres, como el gran Atanasio y el divino Basilio, confirieron, y cuya simpatía y compañerismo con nosotros hasta el séptimo Concilio Ecuménico, preservaron inalterable la doctrina de la Iglesia Católica y Apostólica. Pero transcurrido el tiempo, por la envidia del maligno, las novedades respecto a la profunda doctrina ortodoxa del Espíritu Santo, cuya blasfemia no será perdonada a los hombres, ni en este mundo ni en el venidero, según lo dicho por nuestro Señor (Mateo 12:32), y otras que surgieron respecto a los divinos Misterios, particularmente la del bautismo salvador, la Santa Comunión, el sacerdocio, como prodigiosos nacimientos, cubrió incluso la antigua Roma; y así surgió, por aceptación de distinciones especiales en la Iglesia como una insignia y título, el papado. Algunos de los obispos de esta ciudad, estilizados de papas, como por ejemplo León III y Juan VIII, de hecho, como se ha dicho, denunciaron la innovación, y publicaron la denuncia al mundo, la primera por aquellas planchas plateadas, la última por su carta a San Focio en el Octavo Concilio Ecuménico, y otra a Sphendopulcrus, de manos de Metodio, obispo de Moravia. Sin embargo, la mayor parte de sus sucesores, los papas de Roma, atraídos por los privilegios anti sinodales ofrecidos a ellos por la opresión a las Iglesias de Dios, y encontrando en esto una gran ventaja mundana, “una gran ganancia”, y concibiendo una monarquía en la Iglesia Católica y un monopolio de los dones del Espíritu Santo, cambiaron la antigua adoración a voluntad propia, separándose a sí mismos a causa de las innovaciones, del antiguo sistema gubernativo cristiano recibido. Tampoco cesaron sus esfuerzos, mediante proyectos ilegales (como nos asegura verdaderamente la historia), para atraer a los otro cuatro patriarcas a su apostasía de la Ortodoxia, y así someter a la Iglesia Católica a los caprichos y ordenanzas de simples hombres.

Artículo 7

Nuestros ilustres predecesores y padres, con unánime labor y consejo, contemplando la doctrina evangélica recibida de los padres siendo pisoteada, y el manto de nuestro Salvador, tejido en las alturas, siendo desgarrado por las manos de los inicuos, y estimulados por el amor paternal y fraternal, se lamentaron por la desolación de los cristianos por los que Cristo murió. Dispusieron un gran celo y ardor, tanto individual como sinodalmente, para que siendo salvada la doctrina ortodoxa de la Santa Iglesia Católica, pudieran tejer juntos, tanto como fueran capaces, lo que había sido dividido, y como los médicos reconocidos, se consultaron para salvar el miembro que sufre, padeciendo muchas tribulaciones, desprecios y persecuciones, si felizmente el Cuerpo de Cristo no fuera dividido, o las definiciones de los divinos y augustos Concilios no tuvieran ningún efecto. Pero la historia veraz nos ha transmitido la inexorabilidad de la perseverancia occidental en el error. Estos hombres ilustrados probaron, de hecho, en este punto, la verdad de las palabras de nuestro santo padre, el sublime Basilio, cuando dijo, por experiencia, con relación a los obispos occidentales, y particularmente del papa: “Ni conocen la verdad ni perseveran en aprenderla, luchando contra los que les exponen la verdad, y se afanan en su herejía” (a Eusebio de Samosata). Así, después de una primera y segunda admonición fraternal, conociendo su impenitencia, y sacudiéndolos para esquivarlos del error, los entregaron a su mente reprobada. “La guerra es mejor que la paz, al margen de Dios”, como dijo nuestro santo padre Gregorio, que se refería a los arrianos. Desde entonces, no ha habido comunión espiritual entre nosotros y ellos, porque ellos cavaron un profundo abismo con sus propias manos entre la Ortodoxia y ellos mismos.

Artículo 8

Sin embargo, el papado no ha cesado en este hecho de perturbar la paz de la Iglesia de Dios, sino que envía por todo el mundo a los llamados misioneros, hombres de mente reprobada, que abarcan la tierra y el mar para hacer un prosélito, para engañar a uno de los ortodoxos, para corromper la doctrina de nuestro SEÑOR, para adulterar, por añadidura, el credo divino de nuestra santa fe, para hacer superfluo el Bautismo que Dios nos dio, la comunión del Cáliz sin eficacia sagrada, y un millar de otras cosas que el demonio de la novedad dictó a los temerarios escolásticos de la Edad Media y a los obispos de la vieja Roma, atreviéndose a todo mediante la lujuria del poder. Aunque nuestros benditos predecesores y padres, en su piedad, procesaron y persiguieron de muchas formas y medios, tanto dentro y fuera, directa e indirectamente “aun confiando en el Señor”, fueron capaces de salvar y transmitirnos esta inestimable herencia de nuestros padres, que también nosotros, con la ayuda de Dios, transmitiremos como un gran tesoro a las generaciones futuras, incluso hasta el fin del mundo. Pero a pesar de esto, los papistas no cesan hoy, ni cesarán, según su costumbre, de atacar la Ortodoxia, un constante reproche que ponen ante sus ojos, siendo desertores de la fe de nuestros padres. Ojalá hubieran hecho estas agresiones contra la herejía que se extendió y dominó en Occidente. Pues quien duda de que su celo por derrumbar la Ortodoxia hubiera sido empleado para derrumbar la herejía y las novedades, celo aceptable a los amorosos consejos de León III y Juan VIII, gloriosos y últimos papas ortodoxos, tiempo atrás, ningún rastro de esto habría sido recordado bajo el sol, y ahora estaríamos diciendo las mismas cosas, según la promesa apostólica. Pero el celo de los que les sucedieron no fue para proteger la fe ortodoxa, conforme al celo digno de recordar que había en León III, ahora entre los benditos.

Artículo 9

Hasta cierto punto, las agresiones de los últimos papas en su propias personas cesaron, y fueron llevadas a cabo sólo por medio de los misioneros. Pero recientemente, Pío IX, convirtiéndose en obispo de Roma y proclamado papa en 1847, el seis de enero publicó, en ese presente año, una encíclica dirigida a los orientales, consistente en doce páginas en griego, que su emisario diseminó, como una plaga que viene de fuera, en nuestra fe ortodoxa. En esta encíclica, se dirigía a quienes, en diferentes tiempos, han destacado en diversas comunidades cristianas, y abrazaron el papado, y por supuesto son favorables a él, extendiendo sus argumentos también a la Ortodoxia, ya sea de forma particular o sin nombrarla, y citando a nuestros divinos y santos padres, manifiestamente los calumnia a ellos y a nosotros, sus sucesores y descendientes: ellos, como si admitieran fácilmente los mandatos papales y sus escritos sin cuestionarlos porque lo que emiten los papas es la guía de la Iglesia universal. De nosotros, dicen que transgredimos este ejemplo y en consecuencia nos acusan, ante el rebaño que Dios nos ha confiado, de habernos separado de ellos y no tener en cuenta nuestro deber sagrado y de la salvación de nuestros hijos espirituales. A continuación, haciendo de la Iglesia universal su bien personal bajo el pretexto que ocupa, como queriendo jactarse de la sede episcopal de San Pedro, quieren engañar a los simples e incitarlos a renegar de la Ortodoxia, añadiendo estas palabras extrañas para cualquiera que conozca la enseñanza teológica: “No tenéis ninguna razón para no regresar al seno de la Iglesia verdadera y a la comunión de esta santa sede”.

Artículo 10

Cada uno de nuestros hermanos e hijos en Cristo, educado e instruido en la piedad, comprenderá fácilmente leyendo con discernimiento y a la luz de la sabiduría recibida de Dios, que las palabras del actual obispo de Roma, con el mismo título que las de sus predecesores, no son, como dice, palabras de paz y amor, sino palabras de burla y lisonja, que no tienen otro fin que su propia glorificación; y tal era la costumbre de sus predecesores que siempre actuaron despreciando los Concilios. Por eso, estamos seguros de que los ortodoxos no se dejarán ya seducir en futuro, como tampoco lo han sido hasta ahora, pues justa es la palabra del Señor: “ Mas al extraño no le seguirán, antes huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños” (Juan 10:5, Straubinger).

Artículo 11

Por tanto, hemos creído nuestro deber paterno y sagrado el reafirmaros, por la presente encíclica, en la Ortodoxia que recibís de vuestros ancestros y señalaros a la vez, la debilidad de los razonamientos del obispo de Roma. Por lo demás, debe sentirlo muy bien él mismo. Pues no es una confesión apostólica la que orna su sede, sino que por esta sede apostólica intenta reafirmar su preeminencia con la que deduce la autoridad de su confesión. Ahora bien, la realidad es otra: no sólo la sede de Roma, a la que no reconocemos más que por simple tradición el haber recibido el primado de San Pedro, ha estado nunca en situación de ser juzgada por las santas Escrituras y las decisiones de los Concilios. Este derecho nunca ha sido reconocido incluso a la sede que, según las santas Escrituras, ha sido principalmente la de San Pedro, a saber, la sede de Antioquía, cuya Iglesia, según el testimonio de San Basilio (Carta 48 a San Atanasio el Grande), es llamada: “La más importante de todas las Iglesias del universo”. Es decir, el Segundo Concilio Ecuménico, en su carta al Concilio de los occidentales (A los honorables y piadosos hermanos Dámaso, Ambrosio, Britón, Valeriano, etc), trae el testimonio siguiente: “La venerable y verdadera Iglesia apostólica que está en Antioquía y Siria y que en su seno vio nacer la gloriosa denominación de cristianos”. ¿Hay necesidad de decir algo más, a parte de que San Pedro fue juzgado en persona frente a todos según “la verdad del Evangelio”, y según el testimonio de las Escrituras, fue encontrado digno de censura, no caminando en la vía estrecha? ¿Qué es necesario, pues, pensar de los que se enorgullecen y se jactan de la sede que imaginan poseer? San Basilio el Grande, este maestro universal de la Ortodoxia en el seno de la Iglesia Católica, al que los obispos de Roma están obligados a citarnos, nos ha citado claramente la opinión que deberíamos tener de los juicios del inaccesible Vaticano (cf. el artículo 7): “No conocen la verdad y afirman la herejía”. Así, pues, estos mismos santos padres que “Su Santidad” nos cita como ejemplo con una justa admiración, como habiendo él iluminado y enseñado a occidente, estos santos padres nos enseñan que no conviene juzgar la Ortodoxia según la sede, sino que la sede y el que la ocupa debe ser juzgado según las divinas Escrituras, las reglas y las decisiones de los Concilios según la fe confesada, dicho de otra forma, según la enseñanza eterna de la Iglesia. Así es como nuestros padres juzgaron y condenaron en Concilio a Honorio, papa de Roma, Dióscoro, papa de Alejandría, Macedonio y Nestorio, patriarcas de Constantinopla, Pedro, patriarca de Antioquía, etc. Pues si, siguiendo el testimonio de las Escrituras (Daniel 9:27 y Mateo 24:15), “la abominación de la desolación”, estaba en el lugar santo, ¿por qué la innovación y la herejía no estarían en la santa Sede? Este ejemplo solo, muestra toda la debilidad y la insuficiencia de los demás argumentos, a favor de la supremacía del obispo de Roma. Pues si la Iglesia no hubiera sido fundada sobre la roca inquebrantable de la confesión de Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios Vivo” (que fue una respuesta común de todos los apóstoles a la pregunta que les era puesta: “Y según vosotros, ¿quién soy Yo?” (Mateo 16:15), según la explicación de todos los padres de Oriente y Occidente), Pedro mismo sería un fundamento muy débil, y con mayor razón los papas, que después de haberse apropiado de las llaves del Reino, hicieron el uso de ellas como nos lo muestra la historia. En cuanto a la triple conminación: “apacienta mis ovejas”, nuestros padres comunes enseñan unánimemente que no se trataba de una prerrogativa cualquiera concedida a San Pedro con respecto a los otros apóstoles, y aún menos a sus sucesores, sino simplemente su rehabilitación en la dignidad apostólica, de la cual había caído tras su triple negación. San Pedro mismo comprendió exactamente así el sentido de la triple interpelación del Señor: “¿Me amas?”, y de las palabras, “¿Mas que los otros?” (Juan 21:15), pues recordaba sus palabras al Señor: “Aunque todos se escandalizaren de Ti, yo no me escandalizaré jamás” (Mateo 26:33, Straubinger), se afligió de ser preguntado por tercera vez: “¿Me amas?”. Pero sus sucesores, persiguiendo su propio fin, comprenden estas palabras en un sentido que no les es más que demasiado favorable.

Artículo 12

“Su Santidad” dice incluso que nuestro Señor dijo a San Pedro: “Pero Yo he rogado por ti, a fin de que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:32, Straubinger). La oración de nuestro Señor no fue proferida en razón de que el maligno buscara tentar la fe de los discípulos: el Señor no se lo permite más que con respecto a Pedro, a causa de las palabras presuntuosas que había pronunciado, y porque se sentía superior a los otros discípulos: “Aunque todos se escandalizaren de Ti, yo no me escandalizaré jamás” (Mateo 26:33, Straubinger), pero esta tentación fue momentánea, cuando “se puso a echar imprecaciones y a jurar: ‘Yo no conozco a ese hombre’” (Mateo 26:74, Straubinger), pues tan débil es la naturaleza humana cuando nos entregamos a ella, pues “El espíritu, dispuesto está, mas la carne, es débil” (Mateo 24:41, Straubinger); su tentación, decimos, fue momentánea a fin de que, vuelto en sí y habiéndose purificado por lágrimas de arrepentimiento, pudiera confirmar mejor a sus hermanos en la confesión de Aquel al que ellos no habían ni traicionado, ni renegado. ¡Oh, los designios del Señor están llenos de sabiduría! ¡Cuán abundante y divina en misterios fue la última noche terrestre de nuestro Señor! Esta misma cena mística se cumple, según lo creemos, cada día conforme a la palabra del Señor: “Haced esto en memoria mía” (Lucas 22:19, Straubinger), y en otro lugar: “Porque cuantas veces comáis este pan y bebáis el cáliz, anunciad la muerte del Señor hasta que Él venga” (1ª Corintios 11:26, Straubinger). El amor fraterno que nos ha sido ordenado con tanta insistencia por nuestro Maestro a todos: “En esto reconocerán todos que sois discípulos míos, si tenéis amor unos para otros” (Juan 13:35, Straubinger), este amor que los papas, como los primeros, han roto protegiendo y aceptando las innovaciones heréticas, despreciando lo que nos ha sido anunciado y confirmado por las disposiciones de nuestros padres comunes, este mismo amor que obra en las almas de los pueblos cristianos y particularmente sobre la de sus pastores. Pues osamos decir ante Dios y ante los hombres que la oración de nuestro Salvador a Dios, Su Padre, pidiendo que el amor reine entre los cristianos y los mantenga en la Iglesia Una, Santa Católica y Apostólica en la que creemos, “para que sean uno como nosotros somos Uno” (Juan 17:22, Straubinger), esta oración obra sobre nosotros como sobre “Su Santidad”; aquí, nuestra aspiración al amor fraterno y nuestro celo se confunden con los de Su Santidad, con la única diferencia de que nosotros aplicamos este celo para preservar puro e intacto el divino, irreprochable y perfecto símbolo de la fe cristiana conforme al Evangelio, a las decisiones de los Siete Concilios Ecuménicos y a la doctrina ininterrumpida de la Iglesia Universal, mientras que “Su Santidad” lo aplica reforzando y aumentando el poder y la supremacía de los soberanos pontífices e imponiendo sus innovaciones doctrinales. Tal es, en pocas palabras, la realidad de las disensiones y de la discordia entre nosotros, tal es el muro de separación que, según la predicación divina y con el concurso de la sabiduría tan reclamada por “Su Santidad”, esperamos ver surgir bajo su pontificado: “Y tengo otras ovejas que no son de este aprisco. A esas también tengo que traer; ellas oirán mi voz” (Juan 10:16, Straubinger) (escucharán la verdad: “Que procede del Padre”). Volvamos al tercer punto: si admitimos, conforme a las palabras de “Su Santidad”, que la oración de nuestro Señor a favor de Pedro, que iba a renegarlo y a perjurarse, está íntimamente ligada a la sede de Pedro y que transmite su influencia a todos los que, durante los siglos, ocupan esta sede, aunque ya hemos dicho ya que nada confirma tal opinión (como podemos convencernos leyendo las Escrituras, por el propio ejemplo de San Pedro, y esto mismo tras el descenso del Espíritu Santo), creemos firmemente, en virtud de las palabras del Señor, que llegará el tiempo en el que esta oración, hecha en previsión del perjurio de Pedro, obrará sobre uno de sus sucesores que, como él, llorará amargamente y, arrepintiéndose, nos confirmará aún más, a nosotros sus hermanos, en la confesión ortodoxa que hemos recibido de nuestros padres. Pluga al cielo que “Su Santidad” fuera este auténtico sucesor de San Pedro. ¿Podríamos añadir a esta humilde oración un consejo sincero y cordial al nombre de la Santa Iglesia Universal? No osamos decir, como lo hace “Su Santidad”, que este regreso deba hacerse inmediatamente; por el contrario, decimos que esto se haga sin premura, después de una reflexión madura y si es necesario, tras un concierto con los obispos y los teólogos más sabios y más piadosos que, incluso hoy, por los designios de Dios, se encuentran en todos los pueblos de Occidente.

Artículo 13

“Su Santidad” escribe que San Irineo, obispo de Lyon, dice de la alabanza a la Iglesia de Roma: “Es indispensable que toda la Iglesia, es decir, los creyentes de todo el universo, concuerden con ella a causa de la preeminencia de esta Iglesia que ha preservado, sobre todo lo que cree el conjunto de los fieles, la tradición de los apóstoles”. Aunque este santo padre diga otra cosa distinta a lo que piensen los obispos del Vaticano, las dejamos libres para sus conclusiones, pero solamente les preguntamos: ¿quién niega el hecho de que la antigua Iglesia de Roma haya sido apostólica y ortodoxa? Nadie entre nosotros duda incluso en exponer el modelo de su Ortodoxia, y por su gran alabanza citaremos las palabras del historiador Sozomeno sobre la forma en la que pudo, en otra época, preservar la Ortodoxia, la cual “Su Santidad” omite señalar: “La Iglesia de Occidente, conservando en su pureza los dogmas transmitidos por nuestros padres, está exenta de toda disensión y de vana discusión” (Libro III, cap. 12). ¿Quién de nosotros o de nuestros padres, ha negado nunca su primacía en el orden jerárquico, conferido por los cánones de la Iglesia, en tanto que “conserva en su pureza los cánones transmitidos por nuestros padres”, y que se dejaba guiar por la doctrina infalible de las Santas Escrituras y los Concilios? Pero hoy constatamos que no ha preservado ni el dogma de la Santa trinidad siguiendo el Símbolo de los santos padres reunidos por primera vez en Nicea y luego en Constantinopla, Símbolo que fue confirmado por los cinco Concilios siguientes sometiendo a anatema, como herejes, a los que modificaran incluso una sola “i”. No ha preservado el rito apostólico del santo bautismo, ni la invocación al Espíritu Santo sobre los Santos Dones. Observamos por el contrario que la Eucaristía es conferida sin que se comulgue del santo cáliz que es (¡oh, error!) considerado como superfluo, así como una multitud de otras cosas desconocidas no solo de nuestros santos padres de Oriente, que en todo tiempo fueron la regla universal e infalible de la Ortodoxia, como lo subraya “Su Santidad” con respecto a la verdad, sino igualmente desconocidas a los santos padres de Occidente. Observamos incluso esta primacía, por la que “Su Santidad”, a semejanza de sus predecesores, combate con todas sus fuerzas y que, de una relación fraterna y de prerrogativa jerárquica, se ha transformado en supremacía. ¿Qué pensar de sus tradiciones orales cuando sus tradiciones escritas presentan tan gran cambio y tal alteración? ¿Quién es el hombre tan confiado en la dignidad de la sede apostólica para osar decir que, si nuestro santo padre Irineo volviera a la vida y viera a la Iglesia de Roma faltar de forma tan manifiesta a la antigua doctrina apostólica en artículos tan esenciales y universales de la fe cristiana, no sería el primero en alzarse contra las innovaciones y los decretos arbitrarios de esta misma Iglesia, tan justamente alabada entonces por él, por su estricta observación de los dogmas de nuestros padres? Si viera, por ejemplo, que la Iglesia romana, por instigación de los escolásticos, no solamente ha rechazado del rito de su liturgia la antigua y apostólica epíclesis, mutilando así lamentablemente el servicio divino en su parte más esencial, sino que entre otras cosas se esfuerza por todos los medios por extirparla de las liturgias de las demás comunidades cristianas alegando, de forma tan indigna de la Santa Sede de la que se gloría, que este uso habría sido “introducido después de la separación”. Qué habría dicho él, pues, de esta innovación, si nos asegura que: “Después de cumplirse sobre el pan terrestre la invocación de Dios, ya no es pan ordinario”, (Irineo, Libro V, cap. 34, ed. Massuet), etc, entendiendo con el término “ekklisin” precisamente esta invocación por la que se obra el misterio de la Liturgia. Que tal era la creencia de San Irineo, nos lo enseña un monje católico de la orden de los Hermanos menores, Francisco Ardendus, en su edición comentada de las obras de San Irineo, publicada en 1639: “Panem et calycem commixtum per invocationis verba habeas et sanguinem Christi vere fiere” (“el pan de la Eucaristía y el vino mezclado con agua se convierten verdaderamente, por las palabras de la invocación, en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo). Qué diría incluso sobre el anuncio del vicariato y de la supremacía de los papas, pues con ocasión de una diferencia mínima sobre la fecha de la celebración de la Pascua, y con demostraciones tan firmes y victoriosas, se opuso al tono imperioso del papa Víctor, tono igualmente desplazado en la Iglesia libre de Jesucristo (Eusebio, Historia Eclesiástica, V, 26). Así, este mismo padre al que “Su Santidad” evoca como testimonio de la primacía de la Iglesia de Roma, confirma que su dignidad no reside ni en su soberanía ni en su supremacía, que nunca ha sido la exclusividad de San Pedro, sino más bien una precedencia fraterna en el seno de la Iglesia universal concedida a los papas por consideración a la celebridad y la antigüedad de su ciudad. Así es como el Cuarto Concilio Ecuménico, preservando la independencia de las Iglesias regulada por el Tercer Concilio Ecuménico, siguiendo los principios del Segundo Concilio Ecuménico (canon 3) y este del Primer Concilio Ecuménico (canon 6), llama solamente “costumbre” el poder dirigente de los papas sobre las Iglesias de Occidente y declara que “los padres han atribuido con razón privilegios a la Iglesia de Roma, porque esta ciudad era la capital del imperio” (Canon 28), y no dice ninguna palabra sobre la filiación correspondiente al apóstol Pedro que se apropian los papas e incluso menos sobre el vicariato de los obispos de Roma y su pastoreo universal. Tan profundo silencio sobre prerrogativas tan importantes, una interpretación de la primacía de los obispos de Roma, fundado no sobre las palabras: “Apacienta mis ovejas”, o incluso “sobre esta roca edificaré mi Iglesia”, sino simplemente sobre una costumbre con relación a la capital del imperio y a una primacía, además, concedida, no por el Señor, sino por los padres, parecerá, ciertamente en algunos, tanto más extraña a “Su Santidad”, que explica de tal forma sus prerrogativas, y que considera decisivo el testimonio del Cuarto Concilio Ecuménico a favor de su sede. San Gregorio el Grande tenía costumbre de decir que estos Cuatro Concilios Ecuménicos eran los cuatro Evangelios y la piedra angular sobre la que estaba edificada la Iglesia universal.

Artículo 14

“Su Santidad” dice que los corintios, con ocasión de un desacuerdo que surgió en ellos, acudieron al papa Clemente, el cual, después de haber juzgado este asunto, les envió una carta que fue leída en todas las Iglesias. Pero este es un argumento muy débil en cuanto a la autoridad de los papas en la Casa de Dios: puesto que Roma era entonces el centro de dirección, la capital imperial, era natural que todos, aunque fueran de poca importancia, como lo era este desacuerdo entre los corintios, fuera juzgado en esta ciudad, sobre todo si una de las partes quería someter la diferencia a un mediador extranjero. Sucede lo mismo aún en nuestros días. Los patriarcas de Alejandría, Antioquía y de Jerusalén, para asuntos que salen de lo ordinario y son difíciles de desenredar, escriben al patriarca de Constantinopla, porque esta ciudad era la capital de los emperadores y poseía, además, privilegios concedidos por los Concilios. Si, por este concurso fraterno, lo que debe ser rectificado, lo es, el asunto termina ahí; si no, se remite a un poder temporal, según la regla. Pero este concurso fraterno en los asuntos de la fe cristiana no se ejerce nunca en detrimento de la libertad de las Iglesias de Dios. Lo mismo debe ser hecho a propósito de los ejemplos presentados por “Su Santidad”, y tomados de la vida de los santos Atanasio el Grande y Juan Crisóstomo; esos son ejemplos de una ayuda fraterna normal derivada de los privilegios de los obispos de Roma, Julio e Inocencio; sin embargo, sus sucesores querrían hoy que aceptáramos dócilmente su alteración del Símbolo de la fe mientras que el mismo papa Julio había manifestado su irritación en el encuentro con los que, en su tiempo, “turbaban la Iglesia derogando los dogmas de Nicea” (Sozomeno, Historia Eclesiástica, Libro III, 7), y había amenazado con “no tolerarlos más si no cesaban de introducir sus innovaciones”. En el asunto de los corintios, es necesario señalar, además, que de las tres sedes patriarcales que existían entonces, la de Roma era la más próxima y la más importante para los corintios, y por eso, era a esta sede a la que debían, conforme a los cánones, dirigirse. Así pues, no vemos ahí nada particular que pueda demostrar la autoridad absoluta de los papas en la Iglesia libre de Dios.

Artículo 15

“Su Santidad” dice que el Cuarto Concilio Ecuménico (que por error, sin duda, transporta de Calcedonia a Cartago) tras la lectura de la carta del papa León I, exclama: “Pedro habló por boca de León I”. Es perfectamente exacto. Pero “Su Santidad” no debería silenciar cómo y tras cual madura reflexión pronunciaron los padres estas palabras de alabanza a León. Pero como “Su Santidad”, preocupado quizá por abreviar, ha omitido señalar una circunstancia de las más importantes, probando a placer que el concilio ecuménico es superior en dignidad no solamente al papa, sino también al sínodo que lo rodea, vamos a exponer brevemente el asunto tal y como tuvo lugar realmente. Entre los seiscientos padres reunidos en Calcedonia, cerca de doscientos de entre los más sabios fueron designados para el Concilio, a fin de examinar el espíritu y la letra de la carta en cuestión (de León) y presentar por escrito y provisto de su firma, su consejo sobre este documento, y de decir si es o no ortodoxo. Así, las opiniones motivadas de más de doscientos padres se encuentran consignadas en el epílogo de la cuarta sesión del Concilio. Su contenido es el siguiente; he aquí, por ejemplo, el parágrafo 600: “Máximo, obispo de Andoquia en Siria, dice: ‘la carta del venerable arzobispo de la ciudad capital de roma es conforme a la doctrina de la fe expuesta por los 318 santos padres de Nicea, por los 150 padres reunidos en Constantinopla, Nueva Roma, y por el santo obispo Cirilo, en Éfeso, en virtud de lo cual, firmo’”. Y nuevamente: “Teodoreto, obispo de Ciro, dice: ‘la carta del venerable arzobispo León es conforme a la doctrina expuesta en Nicea por nuestros santos y venerables padres y al símbolo de la fe dictado en Constantinopla por los 150 padres y con las cartas del venerable Cirilo; aprobando la mencionada carta, firmo’”.
Y así, uno tras otro, todos declaran: “La carta es conforme”, “La carta está de acuerdo”, “Por su pensamiento, la carta no contradice”, etc. Tras haber sido minuciosamente comparada con los informes de los concilios precedentes y a causa de la perfecta Ortodoxia de su pensamiento, y no por la simple razón de que fuera una carta del papa, estos padres profirieron, sin proponer alabanzas, estas memorables palabras de las que su santidad se vanagloria hoy. Pero si su santidad nos enviara una confesión de fe conforme a la doctrina de los siete concilios ecuménicos, en vez de enorgullecerse de la piedad de sus predecesores, a quienes nuestros padres rindieron homenaje en Concilio, podría, con justo título, enorgullecerse de su ortodoxia, y en vez de proclamar la gloria de sus predecesores, podría mostrar la suya propia. Si hoy mismo, su santidad quisiera enviarnos una profesión de fe de forma que los 200 padres, después de haberla examinado, la encontraran conforme a los concilios anteriores, podría, según afirmamos, escuchar de nosotros, humildes pecadores, no solamente estas palabras: “Pedro ha hablado por su boca”, y otras alabanzas semejantes, sino incluso: “Besamos la venerable mano que ha enjugado las lágrimas de la Iglesia Católica”.

Artículo 16

Ciertamente, está permitido esperar, de la sabiduría de su santidad, una obra que sea digna de un verdadero sucesor de San Pedro, de León I o de León III que, para preservar intacta la fe ortodoxa haga grabar el divino símbolo inalterado sobre tablas indestructibles; tal obra permitiría la reunificación de las Iglesias de Occidente a la Santa Iglesia Católica, en cuyo seno quedan vacantes, no solo la sede de su santidad, primera según los cánones, sino incluso todas las sedes de los obispos de Occidente. Pues la Iglesia Católica, esperando siempre la conversión de los pastores caídos con sus rebaños, no ordena (pues tales actos estarían vacíos de sentido) de nuevo a los obispos sobre las sedes ya ocupadas por otros, a fin de no degradar el sacerdocio. Y aguardaríamos precisamente “palabras de consuelo”, esperando que nos permitieran “reintegrar los rastros antiguos de nuestros padres”, así como lo escribía San Basilio a San Ambrosio de Milán (Carta 55). Pero grande fue nuestra estupefacción cuando, leyendo la mencionada Encíclica a los Orientales, vimos con dolor y tristeza a “Su Santidad”, tan jactancioso por su sabiduría, seguir la vía elegida por sus predecesores desde la separación y hablar el lenguaje de la corrupción, es decir, ordenándonos modificar el símbolo perfecto de nuestra fe fijada por los Concilios Ecuménicos, alterar las santas liturgias cuya composición es celestial, los nombres de sus autores y la venerable antigüedad consagrada por el Séptimo Concilio Ecuménico (Artículo 6) que habrían podido, por sí solos, hacer retroceder la mano sacrílega e impía que osó golpear al Señor de la gloria. Hemos podido constatar así, en qué intrincado laberinto de errores y en qué abismo de falsas especulaciones ha echado el papismo incluso a los más sabios y piadosos obispos de la Iglesia romana, cuando, para “preservar el infalible, y en consecuencia, obligatorio poder vicarial y la primacía absoluta sobre todos los temas”, está obligado a alcanzar y atentar contra todo lo que es divino e intangible, mostrando, verdaderamente, con palabras, respeto por la “venerable antigüedad”, pero alimentando, en realidad, una implacable pasión por las innovaciones en materia de cosas santas, como se ve en estas palabras: “Es necesario rechazar de las liturgias todo lo que haya sido adoptado después de la separación”, esparciendo así el veneno de la innovación hasta incluso sobre la Santa Cena. De estas palabras se podría deducir que “Su Santidad” piensa que ha llegado a la Iglesia Ortodoxa lo que sabe que llegó a la Iglesia romana, es decir, modificaciones en todos los sacramentos y su alteración por las especulaciones escolásticas, por las que intenta probar las imperfecciones de nuestras santas liturgias, de nuestros sacramentos, de nuestros dogmas, incluso si es que habla con respeto de su venerable antigüedad. De la misma ignorancia sobre nuestras costumbres apostólicas y católicas es de donde proviene esta otra aserción: “No habéis podido guardar entre vosotros la unidad de doctrina y de gobierno eclesiástico”, por la que “Su Santidad”, de forma extraña, nos atribuye su propia enfermedad, del mismo modo que, anteriormente, el papa León IX, en una carta a Miguel Cerulario, de bienaventurada memoria, acusó con desprecio su dignidad y la historia, acusando a los griegos de haber alterado el símbolo de la Iglesia Católica.
Pero estamos seguros de que si “Su Santidad” recuerda la arqueología y la historia eclesiástica, la doctrina de los santos padres, las antiguas liturgias de la Galia y de España, así como el antiguo breviario de la Iglesia de Roma, verá entonces con asombró cuantas otras estupideces siempre existentes ha dado a luz el papismo en Occidente, mientras que en nosotros, la Ortodoxia ha preservado a la Iglesia Católica como una novia inmaculada para Su Esposo, aunque no poseamos ningún poder secular para sostenernos, ni, como lo llama “Su Santidad”, ningún “gobierno eclesiástico”. No tenemos otro lazo más que el del amor y el celo por nuestra madre común, en la unidad de la fe “sellada por los siete sellos del Espíritu” (Apocalipsis 5:1), es decir, los Siete Concilios Ecuménicos, y en la obediencia a la verdad. Por el contrario, “Su Santidad” constatará entonces cuán “necesario es rechazar dogmas y sacramentos del papado”, pues son “mandamientos humanos”, a fin de que la Iglesia de Occidente, que ha hecho innovaciones en todo, pueda acercarse a la inmutable fe católica ortodoxa de nuestros padres comunes, por la cual (según sus propias palabras), nos esforzamos “por conservar la doctrina de nuestros ancestros”; también hace bien en recomendarnos “seguir a los antiguos obispos y a los fieles de las diócesis de Oriente”. ¿Cómo comprenderían estos antiguos obispos la autoridad magistral de los arzobispos de la antigua Roma (y en consecuencia qué idea debemos hacernos de ellos), y cómo debemos recibir su enseñanza, nosotros, hijos de la Iglesia Ortodoxa? La respuesta nos la dan en el Concilio (artículo 15) y el divino Basilio nos la ha explicado claramente (artículo 7). Por lo que respecta a la supremacía de los obispos romanos, y para no entrar en un estudio demasiado detallado, contentémonos con reproducir algunas palabras del mismo San Basilio el Grande: “Quería escribir a ‘su’ líder”.

Artículo 17

De todo lo que precede, toda persona educada en la sana doctrina católica, y con mayor razón “Su Santidad”, puede concluir cuán impío y contrario a los cánones es el atentar contra nuestros dogmas, liturgias, y otros actos sagrados cuyo origen se remonta a la misma predicación cristiana en sí misma y que siempre han estado rodeados de respeto y considerados como inviolables, incluso por los antiguos papas ortodoxos, que lo poseían entonces todo en común con nosotros. Por el contrario, cuán digno y saludable sería rectificar las innovaciones cuya época de aparición nos es conocida y contra las que nuestros padres de bienaventurada memoria, en cualquier tiempo, se habrían alzado. Hay otras razones por las que “Su Santidad” podría realizar sin pena tales reformas. En principio, todos nuestros cánones, dogmas, ya eran antaño venerados también por los occidentales, que poseían las mismas prácticas religiosas y confesaban el mismo Símbolo. Aunque las innovaciones eran desconocidas para nuestros padres, no pueden ser demostradas por escritos, incluso de los padres ortodoxos de Occidente, y no encuentran justificación, ni en cuanto a su antigüedad, ni a su universalidad. A continuación, ni los patriarcas, ni los Concilios han introducido nunca ninguna innovación alguna, pues, en nosotros, el guardián de la fe, es el cuerpo de la Iglesia, es decir, el pueblo mismo, que viene a preservar su fe inmutable y conforme a la de sus padres, como pudieron convencerse numerosos papas y patriarcas latinizantes que, desde la separación, nunca han conseguido llevar a cabo sus tentativas. Mientras que en la Iglesia de Occidente han canonizado, a veces sin pena, a veces usando la violencia, numerosas innovaciones “por economía”, como lo decían a nuestros padres para justificarse, cuando en realidad creaban confusión en el Cuerpo de Cristo; así mismo, y esta vez, efectivamente “por economía”, el papa podría zurcir, no solamente “las costuras”, sino la túnica desgarrada del Salvador y restablecer las venerables prácticas religiosas antiguas, solo “susceptibles para preservar la piedad”, como lo dice “Su Santidad”, y por las cuales pretende tener la veneración con el mismo título que sus predecesores, recordando las palabras memorables de uno de ellos (Celestino, durante el Tercer Concilio Ecuménico): “Que cese de alzarse la innovación contra la antigüedad”. ¡Que la infalibilidad de los papas que no deja de ser confesada, sirva, nada más que en ella, la Iglesia “Católica”. Un papa tan grande por la sabiduría, la piedad y el celo por la unidad cristiana en la Iglesia universal como lo es Pío IX según sus propias palabras puede, verdaderamente, encontrar en tal empresa, innumerables obstáculos y dificultades procedentes de todas partes. Pero sobre este punto debemos llamar la atención de “Su Santidad”, y que nos perdone por esta audacia, sobre este pasaje de su carta: “En todo lo que respecta a la confesión de la santa religión, no hay mal que no se deba soportar para gloria de Cristo y con la mira en la remuneración de la vida eterna”. Es, pues, deber de “Su Santidad” probar ante Dios y los hombres que, tomando la iniciativa de una empresa agradable a Dios, es también un defensor celoso de las verdades perseguidas del Evangelio y de los Santos Concilios y que está listo para hacer el sacrificio de sus propios intereses a fin de aparecer, conforme a las palabras del profeta Isaías: “Soberano en la paz, y pontífice en la justicia”. ¡Que así sea!. Pero esperando este regreso tan deseado de las Iglesias separadas del Cuerpo de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica de la que “Cristo es la cabeza” (Efesios 4:15) y de cada uno de nosotros, sus miembros, toda tentativa o exhortación de su parte, que tienda a alterar la fe irreprensible que nos viene de nuestros padres, debe ser tenida por nosotros, no solo por sospechosa y peligrosa, sino incluso como impía y funesta para el alma y debe ser, a justo título, condenada en Concilio. La carta Encíclica a los Orientales, del obispo de Roma Pío IX está al alcance de semejante condenación y la proclamamos como tal en la Iglesia Ortodoxa.

Artículo 18

Por eso, amados hermanos y cooperadores de nuestra humildad, con ocasión de la publicación de la mencionada encíclica y tras nuestra decisión patriarcal y conciliar, pensamos presentemente y más que nunca que es nuestro deber absoluto velar en que ninguno quede fuera del lazo sagrado de la Iglesia Ortodoxa Católica, nuestra santa Madre, y recordar cotidianamente a nuestro propio recordatorio, y pediros que meditéis en las palabras y exhortaciones de San Pablo a nuestros predecesores reunidos en Éfeso: “Mirad, pues, por vosotros mismos y por toda la grey, en la cual el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la Iglesia del Señor, la cual Él ha adquirido con su propia sangre. Yo sé que después de mi partida vendrán sobre vosotros lobos voraces que no perdonarán al rebaño. Y de entre vosotros mismos se levantarán hombres que enseñen cosas perversas para arrastrar en pos de sí a los discípulos. Por tanto velad” (Hechos 20:28-31, Straubinger). Habiendo escuchado estas admoniciones divinas, nuestros padres vertieron lágrimas abundantes y, echándose al cuello de Pablo, lo abrazaron. Así mismo debemos hacer nosotros; escuchemos su enseñanza y echémonos con el pensamiento a su cuello, y con lágrimas en los ojos, consolémosle por nuestra firme promesa de que nunca nadie llegará a separarnos del amor de Jesucristo; nunca nadie nos alejará de la doctrina evangélica; nunca nadie nos separará lejos de la línea trazada por nuestros padres, así como nunca nadie pudo seducirlos, a pesar de todos los esfuerzos desplegados, en diversas épocas, por hombres enmudecidos por el tentador, a fin de que, habiendo alcanzado el objetivo de nuestra fe, es decir, la salud de nuestras almas y el rebaño espiritual en el que el Espíritu Santo nos ha establecido como pastores, podamos escuchar al Señor decirnos: “Está bien, siervo bueno y fiel”.

Artículo 19

Por vuestro intermediario transmitimos esta exhortación apostólica a toda la sociedad ortodoxa de los creyentes, allá donde se encuentren en el universo: a los sacerdotes, hieromonjes, hierodiáconos, monjes, en una palabra, a todo el clero y el pueblo fiel; a los gobernantes y a los gobernados, a los ricos y a los pobres, a los padres y a los hijos, a los que están instruidos y a los que no lo están, a los amos y a los siervos, a fin de que, reforzándonos mutuamente, podamos resistir a las maquinaciones del diablo. Pues es lo que nos enseña a todos el santo apóstol Pedro: “Sed sobrios, y están en vela; vuestro adversario el diablo ronda como un león rugiente, buscando a quien devorar. Resistidle, firmes en la fe” (1ª Pedro 5:8-9, Straubinger).

Artículo 20

Nuestra fe, hermanos, no nos viene de hombres, sino de la revelación de Jesucristo proclamada por los divinos apóstoles, reafirmada por los santos Concilios Ecuménicos y transmitida sucesivamente por los grandes y sabios padres del universo y sellada por la sangre de los santos mártires. Guardemos en toda su pureza, la confesión que hemos recibido de tal multitud y rechacemos toda innovación como una sugerencia diabólica, pues el que admite una nueva enseñanza considera como imperfecta la fe ortodoxa que le es dada. Habiendo sido ya plenamente revelada y sellada, esta fe ya no es susceptible de cambio, de añadido o de alteración, y cualquiera que ose ejecutar, aconsejar o meditar semejante acto ya ha negado la fe de Cristo y se ha puesto bajo el anatema eterno como blasfemo contra el Espíritu Santo, suponiendo que Aquel ha hablado en las Escrituras y en los Concilios Ecuménicos de forma imperfecta. Este terrible anatema, hermanos e hijos amados en Cristo, no es que lo pronunciemos hoy nosotros, sino que fue el Salvador quien primero lo pronunció: “Pero al que hablare contra el Espíritu Santo, no le será perdonado ni en este siglo ni en el venidero” (Mateo 12:32, Straubinger). El divino Pablo dice: “Me maravillo de que tan pronto os apartéis del que os llamó por la gracia de Cristo, y os paséis a otro Evangelio. Y no es que haya otro Evangelio, sino es que hay quienes os perturban y pretenden pervertir el Evangelio de Cristo. Pero, aun cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo os predicase un Evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema” (Gálatas 1:6-8, Straubinger). Los Siete Concilios Ecuménicos, así como la cohorte de los padres teóforos proclamaron lo mismo. Así pues, todos los innovadores, ya sean papas, patriarcas, clérigos o fieles, que inventen una herejía o un cisma, se revisten voluntariamente, según el salmista: “de maldición como de una túnica” (Salmos 108:18, Straubinger). Incluso si es un ángel venido del cielo, que sea anatema si os anuncia otro evangelio diferente al que habéis recibido. Así pensaban nuestros padres, pensando en las palabras saludables de Pablo; por eso, permanecieron firmes e inquebrantables en la fe que les fue transmitida por sucesión, la preservaron inmutable y pura en medio de tantas herejías y nos la transmitieron intacta e inalterada como había salido de la boca de los primeros siervos del Verbo. Pensando de la misma forma que ellos, la transmitiremos tal y como la hemos recibido, sin alterar, a fin de que las generaciones venideras puedan, también, hablar sin vergüenza ni reproche de la fe de sus ancestros.

Artículo 21

“Puesto que con la obediencia a la verdad habéis purificado vuestras almas…” (1ª Pedro 1:22), “Debemos prestar mayor atención a las cosas que ahora hemos oído, no sea que nos deslicemos” (Hebreos 2:1, Straubinger). La fe que confesamos es irreprensible. Es enseñada en los Evangelios por la boca misma del Señor, testificada por los santos apóstoles y los siete santos Concilios Ecuménicos, proclamada en todo el universo, testificada incluso por sus enemigos que, antes de separarse de la Ortodoxia para ensombrecerse en las herejías, la confesaron, ya sea directamente o por sus padres y ancestros. La historia testifica que esta misma fe siempre ha vencido a las herejías que en todo tiempo la han atacado y, como podéis constatarlo, continúan haciéndolo hasta nuestros días. Nuestros predecesores, los santos y divinos padres que se sucedieron desde los apóstoles y los que los apóstoles establecieron para sucederles hasta este día, forman una cadena indisoluble y constituyen un recinto sagrado, del que Jesucristo es la puerta, en el interior de la cual pace todo el rebaño ortodoxo en los pastos fértiles del Edén místico, y no, como afirma “Su Santidad”, “sobre senderos torcidos y sin salida”. Nuestra Iglesia guarda intactos e inalterados los textos de la Santa Escritura, el Antiguo Testamento en una traducción precisa y fiel, y en cuanto al Nuevo Testamento, disponemos del texto original; los ritos de la celebración de los Santos Misterios, y especialmente la Divina Liturgia, son los que poseemos, luminosos y conmovedores, que nos fueron transmitidos por los apóstoles. Ningún otro pueblo, ninguna otra comunidad cristiana puede enorgullecerse de poseer a Santiago, Basilio y Crisóstomo; los siete Concilios Ecuménicos, estas siete columnas de la casa de la Sabiduría, fueron convocados en nosotros y nuestra Iglesia guarda los originales de sus santos decretos. Sus pastores, sacerdotes y monjes conservan el antiguo e irreprochable centro de gravedad de los primeros siglos del cristianismo en el respeto a la dignidad, el modo de vida y hasta la simplicidad de la vestidura. Sí, en verdad, en este santo recinto que es la Iglesia, los lobos feroces hacían sin cesar, y siguen haciendo, irrupciones según la predicación del apóstol, lo cual prueba cuál es el redil en el que están reunidos los verdaderos corderos del Pastor Supremo. Pero siempre ha cantado y continuará cantando este himno: “Me envolvieron por todas partes; en el Nombre del Señor los hice pedazos” (Salmos 117:11, Straubinger). Recordemos aún una circunstancia que, aunque penosa, nos permitirá aclarar y confirmar la verdad de nuestro propósito. Todos los pueblos cristianos que hoy confiesan una fe en nombre de Cristo, comprendido el Occidente y Roma, así como lo constatamos leyendo la lista de los primeros papas, fueron todos instruidos en la verdadera fe de Cristo por nuestros santos padres y predecesores. Pero a continuación, desgraciadamente, surgieron hombres pérfidos entre los cuales numerosos sacerdotes y obispos osaron, por razonamientos lamentables y opiniones heréticas, quisieron pisotear la Ortodoxia de estos pueblos así como el apóstol Pablo lo había predicho y como la historia verídica lo enseña.

Artículo 22

Seamos, pues, conscientes, hermanos e hijos espirituales, de cuán grande es la gracia concedida por Dios a nuestra fe, así como a su Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica que, de una forma fiel a su Esposo, nos educa para estar “siempre prontos a dar respuesta a todo el que os pidiere rezón de la esperanza en que vivís” (1ª Pedro 3:15, Straubinger). Pero, ¿qué daremos, pues, nosotros pecadores, al Señor, por todo lo que nos ha concedido? Abundante en beneficios, nuestro Señor y Dios, que nos ha rescatado por su propia Sangre, no exige nada de nosotros, salvo unirnos con todo nuestro corazón y todo nuestro espíritu a la fe irreprensible de nuestros padres, un sacrificio y un amor por la Iglesia Ortodoxa que nos ha regenerado, no por una aspersión inventada recientemente, sino por la divina inmersión del bautismo apostólico, y que nos alimenta, según el testamento eterno de nuestro Señor, con Su propio Cuerpo Precioso entregado por nuestra salvación y la del universo entero. Abracémosla, pues, con el espíritu (como pequeños pájaros a su madre), allí donde nos encontremos, en el Norte, Sur, en Oriente o en Occidente; fijemos nuestra mirada y nuestro pensamiento sobre su divino y resplandeciente rostro y sobre su bondad; agarrémonos con las dos manos a la túnica luminosa con la que el Esposo, resplandeciente de bondad, se ha revestido con sus manos purísimas cuando la liberó de la esclavitud del pecado y la hizo su Novia para toda la eternidad. Sintamos en nuestras almas el doloroso sentimiento de amor mutuo de una madre por sus hijos cuando los codiciosos insolentes y malintencionados se ingenian, ya sea arrastrarla a la esclavitud, ya sea arrancarle a sus hijos de sus manos. Fortifiquémonos en este sentimiento, clero y laicos, principalmente cuando el enemigo espiritual de nuestra salud, presentando facilidades engañosas, obre todos los medios en su poder y ande errante por todos lados buscando una presa para devorar, según las palabras de San Pedro, y especialmente ahora que se encuentra en el camino en el que andamos apacibles y sin vergüenza, e intenta extender sus garras pérfidas.

Artículo 23

“El Dios de la paz, el cual resucitó de entre los muertos al que es el gran Pastor de las ovejas” (Hebreos 13:20, Straubinger), que no duerme y no dormirá guardando a Israel, guarde vuestros corazones y vuestros pensamientos y dirija vuestros pasos hacia toda buena acción. ¡Permaneced en la salud y regocijaos en el Señor!
El sexto día del mes de mayo del año 1848.
Insertaron su firma:
ANTIMO, por la gracia de Dios, arzobispo de Constantinopla, nueva Roma, y patriarca ecuménico, vuestro hermano amado en Cristo.
HIEROTEO, por a gracia de Dios, patriarca de Alejandría y de todo Egipto, vuestro hermano amado en Cristo, que ruega a Dios por vosotros.
METODIO, por la gracia de Dios patriarca de la teópolis de Antioquía y de todo Oriente, vuestro hermano amado en Cristo, que ruega a Dios por vosotros.
CIRILO, por la gracia de Dios, patriarca de Jerusalén y toda Palestina, vuestro hermano amado en Cristo, que ruega a Dios por vosotros.

EL SANTO SÍNODO DE CONSTANTINOPLA

El obispo de Cesarea, Paisios.
El obispo de Éfeso, Antimo.
El obispo de Heracleo, Dionisio.
El obispo de Cisica, Joaquín.
El obispo de Nicomedia, Dionisio.
El obispo de Calcedonia, Hieroteo.
El obispo de Derca, Neófito.
El obispo de Adrianópolis, Gerásimo.
El obispo de Neocesarea, Cirilo.
El obispo de Berroa, Teóclito.
El obispo de Pisidia, Melecio.
El obispo de Esmirna, Atanasio.
El obispo de Melenica, Dionisio.
El obispo de Sofía, Paisios.
El obispo de Lemnos, Daniel.
El obispo de Resequía, José.
El obispo de Vodena, Antimo.

EL SANTO SÍNODO DE ANTIOQUÍA

El obispo de Arcadia, Zacarías.
El obispo de Emesa, Metodio.
El obispo de Trípoli, Joanicio.
El obispo de Laodicea, Artemio.

EL SANTO SÍNODO DE JERUSALÉN

El obispo de Petra, Melecio.
El obispo de Belén, Dionisio.
El obispo de Gaza, Filemón.
El obispo de Nablus, Samuel.
El obispo de Sebaste, Tadeo.
El obispo de Filadelfia, Joanicio.
El obispo del Monte Tabor, Hieroteo.
Traducido por P.A.B

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