viernes, 30 de enero de 2015

DOMINGO DEL FARISEO Y EL PUBLICANO

TelonisFarisaios1
 
«Cualquiera que se enaltece, será humillado y condenado de Dios;» (Lc 18,14)
 
Hoy, queridos míos, empieza el Triódion. Empieza con la voz del Publicano (recaudador de impuestos), «Dios mío, compadécete de mí, soy pecador Ὁ Θεός, ἱλάσθητί μοι τῷ ἁμαρτωλῷ» (Lc 18,13). El Triódion dice en todos nosotros hoy: Hombres orgullosos, soberbios haceos humildes. Nos presenta la parábola del publicano y del fariseo, que es conocida en todos nosotros.
 
Hoy, más sencillo aún, el Triódion nos indica dos caminos y nos deja elegir. Uno es el camino que conduce al acantilado, la perdición y el otro al cielo. ¿Cuáles son estos caminos? Uno es el camino del orgullo y el otro de la humildad. Orgullo y humildad, dos caminos de vida. ¿A quién seguimos? El primer camino es seguido por el fariseo; al segundo, es seguido por el publicano (recaudador de impuestos).
 
Hoy la humildad es una cosa rara. Más fácil encuentras en el mundo un diamante que un humano humilde, una mujer, un hombre y aún un niño humilde. Vivimos en el siglo del orgullo, de la soberbia. Por eso me permitiréis decir algo sobre el orgullo. No quiero hoy deciros que el orgullo es el pecado líder, aquello que derrumbó al primer arcángel de los cielos y le convirtió en diablo. Tampoco os quiero hablar que el orgullo es lo que cierra la puerta del cielo para siempre y que ningún orgulloso pasará la puerta del Paraíso. Os hablaré de una manera, algo como más bajo, algo más material y con el lenguaje social. Os diré que el orgullo no tiene consecuencias sólo en la otra vida, en la cual creemos firmemente, sino también en la vida aquí en la tierra; Y que el orgullo es un elemento disolutivo, catastrófico y mortal para las personas, las familias y las naciones.
 
Abrimos un gran tema, queridos míos, es un océano. En brevedad os presentaré algunos tipos de orgullosos contemporáneos. Orgullosos que no se jactan sobre sus virtudes, como el fariseo, sino por cosas muy inferiores. ¿Cuáles son estas?
 
Si queréis ver un hombre orgulloso, primero lo veréis en casa. Es el niño, el pequeño fariseo. Los padres le han vestido con las mejores prendas, le han dado dinero… Pero estas cosas le destruirán, y los padres pagarán con interés y tasas de interés el orgullo o la soberbia que le cargan.
 
Un otro, aprendió algunas letras, hizo unos estudios y tomó un papel o título y le ves que cuando va en su pueblo no va ayudar a su padre que trabaja en el campo o con los animales. Cree que perderá su dignidad. Permanece vago. En cambio en otros pueblos los hijos ayudan a los padres, en cambio el joven orgulloso no quiere trabajar en lo que sea.
 
Ves a otro, que es maduro, tratar de todos los medios indecentes para subir al poder. Sin valer realmente ocupa los más grandes axiomas o despachos. Y cuando se hace mayor piensa servir al pueblo, pero día y noche se proyecta a sí mismo, su yo, su ego orgulloso, farisaico y eosfórico (luciférico o demoníaco).
 
Y mirad por donde una chica se le ha pasado por su cabeza que es una belleza, un talento excepcional. Ella la ves que va al colegio, aprende algunas letras, va al conservatorio y aprende a cantar, a tocar el piano, el violín o cualquier instrumento y enseguida ella se hace destacar de las demás, cree que es importante. La piden en matrimonio jóvenes dignos para familia, trabajadores y saludables y ella espera el príncipe del cielo. Y como el príncipe no viene, la ves marchitarse, amargarse y destruirse, resulta una vieja solterona. Y junto con ella sufre el padre, la madre y toda la familia. En cambio la joven humilde del barrio, que no tiene estas ideas orgullosas, se casa con un joven trabajador y hacen una vida feliz, cimientan la casa con base la humildad; y así de esta casa salen hijos que honrarán y deleitarán los padres. El orgullo, pues, no sólo cierra la puerta del paraíso, es el que esparce desgracia aquí en la tierra. Ay de las casas que tienen padres orgullosos, hijos e hijas. Pero, hermanos míos, el orgullo no está solamente en la casa, está en todas partes. Se enorgullecen los trabajadores, se alardean los capitalistas, los funcionarios, los políticos, los gobernantes y los reyes, aún más que nadie se jactan los científicos de hoy. Los científicos alardean que la ciencia lo conseguirá todo. Los hombres de hoy en día parecen con aquellos que después del cataclismo intentaron construir una torre alta y de repente su obra se interrumpió. Aquella torre quedó así a medias, porque hubo confusión de lenguas y ellos se dispersaron. Nuestra generación se ha enorgullecido y alejado tanto de Dios que se ha convertido en apóstata (tránsfuga o traidora de Dios); por eso hay el peligro que esta torre suya, la cultura, caer en ruinas y se aplique otra vez: “…cualquiera que se enaltece, será humillado y condenado de Dios; y el que se hace humilde será enaltecido y glorificado de Dios” (Lc 18,14). Estos logos de nuestro Señor son eternos.
 
¡Espera hombre orgulloso! ¿Dime por favor, eres rico como Abraham, eres glorioso como David, eres sabio como Salomón? Entonces, escucha pues, a los que han llegado a lo alto, cómo se expresa la miseria y la pequeñez de la vida humana. Abraham dice: “Yo soy tierra y ceniza” (Gén 18,27). David dice esto que psalmodea la Iglesia:  “cada hombre se marchita como una flor y se borra como un sueño” (Sal 89, 5-6). Y Salomón al final de su vida escribió algo que es la conclusión de la experiencia del hombre: “Vanidad de vanidades, todo vanidad” (Ecl. 1,2). ¡He aquí, pues, lo que eres hombre, eres un gusano que se arrastra por la tierra!
 
Pero yo, me dirás, no me alardeo por mi riqueza, ni me jacto de mis virtudes, oraciones, caridades, tampoco por mi devoción y santidad. Por muy alto que hayas llegado, nunca puedes llegar nuestra Panayía, que es la más “alta de los cielos”. A pesar de eso nuestra Panayía tenía actitud y conducta humilde y decía: “El Señor contempló sobre la humildad de su sierva” (Lc 1,48). Por muy santo y milagroso que seas nunca podrás llegar al apóstol Pablo que llegó hasta el tercer cielo. Sin embargo, el apóstol Pablo que vivía en Cristo decía: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gal 2,20); y que “el Cristo vino al mundo a sanar y salvar a los pecadores, de los cuales el primero y más grande pecador soy yo” (1ªTim 1,15).
 
Hermanos míos, en conclusión; No andemos el camino del orgullo que caminaron el eosforos (lucifer o demonio) y el fariseo y fueron destruidos, sino todos andemos el camino de la humildad, este que caminó el publicano con la oración: “Dios mío, compadécete de mí, soy pecador” (Lc 18,13), que es el camino que caminó el humilde y apacible Jesús. Este camino tenemos que andar. Gritemos pues todos “Dios, compadécete de mí”. Y el Domingo que viene junto con el hijo Pródigo, gritemos lo “he pecado” (Lc 18,13). Y avanzando pasar por todos los escalones del Triódion y de la Gran Cuaresma, para llegar al Viernes Santo y decir junto con el ladrón: “Acuérdate de mí Señor….” (Lc 23,42).
 
Y al final llegar a la gloriosa Resurrección del Señor y decir: “Cristo Salvador los ángeles en los cielos cantan tu resurrección y nosotros en la tierra haznos dignos en corazón sano y puro a glorificarte y alabarte” (Canto de Pascua). Amín.
 
†Obispo Agustín, homilía grabada en san Atanasio de Atenas en 29-1-1961

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