lunes, 12 de abril de 2010

La fe en Cristo Señor: ¡Señor mío y Dios mío!


La exclamación del apóstol Santo Tomás en presencia de Cristo resucitado expresa admirablemente la fe de nuestro bautismo. El acto realizado por santo Tomás es un acto que procede de una fe tan total como profunda y viva, puesto que de un solo golpe, reconoce a Jesús como su "Señor" y su "Dios". Sustancialmente todo el Credo. Cuando el intendente de la reina de Candaces expresó en el camino de Gaza el deseo de ser bautizado, el diácono Felipe le dijo: "Si crees con todo tu corazón, todo es posible". Como respuesta, el eunuco hizo entonces esta sencilla profesión de fe: "Creo que Jesús es el Hijo de Dios" (Hech 8, 37). Y Felipe le bautizó inmediatamente. Esta misma fue, firme y plena, la profesión de fe de san Pedro en Cesarea: "Tú eres el Hijo de Dios vivo" (Mt 18, 16). Efectivamente, conviene que enfoquemos nuestra fe no como la adhesión a una verdad doctrinal, a una enseñanza moral o religiosa, sino sobre todo como adhesión personal a otra persona, la persona de Jesús reconocido como nuestro Dios y Señor. Para san Pablo, la fórmula 'Jesús es el Señor", es la expresión de la fe cristiana y resumen de todo el evangelio. Encierra sustancialmente las condiciones de nuestra salvación: "Porque si confesares con tu boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Rom 10, 9). "Pues -observa en otro lugar- nadie puede decir "Jesús es el Señor", si no es bajo la acción del Espíritu Santo" (I Cor 12, 3)

Creer que Jesús es el Señor, o mejor, creer en el Señor Jesús, es evidentemente creer en su resurrección de entre los muertos y en su glorificación; es creer, al mismo tiempo, en su filiación divina, en su misión, en su Evangelio, en toda su obra, en la Iglesia y en las enseñanzas de ésta. Es, por consiguiente, reconocer los derechos que, por su sacrificio, ha adquirido el Redentor sobre nosotros y nuestra total dependencia respecto de El. Pues es el Señor, de todos y cada uno, "nuestro Señor", como preferimos llamarle con ternura y reverencia profunda.

Pero no debemos reconocer a Cristo, como "Señor nuestro" sin someternos totalmente a El, sin plegarnos a su voluntad, sin cumplir su ley, sin rendirle el homenaje de nuestra alma, el homenaje del cuerpo con todos sus miembros. Indudablemente, creer en el Señor Jesús implica inicialmente una adhesión de la inteligencia iluminada, por la luz divina, pero esta adhesión no es completa, efectiva, si no abarca todo nuestro ser en una absoluta sumisión a la voluntad del Señor.

¿Hay algo más significativo a este respecto que la actitud de san Pablo en el momento de su conversión? Esta actitud ofrece por otro lado cierta semejanza con la de santo Tomás cayendo a los pies del Salvador. Santo Tomás no podía decidirse a creer que Jesús, que había sido crucificado y sepultado, hubiese resucitado como había predicho. Su estado de espíritu era el de los demás discípulos antes de que el Señor se apareciera. Santo Tomás estaba desanimado, desalentado. Sin embargo, no debiéramos afirmar que había perdido realmente la fe en Cristo, pues siempre formó parte del colegio de los doce y continuaba viviendo como discípulo del Maestro. Las disposiciones de san Pablo en el momento de su conversión eran muy diferentes. Resuelto adversario de Cristo, lo perseguía en los miembros de su Iglesia. Cuando se dirigía a Damasco, respiraba amenazas de muerte contra los discípulos del Señor(Hech 9, 1) Desde el momento en que cae en tierra como fulminado por Cristo resucitado en las condiciones que conocemos, san Pablo quedó cambiado y transformado por la fuerza de la gracia. Reconoce a su Señor en quien le ha vencido, y se pone generosamente a su disposición: "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hech 9, 6)

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