Situemos
el texto Evangélico que hemos escuchado hoy. Ante la crítica de los escribas y
fariseos y las murmuraciones de estos por el trato que da nuestro Señor a los
pecadores, Él presenta tres parábolas que enfatizan el infinito y misericordioso
amor de Dios por los hombres y en especial por los pecadores arrepentidos.
Estas tres parábolas son la de la oveja perdida, la dracma extraviada y el hijo
pródigo.
El
joven del Evangelio, pide a su padre la parte de su herencia y marcha a una
tierra lejana donde disipa todo lo que había obtenido de su padre en una vida
de pecado. El alma que ha recibido gratis de Dios como un regalo la gracia y
los dones divinos por el bautismo, se aparta de Dios, se disipa en el mundo de
los sentidos y pasiones, pierde la razón y la contemplación divina, como nos
dice San Gregorio Palamás y pierde su comunión con Dios, su Padre. El hombre
disipa su alma, pervierte sus pensamientos, se pierde en medio de todo tipo de
falsas ideologías y enseñanzas erróneas, la extravía y termina cayendo en toda
clase de pecados, en la mayoría de las ocasiones, como fruto y culminación de
ese engaño de su alma que no los considera ya ni siquiera pecados. Para el Santo
de Salónica el alma es nuestra gran riqueza y la rectitud de pensamiento es la
gran riqueza del alma. Si el alma esta corrompida entonces esta se pierde en la
fornicación y la imprudencia.
Esta
huida de Dios al mundo quimérico del exterior, es a lo que se refiere el salmo
de David cuando decimos: “El que se aparta de ti, perecerá” (Sal 72,26). Aunque
se les vea vivos, en realidad están muertos y en esa muerte verdadera que es la
muerte espiritual. El hombre que se aleja de Dios, de la Iglesia y de la
Verdad, cree que el pecado lo llena, lo satisface, lo alegra… Más todo es
momentáneo, enseguida aparece el vacío en el alma, la falta de sentido en la
vida y en la propia existencia que conducen finalmente a la desesperación.
Quiere saciarse con el alimento de los cerdos, con la satisfacción de las
pasiones que burlones, le niegan los demonios. Ante esto hay dos salidas:
continuar corriendo hacia el precipicio de la angustia emocional y existencial,
alejándose obstinadamente más y más de Dios; o humillarse, arrepentirse y
recuperar el sentido de su vida.
Nos
dice el Evangelio que aquel joven volvió en sí mismo cuando paró y reflexionó
sobre él y sus circunstancias. Hoy en día nos encontramos con la triste
situación de que se ha perdido el ejercicio de la reflexión, del pararse para
estar con uno mismo. La sociedad nos lleva por el camino de todo lo rápido, las
prisas en la vida cotidiana, el continuo ir y venir, las actividades laborales,
sociales, familiares que se agolpan unas junto a otras. El mundo de las redes
sociales y la televisión nos impiden pararnos, leer, reflexionar, pensar sobre
lo que sucede a nuestro alrededor, lo que nos sucede a nosotros mismos. Todo
son flases, opiniones, pequeñas noticias e informaciones que nos llevan de unas
a otras, de un link a otro link, sin tiempo a digerir ni a distinguir lo
verdadero de lo falso, lo útil de lo inútil. Cuando somos capaces de pasar de
lo exterior a lo interior vemos en lo que hemos convertido nuestras vidas,
hemos terminado apacentando cerdos, engordando nuestras pasiones y acordamos de
la casa de nuestro Padre, sentimos hambre, pero no es un hambre material, es el
hambre de lo que perdimos, el hambre y la sed de la gracia, de la oración, de
los sacramentos y surge el deseo de volver a la casa del Padre, de abandonar el
fango del pecado y los cerdos de las pasiones.
Dios
nos dio la libertad, nos deja libres para elegir. Muchas veces quisiera ir al
corazón del hombre, pero como dice el apóstol Juan, no lo recibimos. El padre
ve a lo lejos al hijo y sale corriendo a su encuentro, en el momento en el que
Dios ve el más mínimo temblor de arrepentimiento en el corazón del hombre se
derrama abundantemente, en el alma que le abre su puerta, por medio del
torrente de la gracia. “He pecado” más el padre lo abraza lleno de una inmensa alegría,
la que hay en el cielo por un pecador que se convierte. Lo había vestido con la
túnica resplandeciente del bautismo, más ahora le da la túnica nueva del
segundo bautismo, la reconciliación fruto del sincero arrepentimiento que borra
los pecados; le da el anillo, pues aquél que se ha arrepentido, que permanece
en la Iglesia, cerca de los Sacramentos, quien está unido a Dios, tiene
autoridad sobre la obra de los demonios y ya no será tan fácilmente engañado
por ellos, y recibe el calzado de los hombres libres frente a la descalcez de
los esclavos, pues sólo el que se arrepiente y vuelve a Dios y vive en Dios es
verdaderamente libre, al verse desligado de la esclavitud del pecado y las
pasiones que es donde muchos creen, en su ignorancia, que está la libertad.
Al
hombre arrepentido, la Iglesia, la casa del Padre, se le presenta como el lugar
donde participará del sacrificio del ternero cebado, imagen del sacrificio de
la Eucaristía, donde recupera su condición de hijo de Dios.
Mirando
la actitud del hijo mayor, podemos volver al tema del sacramento de la
confesión. En este sacramento, normalmente se presenta un hijo u otro en los
que vienen a él. Por un lado, está el fiel que acude como el hijo pródigo, y es
de esta manera como hemos de acudir: confesamos nuestro pecado, estamos
arrepentidos y humildemente pedimos perdón y clemencia; por otro lado, están
los que acuden como el hijo mayor, contando todo lo que él ha hecho, sus
victorias: “Te he servido durante tantos años y nunca he roto tus
mandamientos”; sigue acusando: “Nunca me diste ni un cabrito”; y termina
contando los pecados de los demás: “Este hijo tuyo que se gastó tu fortuna con
prostitutas”. Y si aparecen en la confesión es porque son normales en la vida
diaria, lo que provoca el endurecimiento del corazón.
Terminemos
con este texto de las alabanzas de los maitines de este domingo:
“Padre bueno, me he apartado de ti, más no me desampares ni me muestres indigno de tu reino. El astuto enemigo me desnudó y se llevó mi riqueza. Derroché los dones de mi alma como una prostituta. Entonces, levantándome y volviéndome hacia Ti, clamo: Hazme como uno de Tus esclavos, Tú que por mí extendiste en la Cruz tus manos purísimas, para sacarme del dominio la terrible bestia y cubrirme de nuevo con aquel manto primero, pues eres misericordioso.”
¡Alabado sea nuestro
Dios, ahora y por los siglos de los siglos! Amén.