21 de octubre
Lucas 6, 17-23
En aquel tiempo, después de bajar con ellos, se paró en una
llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo,
procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él,
levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: «Bienaventurados los
pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora
tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que ahora
lloráis, porque reiréis. Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres,
y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa
del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra
recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con
los profetas.
San León Magno, Sermón 95, 1-2: CCL 138A, 582-584
Sermones sobre las Bienaventuranzas: Meteré mi ley en su
pecho
Amadísimos hermanos: Al predicar nuestro Señor Jesucristo el
Evangelio del reino, y al curar por toda Galilea enfermedades de toda especie,
la fama de sus milagros se había extendido por toda Siria, y, de toda la Judea,
inmensas multitudes acudían al médico celestial. Como a la flaqueza humana le
cuesta creer lo que no ve y esperar lo que ignora, hacía falta que la divina
sabiduría les concediera gracias corporales y realizara visibles milagros, para
animarlos y fortalecerles, a fin de que, al palpar su poder bienhechor,
pudieran reconocer que su doctrina era salvadora.
Queriendo, pues, el Señor convenir las curaciones externas
en remedios internos y llegar, después de sanar los cuerpos, a la curación de
las almas, apartándose de las turbas que lo rodeaban, y llevándose consigo a
los apóstoles, buscó la soledad de un monte próximo.
Quería enseñarles lo más sublime de su doctrina, y la
mística cátedra y demás circunstancias que de propósito escogió daban a
entender que era el mismo que en otro tiempo se dignó hablar a Moisés.
Mostrando, entonces, más bien su terrible justicia; ahora, en cambio, su bondadosa
clemencia. Y así se cumplía lo prometido, según las palabras de Jeremías: Mirad
que llegan días —oráculo del Señor— en que haré con la casa de Israel y la casa
de Judá una alianza nueva. Después de aquellos días —oráculo del Señor—meteré
mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones.
Así, pues, el mismo que habló a Moisés fue el que habló a
los apóstoles, y era también la ágil mano del Verbo la que grababa en lo íntimo
de los corazones de sus discípulos los decretos del nuevo Testamento; sin que
hubiera, como en otro tiempo, densos nubarrones que lo ocultaran, ni terribles
truenos y relámpagos que aterrorizaran al pueblo, impidiéndole acercarse a la
montaña, sino una sencilla charla que llegaba tranquilamente a los oídos de los
circunstantes. Así era como el rigor de la ley se veía suplantado por la
dulzura de la gracia, y el espíritu de hijos adoptivos sucedía al de esclavitud
en el temor.
Las mismas divinas palabras de Cristo nos atestiguan cómo es
la doctrina de Cristo, de modo que los que anhelan llegar a la bienaventuranza
eterna puedan identificar los peldaños de esa dichosa subida. Y así dice:
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Podría no entenderse de qué pobres hablaba la misma Verdad, si, al decir:
Dichosos los pobres, no hubiera añadido cómo había de entenderse esa pobreza;
porque podría parecer que para merecer el reino de los cielos basta la simple
miseria en que se ven tantos por pura necesidad, que tan gravosa y molesta les
resulta. Pero, al decir: Dichosos los pobres en el espíritu, da a entender que
el reino de los cielos será de aquellos que lo han merecido más por la humildad
de sus almas que por la carencia de bienes.
Sermón 95, 4-5: CCL 138A, 585-587
Sermones sobre las Bienaventuranzas: La dicha del reino de
Cristo
Después de hablar de la pobreza, que tanta felicidad
proporciona, siguió el Señor diciendo: Dichosos los que lloran, porque ellos
serán consolados.
Queridísimos hermanos, el llanto al que está vinculado un
consuelo eterno es distinto de la aflicción de este mundo. Los lamentos que se
escuchan en este mundo no hacen dichoso a nadie. Es muy distinta la razón de
ser de los gemidos de los santos, la causa que produce lágrimas dichosas. La
santa tristeza deplora el pecado, el ajeno y el propio. Y la amargura no es
motivada por la manera de actuar de la justicia divina, sino por la maldad
humana. Y, en este sentido, más hay que deplorar la actitud del que obra mal
que la situación del que tiene que sufrir por causa del malvado, porque al
injusto su malicia le hunde en el castigo; en cambio, al justo su paciencia lo
lleva a la gloria.
Sigue el Señor: Dichosos los sufridos, porque ellos
heredarán la tierra. Se promete la posesión de la tierra a los sufridos y
mansos, a los humildes y sencillos y a los que están dispuestos a tolerar toda
clase de injusticias. No se ha de mirar esta herencia como vil y deleznable,
como si estuviera separada de la patria celestial; de lo contrario no se
entiende quién podría entrar en el reino de los cielos. Porque la tierra
prometida a los sufridos, en cuya posesión han de entrar los mansos, es la
carne de los santos. Esta carne vivió en humillación, por eso mereció una
resurrección que la transforma y la reviste de inmortalidad gloriosa, sin temer
nada que pueda contrariar al espíritu, sabiendo que van a estar siempre de
común acuerdo.
Porque entonces el hombre exterior será la posesión pacífica
e inamisible del hombre interior.
Y así, los sufridos heredarán en perpetua paz y sin mengua
alguna la tierra prometida, cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y
esto mortal se vista de inmortalidad. Entonces, lo que fue riesgo será premio,
y lo que fue gravoso se convertirá en honroso.
Sermón 95, 6-7: CCL 138A, 587-588
Sermones sobre las Bienaventuranzas: Feliz el alma que
ambiciona este manjar
Después de esto, el Señor prosiguió, diciendo: Dichosos los
que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados. Esta
hambre no desea nada corporal, esta sed no apetece nada terreno; el bien de que
anhela saciarse consiste en la justicia, y el objeto por el que suspira es
penetrar en el conocimiento de los misterios ocultos, hasta saciarse del mismo
Dios.
Feliz el alma que ambiciona este manjar y anhela esta
bebida; ciertamente no la desearía si no hubiese gustado ya antes de su
suavidad. De esta dulzura, el alma recibió ya una pregustación, al oír al
profeta que le decía: Gustad y ved qué bueno es el Señor; con esta pregustación,
tanto se inflamó en el amor de los placeres castos que, abandonando todas las
cosas temporales, sólo puso ya su afecto en comer y beber la justicia,
adhiriéndose a aquel primer mandamiento que dice: Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Porque amar la
justicia no es otra cosa sino amar a Dios.
Y como este amor de Dios va siempre unido al amor que se
interesa por el bien del prójimo, el hambre de la justicia se ve acompañada de
la virtud de la misericordia; por ello, se añade a continuación: Dichosos los
misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Reconoce, oh cristiano, la altísima dignidad de esta tu
sabiduría, y entiende bien cuál ha de ser tu conducta y cuáles los premios que
se te prometen. La misericordia quiere que seas misericordioso, la justicia
desea que seas justo, pues el Creador quiere verse reflejado en su criatura, y
Dios quiere ver reproducida su imagen en el espejo del corazón humano, mediante
la imitación que tú realizas de las obras divinas. No quedará frustrada la fe
de los que así obran, tus deseos llegarán a ser realidad, y gozarás eternamente
de aquello que es el objeto de tu amor.
Y porque todo será limpio para ti, a causa de la limosna,
llegarás también a gozar de aquella otra bienaventuranza que te promete el
Señor, como consecuencia de lo que hasta aquí se te ha dicho: Dichosos los
limpios de corazón porque ellos verán a Dios.
Sermón 95, 2-3: CCL 138A, 584-585
Sermones sobre las Bienaventuranzas: Dichosos los pobres en
el espíritu
No puede dudarse de que los pobres consiguen con más
facilidad que los ricos el don de la humildad, ya que los pobres, en su
indigencia, se familiarizan fácilmente con la mansedumbre y, en cambio, los
ricos se habitúan fácilmente a la soberbia. Sin embargo, no faltan tampoco
ricos adornados de esta humildad y que de tal modo usan de sus riquezas que no
se ensoberbecen con ellas, sino que se sirven más bien de ellas para obras de
caridad, considerando que su mejor ganancia es emplear los bienes que poseen en
aliviar la miseria de sus prójimos.
El don de esta pobreza se da, pues, en toda clase de hombres
y en todas las condiciones en las que el hombre puede vivir, pues pueden ser
iguales por el deseo incluso aquellos que por la fortuna son desiguales, y poco
importan las diferencias en los bienes terrenos si hay igualdad en las riquezas
del espíritu. Bienaventurada es, pues, aquella pobreza que no se siente
cautivada por el amor de bienes terrenos ni pone su ambición en acrecentar las
riquezas de este mundo, sino que desea más bien los bienes del cielo.
Después del Señor, los apóstoles fueron los primeros que nos
dieron ejemplo de esta magnánima pobreza, pues, al oír la voz del divino
Maestro, dejando absolutamente todas las cosas, en un momento pasaron de
pescadores de peces a pescadores de hombres y lograron, además, que muchos
otros, imitando su fe, siguieran esta misma senda. En efecto, muchos de los
primeros hijos de la Iglesia, al convertirse a la fe, no teniendo más que un solo
corazón y una sola alma, dejaron sus bienes y posesiones y, abrazando la
pobreza, se enriquecieron con bienes eternos y encontraban su alegría en seguir
las enseñanzas de los apóstoles, no poseyendo nada en este mundo y teniéndolo
todo en Cristo.
Por eso, el bienaventurado apóstol Pedro, cuando, al subir
al templo, se encontró con aquel cojo que le pedía limosna, le dijo: No tengo
plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar.
¿Qué cosa más sublime podría encontrarse que esta humildad?
¿Qué más rico que esta pobreza? No tiene la ayuda del dinero, pero posee los
dones de la naturaleza. Al que su madre dio a luz deforme, la palabra de Pedro
lo hace sano; y el que no pudo dar la imagen del César grabada en una moneda a
aquel hombre que le pedía limosna, le dio, en cambio, la imagen de Cristo al
devolverle la salud.
Y este tesoro enriqueció no sólo al que recobró la facultad
de andar, sino también a aquellos cinco mil hombres que, ante esta curación
milagrosa, creyeron en la predicación de Pedro. Así, aquel pobre apóstol, que
no tenía nada que dar al que le pedía limosna, distribuyó tan abundantemente la
gracia de Dios que dio no sólo el vigor a las piernas del cojo, sino también la
salud del alma a aquella ingente multitud de creyentes, a los cuales había
encontrado sin fuerzas y que ahora podían ya andar ligeros siguiendo a Cristo.
San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el Evangelio de
San Juan, Libro X, Capítulo 2.
Porque cuando el bien se muestra, el mal necesariamente
afirma su oposición. Por eso los amantes de la virtud se oponen a los que no
codician el mismo modo de vida. Así que los discípulos no deben estar tristes,
aunque se vean rechazados por el mundo a causa de su amor a la virtud y de su
recta fe, sino que, por el contrario, deben alegrarse, recibiendo del odio del
mundo la seguridad de que sean revestidos de la luz de Dios y hechos dignos de
todo honor.
Fíjate qué mal hubiera sido haber escogido a los discípulos
para que no soportaran el sufrimiento como convenía. Ser odiado por algunos no
es cosa enteramente libre de peligro, pero rechazarlo no está permitido por
Dios, y es una gran ganancia para uno sufrir así. Porque si el que es odiado
por los que desean las cosas del mundo es tenido como fuera del mundo, el que
es amado por el mundo debe ser considerado como aquel que se ha sumado a los
males del mundo (...) Pablo (...) escribe: ¿Ahora busco el favor de los hombres
o el de Dios? ¿O estoy tratando de complacer a la gente? Si tuviera que agradar
a la gente, no sería esclavo de Cristo. (Gálatas 1, 10).
No podemos agradar tanto a los hombres como a Dios. Porque
¿cómo se cumpliría la voluntad de ambos, cuando hay una gran diferencia entre
sus voluntades? Porque uno busca la virtud, y el otro, la maldad. Por eso,
quien quiere servir a Dios de manera única y no ve nada más elevado que la
verdadera fe en Él, debe luchar con los que aman al mundo, cuando quiere
exhortarlos a dejar sus impurezas. Porque a los amantes de los placeres les
cuesta soportar consejos que los llaman a la virtud.