Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible e invisible
Veamos con temor y estremecimiento a través del velo entreabierto de la eternidad. Este velo no ha sido entreabierto por la mano impotente del hombre. Ha sido entreabierto por Él, el Único, el Verdadero, el Vivo. Si Él no lo hubiera hecho, ¿quién hubiera podido hacerlo? Todos los espíritus de los hombres reunidos juntos con todos sus poderes que están bajo los cielos no hubieran podido desplazar el velo ni un centímetro.
Se compadeció de los hombres y desplazó el velo. Y tres rayos de luz se posaron sobre los hombres que llevan Su imagen en ellos. Y los hombres instruidos han visto esto, y empezaron a estremecerse con una sagrada alegría. Se anunció como Incomparable; igual solo a Sí mismo, el Único, el Verdadero, el Vivo, se anunció como Padre, Todopoderoso, Creador.
Tu cabeza agitada se apresura a preguntar: “¿El Padre de quién? ¿Y Padre desde cuándo?”. El Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre desde la eternidad. Antes de la creación del mundo era Padre. Antes del tiempo y de los seres temporales, antes de los ángeles y de todas las potestades celestiales, antes del sol y de la luna, antes del amanecer y del claro de luna, el Padre ha engendrado a Su Hijo único. ¿Acaso, hablando del Eterno, podemos utilizar la palabra “cuándo”? Desde cuando Dios es Dios, desde aquel momento, Dios es Padre. Y en Él, no hay ningún “cuándo”, porque en Él no hay ninguna huella de tiempo.
El Altísimo se anuncia en primer lugar como Padre, luego como Todopoderoso y Creador. Eso está claro para vosotros, hombres instruidos. Su paternidad concierne al Hijo coeterno, el todopoderío y la creatividad conciernen al mundo creado, visible e invisible. En primer lugar, entonces, Padre, luego Todopoderoso y Creador. En la eternidad, nadie ha podido llamar a Dios “Padre” excepto Su Hijo único. ¿Y en el tiempo? Ni en el tiempo, a través de los siglos y de los siglos; ¡nadie! Escuchen pues la historia antigua del género humano, y que vuestro corazón la adopte. Ella ilumina a vuestro espíritu y alegra a vuestra alma. Desde cuando el mundo ha sido creado, y desde cuando Adán ha sido echado del Paraíso por causa del pecado mortal - pecado repugnante de desobediencia hacia Su Creador -, hasta la llegada sobre la tierra del Hijo de Dios, ningún mortal osó llamar a Dios su padre. Los elegidos más notables Le daban los nombres más grandes, llamándole “Todopoderoso”, “Juez”, “Altísimo”, “Rey”, “Señor de los ejércitos”, pero jamás le dieron el dulce nombre de “Padre”.
Los mejores dentro del género humano hubieran podido sentirse como las criaturas de un Creador todopoderoso, como vasijas de un Alfarero divino, pero jamás como hijos del Padre celestial. Este derecho ha sido otorgado a los hombres por el Señor Jesucristo. Todos no tienen derecho a esto, sólo los que Lo han recibido. “Pero a todos los que Lo recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1:12). Eso es que se nos había dado ser llamados hijos adoptivos y llamar a Dios: “Abba - Padre” (Ga 4:5-6; Rm 8:14-16).
Esta filiación adoptiva - don de la gracia de Dios – ha sido anunciada y propuesta a los hombres por Jesucristo mismo desde el inicio de su ministerio en el mundo. Anunció a los hombres que a partir de ese momento podían dirigirse a Dios llamándole Nuestro Padre: “Ustedes, pues, oren de esta manera: Padre nuestro que estás en los cielos” (Mt 6:9). Desde entonces y hasta el día de hoy, millones y millones de jóvenes y ancianos sobre la tierra murmuran día a día: “Padre nuestro”.
Los espíritus impuros no tienen derecho de llamar a Dios su padre. Y los pecadores que no se arrepintieron no tienen derecho de pronunciar esta suave palabra: “Padre”. Sólo los justos y los arrepentidos tienen este derecho de gritar a Dios, en sus oraciones, con todo su corazón y toda su alma: “Padre nuestro”. Aquellos que, al contrario, están contra Dios y contra sus mandamientos, sea en pensamientos, palabras u obra, no tienen ningún derecho de llamar a Dios por este nombre suave paráclito: “Padre”.
Trescientos dieciocho Santos Padres, que redactaron en Nicea el Credo de todos los que llevan en ellos la imagen de Dios y son instruidos, nombraron a Dios primero como “Padre”, luego “Todopoderoso”, y después “Creador”, inspirados por el Espíritu Santo de Dios. Y esto, porque el Altísimo es el Padre de nuestro Señor Jesucristo antes del tiempo y de la creación del mundo. Luego, porque el Hijo de Dios encarnado ha traído como primera ofrenda a los hombres - a Sus discípulos - la filiación adoptiva, o sea el derecho de dirigirse a Su Padre llamándole su Padre. “¡Padre nuestro!”. ¿Qué alegría bajo el cielo puede regocijar más a vuestros corazones, oh hombres instruidos, ustedes que llevan la imagen de Dios en vosotros? No solo el Hijo de Dios nuestro Señor les ha permitido nombrar al Altísimo, el Único, el Verdadero, el Vivo, vuestro Padre, sino Él ha ordenado también: “Y no llamen a nadie padre suyo en la tierra, porque Uno es su Padre, el que está en los cielos” (Mt 23:9). ¡Ah, qué alegría es vuestra alegría inefable! La verdadera paternidad está en el cielo, más allá del cielo y de los astros. La paternidad sobre la tierra no es más que símbolo y sombra.
San Nicolás Velimirovich
Veamos con temor y estremecimiento a través del velo entreabierto de la eternidad. Este velo no ha sido entreabierto por la mano impotente del hombre. Ha sido entreabierto por Él, el Único, el Verdadero, el Vivo. Si Él no lo hubiera hecho, ¿quién hubiera podido hacerlo? Todos los espíritus de los hombres reunidos juntos con todos sus poderes que están bajo los cielos no hubieran podido desplazar el velo ni un centímetro.
Se compadeció de los hombres y desplazó el velo. Y tres rayos de luz se posaron sobre los hombres que llevan Su imagen en ellos. Y los hombres instruidos han visto esto, y empezaron a estremecerse con una sagrada alegría. Se anunció como Incomparable; igual solo a Sí mismo, el Único, el Verdadero, el Vivo, se anunció como Padre, Todopoderoso, Creador.
Tu cabeza agitada se apresura a preguntar: “¿El Padre de quién? ¿Y Padre desde cuándo?”. El Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre desde la eternidad. Antes de la creación del mundo era Padre. Antes del tiempo y de los seres temporales, antes de los ángeles y de todas las potestades celestiales, antes del sol y de la luna, antes del amanecer y del claro de luna, el Padre ha engendrado a Su Hijo único. ¿Acaso, hablando del Eterno, podemos utilizar la palabra “cuándo”? Desde cuando Dios es Dios, desde aquel momento, Dios es Padre. Y en Él, no hay ningún “cuándo”, porque en Él no hay ninguna huella de tiempo.
El Altísimo se anuncia en primer lugar como Padre, luego como Todopoderoso y Creador. Eso está claro para vosotros, hombres instruidos. Su paternidad concierne al Hijo coeterno, el todopoderío y la creatividad conciernen al mundo creado, visible e invisible. En primer lugar, entonces, Padre, luego Todopoderoso y Creador. En la eternidad, nadie ha podido llamar a Dios “Padre” excepto Su Hijo único. ¿Y en el tiempo? Ni en el tiempo, a través de los siglos y de los siglos; ¡nadie! Escuchen pues la historia antigua del género humano, y que vuestro corazón la adopte. Ella ilumina a vuestro espíritu y alegra a vuestra alma. Desde cuando el mundo ha sido creado, y desde cuando Adán ha sido echado del Paraíso por causa del pecado mortal - pecado repugnante de desobediencia hacia Su Creador -, hasta la llegada sobre la tierra del Hijo de Dios, ningún mortal osó llamar a Dios su padre. Los elegidos más notables Le daban los nombres más grandes, llamándole “Todopoderoso”, “Juez”, “Altísimo”, “Rey”, “Señor de los ejércitos”, pero jamás le dieron el dulce nombre de “Padre”.
Los mejores dentro del género humano hubieran podido sentirse como las criaturas de un Creador todopoderoso, como vasijas de un Alfarero divino, pero jamás como hijos del Padre celestial. Este derecho ha sido otorgado a los hombres por el Señor Jesucristo. Todos no tienen derecho a esto, sólo los que Lo han recibido. “Pero a todos los que Lo recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1:12). Eso es que se nos había dado ser llamados hijos adoptivos y llamar a Dios: “Abba - Padre” (Ga 4:5-6; Rm 8:14-16).
Esta filiación adoptiva - don de la gracia de Dios – ha sido anunciada y propuesta a los hombres por Jesucristo mismo desde el inicio de su ministerio en el mundo. Anunció a los hombres que a partir de ese momento podían dirigirse a Dios llamándole Nuestro Padre: “Ustedes, pues, oren de esta manera: Padre nuestro que estás en los cielos” (Mt 6:9). Desde entonces y hasta el día de hoy, millones y millones de jóvenes y ancianos sobre la tierra murmuran día a día: “Padre nuestro”.
Los espíritus impuros no tienen derecho de llamar a Dios su padre. Y los pecadores que no se arrepintieron no tienen derecho de pronunciar esta suave palabra: “Padre”. Sólo los justos y los arrepentidos tienen este derecho de gritar a Dios, en sus oraciones, con todo su corazón y toda su alma: “Padre nuestro”. Aquellos que, al contrario, están contra Dios y contra sus mandamientos, sea en pensamientos, palabras u obra, no tienen ningún derecho de llamar a Dios por este nombre suave paráclito: “Padre”.
Trescientos dieciocho Santos Padres, que redactaron en Nicea el Credo de todos los que llevan en ellos la imagen de Dios y son instruidos, nombraron a Dios primero como “Padre”, luego “Todopoderoso”, y después “Creador”, inspirados por el Espíritu Santo de Dios. Y esto, porque el Altísimo es el Padre de nuestro Señor Jesucristo antes del tiempo y de la creación del mundo. Luego, porque el Hijo de Dios encarnado ha traído como primera ofrenda a los hombres - a Sus discípulos - la filiación adoptiva, o sea el derecho de dirigirse a Su Padre llamándole su Padre. “¡Padre nuestro!”. ¿Qué alegría bajo el cielo puede regocijar más a vuestros corazones, oh hombres instruidos, ustedes que llevan la imagen de Dios en vosotros? No solo el Hijo de Dios nuestro Señor les ha permitido nombrar al Altísimo, el Único, el Verdadero, el Vivo, vuestro Padre, sino Él ha ordenado también: “Y no llamen a nadie padre suyo en la tierra, porque Uno es su Padre, el que está en los cielos” (Mt 23:9). ¡Ah, qué alegría es vuestra alegría inefable! La verdadera paternidad está en el cielo, más allá del cielo y de los astros. La paternidad sobre la tierra no es más que símbolo y sombra.
San Nicolás Velimirovich
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