Con un poco de retraso publicamos la traducción castellana del Mensaje de Navidad del Patriarca Irineo. Que sea por muchos años, Santidad!!!
La paz de Dios, ¡Cristo ha nacido!
Navidad nos aporta la alegre y maravillosa noticia de que el Hijo eterno de Dios se ha hecho Hombre, el Dios-hombre Jesucristo. Con su Encarnación se ha cumplido la profecía del profeta Isaías: “Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: Dios con nosotros.” (Mateo 1,23; Isaías 7, 14). Desde ese día y hasta el fin de los tiempos, Dios está con nosotros y nosotros estamos con Dios. El Hijo de Dios ha descendido en la tierra y el hombre se ha elevado al cielo. Todo se ha reunido. Los ángeles cantan con los hombres y los hombres toman parte en la vida angélica. San Juan Crisóstomo llama a la Navidad la madre de todas las fiestas y se maravillaba de la Natividad de Dios como ante un misterio prodigioso, y la ha celebrado diciendo: “Contemplo un misterio singular. Oigo en mis orejas la voz de los pastores, los ángeles cantan, los arcángeles entonan cantos, los serafines cantan alabanzas, todos festejan mirando a Dios en la tierra y al hombre en los cielos…” El Dios incorporal toma cuerpo, el Invisible se hace visible, Aquel que nadie puede acercársele se hace palpable, el Intemporal recibe un inicio, el Hijo de Dios se hace Hijo del hombre. Esta aparición de Dios en el seno de nuestro mundo y de nuestra vida marca el inicio de nuestra propia entrada en el mundo de Dios. El sentido de la acción divina corresponde pues a la venida de Dios entre los hombres para que estos se acerquen a Él.
Hablando de la unidad de la naturaleza divina y humana en la Persona de Cristo, San Gregorio el Teólogo dice, con un piadoso asombro: “¡Esta unión de Dios y el hombre es digna de asombro! ¡Qué prodigiosa unión! Aquel que Es, se encarna. Aquel que enriquece a los demás se hace pobre. Aquel que es plenitud, se vacía. Se desprende de su gloria para que yo pueda probar su plenitud”. El descenso de Cristo corresponde al don de su amor por el género humano. Si Dios no hubiera venido al hombre, el hombre no hubiera podido venir a Dios. Sin el descenso de Jesucristo, la divinización del hombre no se hubiera podido realizar (Fil. 2, 6-8). Con la humildad y despojamiento de si, se expresa el amor más grande. El que ama descuida su propia persona y se da al otro. Por la boca de San Juan Crisóstomo, Cristo se dirige a cada uno de nosotros: “Es para ti, hijo mío, que me he empobrecido, que he sido golpeado, que he sido humillado… He abandonado a mi Padre y he venido hacia ti, que me odias y rechazas. Me he precipitado hacia ti para hacerte mío. Te unido a mí. Estás conmigo en los cielos y estoy unido a ti, abajo, en la tierra”. Con la Encarnación de Cristo, cada uno de nosotros ve abrirse el paraíso, los cielos se despliegan en la tierra, lo celeste se une a lo terrestre. Los ángeles y los hombres celebran juntos al mismo Señor, nuestro Padre celeste. El hombre comienza a esperar en la Resurrección. ¡Y el reino celeste se regocija! Y todo ha sido concedido por el don infinito del amor de Dios por los hombres que ha permitido este gran milagro –la venida de Dios en nuestro mundo. ¿Cómo podemos agradecer al Señor la infinita abundancia de su amor por los hombres?
A su amor, respondemos con frecuencia con nuestra ingratitud, pues con nuestro modo de vida, probablemente le apenamos más que le alegramos. Nada da más calidez a nuestras almas, cuerpos y fríos corazones que el amor divino, pues Dios es amor (1 Juan 4, 7). Él se ha hecho extraño, ajeno al amor, se ha hecho extraño a Dios que se instala en el hombre sólo a través del amor. No pensamos sólo en la realidad celeste, sino también en la realidad terrestre. Cuando el poder del amor se manifiesta tanto en nuestras relaciones humanas, ¿Qué ocurre cuando Dios abraza al hombre, cuando lo acoge en sus brazos? Cuando Dios se instala en el hombre, en su corazón y en espíritu, ¿podemos imaginar la alegría del encuentro con la cara del Dios viviente? Cuando nosotros experimentamos tanta alegría en nosotros al encontrarnos los unos a los otros y viendo nuestros rostros, ¿qué decir de la alegría de ver a Dios, de encontrar a Dios? Ahora bien, el día de hoy es el día en que hemos encontrado a Dios, en el que le hemos visto y recibido.
Dios ha venido en el día de Navidad, se ha instalado en nosotros, para enseñarnos cómo abrazarnos, cómo perdonarnos mutuamente. Dios nos ha perdonado, ¿cómo osaríamos no perdonar a los demás? No hay crimen cometido contra nosotros que pueda superar el beneficio de Navidad, ni vencer nuestra capacidad de perdonar. Por ello, nos tenemos que amar los unos a los otros, para confesar al unísono al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, ¡el Dios del amor! ¡Amémonos los unos a los otros en el amor con el que Dios nos ha amado antes de la creación del mundo, amor con el que nos ama en su Hijo bien amado! Amémonos los unos a los otros con el amor que no busca su interés, que no se infla de orgullo, que lo soporta todo, que lo espera todo (1 Cor. 13). ¡Conservemos en el espíritu este amor que se extiende a toda la naturaleza que nos rodea, que Dios nos ha concedido y con la que nos alimenta en la alegría! ¡Preservemos la salud y la belleza de la naturaleza, y la de los nuestros! ¡No olvidemos que la venida del Hijo de Dios en el mundo tiene un alcance cósmico! Con este Acontecimiento, no son sólo los hombres sino que es toda la Creación divina la que es salvada de la muerte. Queridos hijos espirituales, la fiesta de Navidad nos hace recordar, a unos y a otros, el amor indecible y profundo de Dios: celebremos pues el amor con el que Dios nos ha amado antes de que nosotros le hayamos amado y con el que nos ha amado eternamente. Con el amor que es el vínculo de la perfección (Col 3, 14), tenemos hoy más que nunca necesidad de paz y de buena voluntad. Por ello, en nuestros corazones debe resonar siempre, en particular en Navidad, el canto de los ángeles: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace (Lc 2, 14). Este mensaje de Navidad, hermanos y hermanas, contiene tres grandes verdades y sobre estas palabras se funda, como sobre tres piedras angulares, nuestro modo de vida, el sentido y fin último de nuestra existencia.
La primera verdad es una llamada al hombre a celebrar a Dios. Celebrar a Dios sólo es posible a quien ha descubierto el sentido más profundo de la vida. Cuanto más profundo es el conocimiento de Dios como Creador, Diseñador y Donador, más grande es la alegría de vivir del hombre, y más grande es su capacidad de celebrar a Dios.
La segunda verdad es la paz sobre la tierra. El arte de hacer la paz pertenece a Dios. De esta manera el hombre se convierte en hijo de Dios, conforme a la palabra de Cristo: Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mat 5, 9). Sólo los hombres en paz con Dios y con los hombres que les rodean, pueden encontrar la paz en su alma; sólo este tipo de hombres pueden ser artífices de la paz. La paz está en su corazón y en su boca. De otra manera, los que no están en paz con Dios y los hombres en su espíritu y corazón, por más que puedan tener la paz en sus labios, en su corazón residen el odio y la guerra. Cuanto Dios está más presente en el corazón de los hombres, hay más paz en la tierra. Cuanto menos una riqueza tal está presente, más luchas por el poder y los bienes terrestres está presente, más agitaciones egoístas, más luchas por apoderarse del bien del otro.
La tercera verdad corresponde a la buena voluntad entre los hombres como fundamento de la comunidad humana. Allí donde aparece la paz, aparece la buena y dulce voluntad entre los hombres. La buena voluntad nace del amor, del amor de Dios y del amor de los hombres, de los pensamientos delicados, de la calidez de alma y cuerpo, pues el amor verdadero no pide nada para él.
Vivimos en una época en la que todos estos valores, que son cristianos y que creemos eternos, son envilecidos y descuidados. La crisis espiritual conlleva consecuencias terribles sobre las relaciones entre los hombres. Los hermanos no se hablan entre si, ni el hijo y el padre, ni los miembros de la misma familia, ni los vecinos entre ellos. Razones y justificaciones, sensatas o no, las hay en abundancia, como de costumbre. ¿Nos preguntamos si es posible que el amor por el poder y el amor propio nos confundan hasta el punto de considerar los bienes terrenales más preciosos que nuestro padre, nuestra madre, nuestros hermanos y hermanas, nuestros vecinos y nuestras personas más cercanas? Desde hace tiempo nuestra época está marcada por las convulsiones, la inseguridad social y la alienación mental. Vivimos en una época donde todo está en venta, donde todo se negocia por todos los medios, incluida la libertad verdadera y la dignidad humana. La justicia y el derecho terrestres no nos garantizan ni el derecho sobre nuestros bienes, ni el derecho a la vida allí donde nos encontramos desde que existimos. Por otra parte, el poder de los poderosos de este mundo ¿se ha expresado alguna vez de otra manera? ¿Es la primera vez en la historia que los jueces olvidan las palabras del sabio Salomón: Justificar al malo y condenar al justo; ambas cosas abomina el Señor (Proverbios 17, 15)?
Pero como nuestra época es la que es, como ha sido el caso desde el pecado existe y lo será así en tanto que el mal subsistirá en el mundo, Navidad se nos aparece como un bálsamo sobre la herida, como el más grande consuelo que viene de Dios, que nos libera así de la tristeza y no vuelve a dar confianza en su justicia y en su verdad. Navidad nos vuelve a dar también confianza en la bondad de los hombres y en su amor; despierta la esperanza de que el amor puede no sólo brillar en el corazón humano sino también, gracias a la misericordia divina, manifestarse en el seno de las instituciones humanas, a despecho de la arrogancia de los poderosos de este mundo de nuestra época. Navidad es un día consuelo y de esperanza para todos los expulsados y exilados así como para todos aquellos, en el seno de nuestro pueblo, que comen el pan amargo del exilio. ¡No estéis tristes y no desesperéis, queridos hijos espirituales, y recordad que el más grande y el más célebre proscrito del género humano fue el Divino Niño de Belén! A su lado, la santísima Madre de Dios y el justo José fueron, desde su venida al mundo, obligados a huir de la tierra prometida hacia la tierra de la esclavitud.
Navidad es también un día de alegría para el pueblo de San Sava, dispersado voluntariamente o no en todos los continentes, desde Europa hasta América y Australia. Con nuestra solicitud paterna os llamamos a no olvidar vuestra fe ortodoxa y vuestra lengua, los santuarios y las tumbas de vuestros antepasados y tampoco vuestras raíces inspiradas poro San Sava que se encuentran aquí, en este país de Dios que se llama Serbia y en las otras regiones que son hogares seculares de los serbios.
Navidad es el día en el que empieza la Resurrección, y la Resurrección no se produce sin sufrimientos, queridos hijos de Kosovo y Metoquia! Sabed, guardad en la memoria y enseñad a vuestros hijos para que enseñen a sus hijos (Éxodo 6, 6-9) que el pueblo hebreo que había sido proscrito, ha esperado casi veinte siglos para volver a la tierra de sus antepasados y que el pueblo serbio ha esperado durante cinco siglos la liberación de la Vieja Serbia. Instruidos por las palabras del Salmista (Salmo 137, 5), exclamemos también nosotros: ¡Kosovo, si yo de ti me olvido, que se seque mi diestra! ¡Dirijamos nuestras oraciones al Señor, en este año centenario de la liberación de Kosovo y la Metoquia en 1912, y pongamos, también ahora, nuestra esperanza en el Señor!
Navidad es el día en que hemos sido liberados de las cadenas del pecado, de la muerte y de Satán. Este año celebramos Navidad en vigilias del inicio de la conmemoración solemne del 1.700 aniversario del Edicto de Milán por el que el santo emperador Constantino dio libertad a los cristianos así como el derecho de celebrar libremente a Cristo. Desgraciadamente, en este año-jubileo de la libertad dada a los cristiano de confesar su fe, esta libertad les es arrebatada a nuestros hermanos y hermanas, miembros del arzobispado de Ócrida, de las que su responsable, el arzobispo Juan, está actualmente encarcelado por aquellos que, desde hace varias decenios, no permiten que la túnica de Cristo, desgarrada por una mano impía, sea reconstituida. En esta jornada en la que la tierra se regocija con el cielo, dirigimos palabras de amor, de consuelo y ánimos a los hijos del arzobispado de Ócrida, empezando por su superior y su santo sínodo. Sintiendo todas las dificultades e infortunas que afrontamos hoy así como las sombrías nubes que se ciernen sobre nuestro pueblo mártir y sufriente, pero instruidos por este gran Día, os llamamos, queridos hijos espirituales, a permanecer en la fe de Cristo y la fe de nuestros santos antepasados. Sabemos que cuanto más fuerte sea nuestra fe en Cristo, el Niño Divino, más grande será nuestra fe hacia Él y nuestras personas cercanas. Pues la fe no cesa de revelarnos perfecciones nuevas en Cristo, tesoros y bellezas que hacen que Lo amemos cada vez más. Al igual que no hay límites a nuestra fe en Cristo, tampoco no hay límites a nuestro amor en Él. Sólo los hombres que tienen una gran fe están enraizados y establecidos en el amor; el amor divino es quien ha hecho descender Dios a la tierra, tal es el mensaje de Navidad que celebramos hoy.
Dios ha descendido del cielo en este santo Día para elevarnos del polvo por encima de los cielos y por encima de todo misterio terrestre. Esta es la alegría, el regocijo y el consuelo que nos aporta Navidad. Por ello, queridos hermanos, os invitamos en esta dulce jornada, a reuniros en la Iglesia que es el Cuerpo de Cristo, durante la Santa Liturgia en la que Cristo se da a todos, pues fuera de la Iglesia no hay salvación y fuera de la Iglesia, no hay Salvador. ¡Os llamamos, en la alegría, a volver hacia el Dios Vivo! ¡Somos felices cuando volvemos a Dios! ¿A quién otro nos podríamos dirigir, sino a Dios? ¿Y cuando volver a Dios, sino en Navidad?
Bendita sea esta santa jornada y benditos seáis en este día del aniversario del nacimiento de Cristo. En Él nacemos y renacemos, en Él nos convertimos en hombres, hombres de Dios y en Él adquirimos nuestro sentido verdadero e imperecedero. Es así como lo sentimos y decimos: ¡Dios está con nosotros, que todos los pueblos lo comprendan!
¡LA PAZ DE DIOS – CRISTO HA NACIDO! ¡EN VERDAD HA NACIDO!
En el patriarcado serbio, en Belgrado, Navidad 2012.
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