¡CRISTO HA RESUCITADO!
¡EN VERDAD HA RESUCITADO!
“..Pues no entregarás
mi alma a los infiernos, y no dejarás a tu santo ver la corrupción” (Salmo 15,
10).
Es totalmente
verdadera esta palabra del profeta de Dios que nos anuncia la buena nueva de la
fiesta luminosa de la Resurrección de Cristo, fiesta de una gran alegría
cristiana y de júbilo espiritual. Si hay un día para regocijarse, de entre el
conjunto de los días, este día es hoy, un día en el que todos los días de los
hombres –desde la creación hasta el fin del mundo- cobran su verdadero sentido
y donde todo lo que ha sucedido esos días y sucede aún, se reviste de su
significado verdadero. Si hay un acontecimiento en el que se concentran todas
las fiestas, también es la Resurrección
de Cristo. Por ello la Iglesia llama a la fiesta de la Resurrección de Cristo,
la Fiesta de las Fiestas, de la que se canta en la Iglesia: “Es el día que ha hecho el Señor, exultémonos
y regocijémonos de alegría” (Salmo 117, 24)
La Resurrección de Cristo es la base del cristianismo, la
base de la Iglesia, pues el Señor ha confirmado de esta manera la integridad de
su enseñanza. Antes de su Resurrección, enseñaba la vida eterna; por su
Resurrección, ha confirmado su enseñanza y ha
demostrado que, en verdad, Él es la Vida eterna. Antes de su
Resurrección, enseñaba el amor constante de Dios por los hombres; por su
Resurrección, aporta el testimonio de este amor, pues, por el hombre, ha
vencido al adversario más grande del hombre, la muerte.
Si no hubiera resucitado, Cristo no sería ni Dios, ni el
Señor, ni el Salvador, ni el Redentor, sino un hombre ordinario. Sólo a la luz
de su Resurrección se hace evidente claramente y se explica su vida en la
tierra y todas sus obras. San Justin de Ćelije dice a este respecto: “Al desposeer a Cristo de la Resurrección,
se le retira la divinidad, pues se le retira lo que hace de Él el Dios-Hombre,
el Salvador, el Resucitado”.
Sólo con la Resurrección de Cristo los hombres han
reconocido realmente en Él al Dios-Hombre. Sin la Resurrección de Cristo, la fe
cristiana sería absurda e inconcebible, pues la muerte, el principal enemigo
del género humano, sería invencible.
Esta verdad permite decir al Apóstol de las naciones: “…Porque si los muertos no resucitan,
tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no
resucitó, vuestra fe es vana: estáis todavía en vuestros pecados. Por tanto,
también los que durmieron en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida
tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión
de todos los hombres! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como
primicias de los que durmieron.” (1 Co 15, 16-20). La Resurrección de
Cristo da un sentido al cielo y a la tierra, al hombre y a la historia humana.
Prosternándonos ante el Dios Vivo, nos prosternamos también ante su dignidad
humana, inmortal y perpetua. Cuando Cristo resucitó, la levadura sagrada de la
inmortalidad entró en el alma humana, el ser humano y el espíritu humano;
ilumina al hombre para que la vida
humana se revista de un sentido y una significación eterna.
La verdad de la Resurrección resuena de modo particularmente
intenso en nuestra época, que desborda de dolores y sufrimientos, una época en
que, como pocas veces antes, se plantea
la cuestión del sentido y de la finalidad de la vida. Somos testimonios del
hecho que existe, día a día, más
personas solas y abandonadas; hay tantos hogares privados del calor de las
palabras humanas, tantos niños privados de amor y cuidados paternales. Los
hospitales están llenos de personas que sufren enfermedades físicas o
psíquicas. Sucesos como los actos de agresión, de terrorismo, el pillaje de los
bienes ajenos, la inquietud se ha
instalado, de una manera desconocida hasta ahora, en el espíritu de la gente a
través de todo el mundo, la propensión para cometer actos criminales, los
ataques contra la paz y el bienestar de los demás, provienen de almas espiritualmente relajadas y débiles
moralmente, con frecuencia jóvenes que se han perdido antes de encontrar un
camino en la vida. El egoísmo y la corrupción
destruyen, hoy como ayer, cualquier verdadera vida en comunidad, el bien
común y el patrimonio común. La desconfianza y la avaricia, las agresiones y el
pillaje de los bienes ajenos, ponen en peligro a las personas, su seguridad y
su dignidad.
Para el hombre, no hay misterio ni incógnita más grande que el de la existencia del mal en el mundo.
Nos parece a veces que se ha encrespado y concentrado de tal manera que se le
puede ver claramente, tocarlo casi. El mal se manifiesta de manera
espectacular, le gusta mostrarse y llenar todos los medios de comunicación,
impresos y electrónicos con el mensaje: soy invencible –la vida es absurda
porque soy yo el que reina. Un mensaje tal
recuerda los sucesos del Viernes Santo: el mal no reina sólo sobre la
tierra, afirma incluso ser más fuerte que Dios, a quien sería capaz de enviar a
la tumba, sin comprender que Cristo, por su muerte, triunfa sobre la muerte.
Desde que existe, el hombre pasa su vida en desear la paz,
la felicidad y el éxito. Le gusta ser reconocido y conocido, hacer obras que le
sobrevivan, dejar su nombre tras él. El hombre más ordinario, y no solo el
genio reconocido mundialmente, se complace en
ver como alguien alaba una de sus acciones o se maravilla ante una de
sus iniciativas. Con mucha frecuencia, sin embargo, no alcanzamos el éxito en
la vida, somos incapaces de utilizar un don recibido de Dios para un buen fin.
¿Es así porque el mal es más fuerte que nosotros o porque no
sabemos vivir? ¿Qué nos falta para ser felices, a nosotros también? La
respuesta es bien conocida por los cristianos: nos hace falta ante todo
aprender a amar verdaderamente, y después aprender a perdonar suficientemente.
El hombre sólo se puede elevarse cuando
ama y se da a sí mismo por amor. De igual manera, tiende a elevarse cuando
concede el perdón y no vuelve sobre las afrentas del pasado. El hombre nunca se
parece tanto a Dios que cuando le reza para que le conceda el perdón y cuando
pide a su hermano que le perdone. El amor y el perdón procuran al hombre una
alegría infinita.
El hombre es más
grande cuando comprende que toda palabra
mala dirigida a otro, vuelve hacia él y le hiere. No podemos hacer daño al otro sin herirnos a nosotros previamente.
Todo lo que hemos soportado y después minimizado al perdonar, nos da la fuerza
de vencer, sea cual fuere el desafío.
Bienaventurados los pacificadores, pues serán llamados hijos de Dios, ha dicho
nuestro Salvador (Mt 5, 9); ahora bien, los artesanos de la paz son todos
los hombres de gran corazón que aman y perdonan.
La vida sólo es bella si está animada por el amor; no se
concibe de otra manera más que entrando
con amor en la vida del prójimo, estando junto a los hambrientos y los
sedientos, con los pobres y los excluidos, estando en prisión con los
condenados… La vida no tiene sentido si no es una llamada a amar, a servir a
Dios en cada hombre. Mientras se conciba
la existencia como estando al servicio de uno mismo, reinarán en el mundo los
conflictos, los disturbios y las guerras. En el momento en que el hombre acepta
el hecho de que ha sido llamado a darse
a sí mismo para el bien colectivo de todos los hombres y multiplica su talento
distribuyéndolo para el bien de su prójimo, y cada vez que realiza una buena
acción, está en situación de tener un anticipación del Reino celeste. En el
gran misterio del amor divino que abraza todo, impregnado por la Resurrección
de Cristo, se revela y realiza el Misterio de la Iglesia de Cristo, al que
están llamados todos los hombres y todas las criaturas de Dios. La Cruz
verdadera, que el santo emperador, igual a los apóstoles Constantino vio en
el cielo y bajo cuyo signo venció, hace
1.700 años, ha abolido, con su vertical y su horizontal, todas la barreras
entre los hombres y las criaturas; ella reúne a toda la humanidad en un solo
conjunto, un único organismo vivo destinado a la eternidad y a la permanencia
del Reino de Dios.
En el seno de este conjunto, reunidos alrededor de Cristo
Resucitado, ya no es cuestión de griego o
de judío…, esclavo o libre, sino que Cristo es todo y en todos”. (Col 3,
11). Por ello, nosotros, como cristianos ortodoxos, confesamos la Iglesia Una,
Santa, Católica y Apostólica, un pueblo de Dios reunido alrededor de Cristo,
venido de todos los rincones de la tierra, de todas las naciones y en todos los
tiempos.
Es un pecado imperdonable fundar la Iglesia, universal o
local, en este mundo o en el otro, sobre lo que sea o quien sea, que sea
diferente del Cristo Resucitado y su Cruz venerable. La Iglesia está fundada
sobre Cristo como Piedra angular, sobre los profetas, los apóstoles y los
santos Padres, totalmente impregnada por los santos misterios y las santas
virtudes. La organización histórica de la Iglesia está basada sobre su Misterio
íntimo, llamando a todos los pueblos de la tierra a hacer el signo de la cruz
en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y a aplicar todo lo que
el Señor había recomendado a sus discípulos (MT 28, 19-20).
Insistimos particularmente sobre el hecho de que la Iglesia
está fundada únicamente sobre el Salvador
Resucitado porque, desgraciadamente en nuestros días, ciertos hombres,
por ignorancia o mala voluntad, intentan fundar la Iglesia sobre ellos mismo,
destruyendo de esta manera el organismo vivo de la Iglesia de Dios y
conduciendo a ciertas personas a la decadencia… ¡Guardémonos, hermanos y
hermanas e hijos espirituales, de los ídolos antiguos y de los nuevos! ¡Vivamos
en la verdad eterna de la Iglesia conciliar de Dios, la única que da la
libertad con respecto al pecado, al demonio y a la muerte!
¡Conformemos nuestra vida en la Iglesia sobre el amor y el
perdón! Tengamos en el espíritu que Dios será el Juez último para todos y que
juzgará exclusivamente sobre los criterios del bien, del amor a Dios y el amor
a los hombres. Es indispensable que apliquemos estas virtudes en nuestras vidas
– y esto sin excepciones y sin buscar excusas o pretextos en las dificultades
de la vida cotidiana- si queremos formar parte de los hijos de Dios. La última
palabra no es de los hombres, sino de Dios. Esta enseñanza legada por nuestros
santos antepasados, no lo olvidéis nunca, hijos de San Sava, que estáis
dispersos , voluntaria o involuntariamente, sobre todos los meridianos, de
Australia y de América hasta Europa y Asia. Queridos hijos espirituales, os
exhortamos a todos a amar a Dios y a los hombres, os llamamos a permanecer siempre al lado de
Aquel que ha triunfado de todos los sufrimientos y tentaciones, que ha vencido
finalmente a la muerte, nuestro principal adversario. Permaneciendo a su
lado, permanecemos en alma y corazón al
lado de nuestro pueblo mártir de Kosovo y Metojia, así como en todos los
lugares terrestres donde los ortodoxos sufren a causa de su identidad y su fe
en Cristo, que ha dicho: “ ¡Ánimo!: yo he
vencido al mundo!” (Jn 16,33).
Por su muerte y su Resurrección, el Señor ha vencido a
nuestra muerte y ha dado a los hombres una fuerza invencible e indestructible,
contra la que ninguna fuerza de este mundo se puede resistir. Una fuerza tal no
se manifiesta por el mal, por la
auto-publicidad o el tumulto en el mundo.
Al contrario, se expresa en la paz, el sufrimiento, en las
debilidades aparentes de los hijos de la luz. Aquel que ha vencido al mundo da
la fuerza a los que creen en Él, para que triunfen en la paz y venzan sus
miedos y sus dudas, que triunfen de
todas las agresiones cometidas en contra de los hijos de Dios, que resistan los
ataques, siempre en la paz y la impasibilidad, en la certidumbre de que el poder divino es eterno mientras que
la fuerza de los hombres es efímera, que todas las potencias terrestres han
llegado y se han ido, mientras que Dios permanece, su Santidad permanece, recta
e Inquebrantable.
Esto fue, esto es y esto será. De esta verdad, el arzobispo de Ojrida y metropolita de
Skoplie, Jovan, testimonia desde el fondo de su celda; le dirigimos palabras de
amor, de consuelo, de ánimo y de esperanza de que Cristo abrirá los ojos
también a sus perseguidores.
Al creer en la Resurrección de Cristo, creemos en la
renovación permanente de la dignidad humana. ¡Al creer en la Resurrección de
Cristo y en la resurrección general, creemos en la posibilidad de la
resurrección de la moral humana, del pudor y de la bondad!
¡Sólo la fe en la Resurrección puede renovar la fe y la
adhesión a un amor altruista. Sólo la fe en la inmortalidad quema con su llama
el egoísmo como principio de vida fundamental, y nos revela que el amor a Dios
y a nuestro prójimo nos permite salvarnos de nuestras tinieblas y escapar a
todos nuestros callejones sin salida!
¡Hermanos y hermanas, queridos hijos espirituales,
regocijémonos ante el Señor Resucitado! Al regocijarnos ante Él, nos
regocijamos nosotros mismos, pues nos hacemos eternos e inmortales ¡Al
prostrernarnos ante el Resucitado, nos prosternamos ante la vida eterna! Al
comulgar a su Cuerpo y a su Sangre, non unimos a Él y recibimos la vida eterna.
En Cristo Resucitado descubrimos a todos nuestros antepasados. Todo lo que es
bueno en la historia del mundo y en la historia de nuestro pueblo, se encuentra
ante Él y se convierte en imperecedero e indestructible ¡En Cristo Resucitado
estamos en unión con nuestros santos y ellos están con nosotros! En Cristo
Resucitado la justicia triunfa siempre. Con Él y en Él triunfará también en
nuestros días. Si Cristo Resucitado está con nosotros y nosotros con Él,
entonces, ¿quién estará contra nosotros? Con estos pensamientos y estos deseos os dirigimos
nuestro saludo pascual: ¡Cristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado!
En el Patriarcado Serbio, Belgrado, Pascua 2013
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