“Pasando Cristo, vio a un hombre ciego de nacimiento.” Y los Discípulos que le acompañaban, le preguntaron entonces quién había pecado para que naciese ciego: si él o sus padres. Ésta era una creencia popular, que enseñaban los mismos rabinos, de que todo padecimiento físico o moral era castigo por los pecados. Aunque varios profetas anunciaban que se anulaba el castigo por solidaridad de los padres en los hijos (Is 31:29.30; Ez 18:2-32), sin embargo, esta creencia primera estaba completamente arraigada en el pueblo. Cristo revela entonces la respuesta a una gran incógnita: “No pecó ni él ni sus padres”. Este dolor, que ingresó en el mundo por el pecado de origen, tiene, sin culpa personal del sujeto, una finalidad profunda en el plan de Dios: “que sean reveladas en él las obras de Dios”.
No solamente es para mérito del justo, como en el caso de Job, sino que aquí se muestra esta otra profunda finalidad en el plan de Dios: su gloria en los milagros, que son “signos” de la obra y grandeza de Cristo. El simbolismo de este milagro queda aquí destacado y centrado: Cristo, luz Verdadera que no conoce ocaso, va a abrir los ojos a un ciego para que los que contemplan el milagro lo vean a Él y para iluminar también su alma con la luz de vida.
El milagro realizado por Jesucristo tiene una elaboración “escupió en el suelo,” (la saliva era considerada en la antigüedad como remedio curativo de la vista) e inclinándose, hizo en el suelo, con aquella saliva y el polvo, un poco de lodo. Y tomándolo con las manos, no sólo lo puso encima de los ojos del ciego, sino que los ungió, los frotó con ello. Y le dijo al mismo tiempo: Ahora “vete y lávate en la piscina de Siloé -que quiere decir enviado - Fue, se lavó, y volvió viendo.”
Roguemos al Señor que en su gran misericordia y amor para con los hombres nos abra los ojos también a nosotros para evitar el pecado y poder así ver la luz de su Gloria infinita.
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