Al admirable Padre de Padres, igual a los Ángeles y doctor excelente: Juan, higúmeno del monasterio del monte Sinaí, de Juan el pecador, higúmeno del monasterio de Raitu.
Conociendo nosotros, que tan alejados estamos de la perfección, oh venerable padre, tu singular y perfecta obediencia, la cual nada sabe de objetar lo que se manda, que embellece toda suerte de virtudes, y que ha hecho fructificar todos los talentos que Dios te ha dado, hemos decidido, puesto que está escrito: "Pregunta a tu padre, y él te enseñará; y a los ancianos, y ellos te responderán" (cf. Dt. 32), poner en práctica dicho mandamiento. Por tal motivo, a través de esta carta todos postrados ante ti, y ante la cumbre de tus virtudes, te suplicamos que, como padre común de todos, como el más antiguo de todos por la ascética, y por la penetración de su espíritu el más aventajado en la perfección de las virtudes, tengas por bien escribir, a nosotros, rudos e ignorantes, las cosas que en la contemplación divina - como otro Moisés — viste en este mismo monte, y que de allí quieras traernos las tablas divinamente escritas, o sea una doctrina que propongas al nuevo Israel, es decir: aquellos que perfectamente han salido del Egipto espiritual y del mar tempestuoso de este mundo. Y tal como la vara de Moisés hizo maravillas en el mar, así pedimos que con esa lengua divinamente inspirada nos quieras enseñar las cosas en que consiste la perfección de la vida monástica, como gran maestro de ella, para consolación de todos los que han escogido este celestial y santo modo de vida. No pienses que exista por nuestra parte afán de halagarte, ya que bien sabes, oh santo varón, cuan lejos de todo tipo de lisonjas está nuestro género de vida, sino que hemos expresado lo que todos vemos y entendemos con claridad. Confiamos en el Señor, por lo tanto, que en breve nos traigas las letras esculpidas de estas tablas, con las cuales serán correctamente guiados los que desean caminar sin desviaciones, y con ellas nos hagas una escalera que llegue hasta las puertas del cielo, la cual lleve suavemente, sanos y salvos, a todos los que por ella quieran ascender, y sin que las milicias espirituales de los gobernantes de las tinieblas de este mundo y de los príncipes del aire, puedan impedir esta subida. Porque si aquel santo patriarca Jacob, siendo pastor de ovejas, pudo ver en una ocasión aquella escalera tan terrible que llegaba hasta el cielo, con mucha mayor razón el pastor de las ovejas racionales, no solamente verá, sino también armará esta escalera que nos hará seguro el camino hasta Dios, y libre de todo error. Sea Dios siempre contigo, amantísimo y muy venerable padre.
Respuesta de San Juan Clímaco.
Recibí, santo varón, tu venerable carta, no menos digna de la honestidad y religiosidad de tu vida que de tu humilde y limpio corazón, y a la cual este pobre hombre, falto de virtudes, más que carta pudo llamar precepto o mandamiento que excedía sus fuerzas. Reconozco en esta demanda tuya la santidad de tu alma — pues es propio de ella pedir a quien como yo es tan ignorante en palabras como corto en obras, reglas de doctrina y virtud-. Por nuestra parte, para confesar la verdad, nunca hubiéramos osado acometer esta tarea que nos excedía, de no haber sido compelidos por el miedo a faltar a la santa obediencia, que es madre de todas las virtudes. Porque mejor hubiera sido ¡oh admirable padre! que hubieras procurado, para ser instruido en estas materias, a otros más avanzados, ya que nosotros debemos ser contados todavía en el número de los principiantes. Mas ya que nuestros santos padres, maestros de la verdadera sabiduría, dicen que la verdadera y pura obediencia consiste en el cumplimiento de aquellas cosas que exceden las fuerzas del hombre, olvidando mi incapacidad, me aboqué osadamente a cumplir con lo que me has pedido (no porque pueda decir algo de provecho o que tú no sepas mejor que yo — ya que estoy convencido de que los purísimos ojos de tu alma, libres por completo de las tinieblas de las perturbaciones humanas, generadoras de las tinieblas que oscurecen el entendimiento, sin obstáculo ni impedimentos ven la luz divina y por ella son esclarecidos e instruidos).
No obstante, temiendo como dije la muerte de la desobediencia, compelido por este temor y con el deseo de cumplir con tu santo mandamiento, como hijo agradecido, obediente e inútil de un sabio pintor, determiné hacer este dibujo, o mejor dicho, este borrón, y delinear con mi poco saber las reglas y documentos de la vida espiritual, dejando para ti, como gran maestro, añadir los colores, corregir las fallas que hubiere, y tratar más claramente lo que yo no supe explicar.
Este trabajo nuestro lo enviamos sin pensar, por cierto, que pudiera ser de algún provecho — y quiera Dios nunca lo pensemos, pues sería extremada locura, ya que tú eres suficiente, por virtud de Cristo para enseñar, no solamente a los otros, sino también a nosotros, tanto con palabras como con ejemplos de virtud — sino que lo hacemos llegar a esa santa congregación que es como yo instruida por ti — con cuyas oraciones, cual espirituales manos, aliviado del peso de mi ignorancia, quiero comenzar a extender las velas de mi pluma-, entregando a Cristo el gobierno de mi discurso. Confiando, pues, en este socorro y en vuestro mandamiento, dimos comienzo a esta doctrina.
Y ruego a todos aquellos en cuyas manos cayera este libro, que si en él hallaren alguna cosa provechosa, se lo atribuyan a nuestro excelente superior y a él se lo agradezcan, y a nosotros paguen con oraciones, suplicando al Señor nos de el premio sin mirar las cosas que decimos, que en verdad son bajísimas y llenas de ignorancia y simplicidad, sino solamente por la intención y la alegría con que ofrecemos esto, imitando la devoción de aquella viuda del Evangelio (Lc 21), que aunque no ofreció mucho ofreció con mucha voluntad aquello que tuvo. Porque no mira Dios tanto la cantidad de las ofrendas, cuanto la intención y el fervor de la voluntad.
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