Corrian malos tiempos alrededor de la ciudad de Constantinopla, capital de un Imperio casi inexistente que había sido mordido sin pausa por las faucves de los turcos ansiosos por sentarse en el trono de los Emperadores romanos.
Asustados por las fieras que rugían casi al pie de las murallas, los gobernantes, en vez de volverse a Dios pidiendo y suplicando con lágrimas por el perdón de sus pecados, en vez de rogar a la Panaghia su poderosa intercesión, faltos de fe y carentes de esperanza, volvieron sus ojos a la antigua Roma, sumida en los errores heréticos esperando de ella la salvación material del Imperio.
¿Pero cual era el precio que debía de pagar la agonizante Constantinopla por el apoyo de los herejes occidentales? La sumisión de la Ortodoxia al error de la herejía. Con este fin se convocó en Florencia un conciliabulo al que asistieron tanto los jerarcas ortodoxos como los representates del heresiarca romano. Acuciados por el Emperador y por los peligros que se cernían sobre los jirones del Imperio de los romanos, los Obispos fueron introducidos en una farsa mediante la cual se pretendia que las Iglesias Ortodoxas aceptaran los errores francos, el “Filioque”, el Purgatorio, la jurisdicción universal del Papa de la Antigua Roma, los usos latinos. Cansados, agobiados y engañados, pues la casi totalidad de los Obispos no conocía el Latín en que se desarrollaban las sesiones, firmaron el acta de unión a cambio de la ayuda prometida de los reyes occidentales a la ciudad de Constantinopla. Ansioso el heresiarca por conocer el resultado le comunicaron que todos los Obispos ortodoxos habían firmado menos uno. Marcos Eugenicos, metropolita de Éfeso. “Entonces, nada hemos conseguido” contesto el Papa.
Y nada consiguieron, más que la tración de los uniatas. Llegados a sus respectivas sedes, los Obispos se apresuraban a abjurar de su error ya confesar la Fe Ortodoxa, mientras el pueblo dejaba las Iglesias vacías en las que celebraban los uniatas, llena la ciudad de lamentos, prefiriendo el trurbante de los turcos antes, que la mitra de la antigua Roma, pues preferían morir ortodoxos antes que traicionar su fe y vivir.
Brilló la Luminaria de la Ortodoxia, el Santo Obispo de Éfeso, Marcos, y con la luz de la verdadera fe iluminó a la Iglesia y con sus oraciones la barca fue zarandeada pero no hundida por los herejes.
En estos días en los que vemos como en todo el mundo, son muchos los jerarcas de la Iglesia, sacerdotes y laicos que olvidándose de los Santos Cánones, de la teología y tradición de los Padres Teoforos, que siguiendo su capricho y no lo dicho y mandado por la Iglesia, se reunen con herejes de las más diversas denominaciones siguiendo los dictados de los “políticamente correcto”, para hacer oraciones y para liturgias en común como si común fuera nuestra fe, nos volvemos los ortodoxos precisamente a aquellos que la Iglesia nos presenta como nuestros intercesores, como Maestros de la verdadera Teología, pilares y luminarias: San Atanasio el Grande (18 de enero) San Márcos de Éfeso, cuya gloriosa memoria celebramos hoy y a San Máximo el Confesor (21 de enero)
Mientras ellos montan sus “shows” nosotros elevemos nuestros ojos a Dios y pidámosle por intercesión de nuestros Santos Padres, que nos conseve en la confesión de la verdadera fe.
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