No hay nada, en todo lo hecho por Dios a través de los siglos, más beneficioso y más divino que el nacimiento de Cristo que hoy festejamos, como señala san Gregorio Palamás. En efecto, todos los santos nos dicen que el principio y la raíz de todas las fiestas Dominicales es el nacimiento del Salvador Cristo. Si la creación del cielo y de la tierra, la composición del mar y del aire, la generación de los máximos elementos, muestran la fuerza del Verbo de Dios, mucho más, la condescendencia que tuvo Dios en encarnarse y convertirse en humano, revela este atributo del Altísimo. El nacimiento de Cristo supera nuestro razonamiento y provoca la admiración y la glorificación de todas las personas. Nadie tenía la esperanza de que Dios se hiciera humano y habitara entre nosotros. Fue por eso que el ángel dijo: “He aquí que os anuncio una gran alegría, que será para todo el pueblo” (Lc 2,10). Veamos las consecuencias del nacimiento de nuestro Señor para la ecumene. Las consecuencias de la encarnación del Señor son muchas. Antes que nada debemos sentir que nos regaló su propio ser. Esto no se puede comparar con ningún otro don de Dios. Luego la encarnación de Cristo influyó sobre toda la creación. Los ángeles consiguieron la inmutabilidad, los humanos obtuvieron la capacidad de enmendarse, los demonios fueron humillados. El Señor trajo la paz. Una paz “perfecta e inamovible, que se ofrece a todos los de buena voluntad sin distinción” como escribe un santo de la Iglesia. Sólo con el nacimiento del Señor se reveló la buena voluntad de Dios. Dios quería que sus creaturas lleguen a la perfección y a la deificación. El nacimiento de Cristo es misterio de amor. En uno de los cánticos de Navidad se dice con claridad: “Cuando el Creador vio que se perdía el ser humano que Él creo con sus propias manos, inclinó el cielo y bajó”. Su humildad es infinita y naturalmente la máxima. La encarnación de Cristo provoca al ser humano eterna admiración y asombro. Dios nos amó. Eso nos crea obligaciones, para que le amemos también nosotros. Nada en el mundo es suficiente para cumplir con nuestras deudas frente a Dios. El Señor se hizo humano, sin pedirnos nada a nosotros, pues nada espera a cambio que no sea en nuestro beneficio. Por otra parte, Dios no necesita nada. Su encarnación nos benefició a nosotros, pues nos liberó del yugo del maligno para convertirnos en hijos de Dios. Hermanos de Cristo e hijos de Dios, ahora podemos disfrutar de la verdadera vida que es nuestra unión con Dios. Cristo, con Su encarnación se convirtió en la levadura con la que se amasó toda la humanidad. Fue llamado primogénito para convertirse en primicia de la adopción filial de todos los humanos de buena voluntad, pues esa era su voluntad, la de darnos la fuerza de convertirnos en hijos de Dios. Teniendo todo eso en cuenta, debemos hacer las paces con Dios, cumpliendo con todo lo que le agrada. Debemos aprender a orar, a ser prudentes, a decir siempre la verdad y de actuar con justicia. Debemos hacer las paces con nosotros mismos, sometiendo la carne al espíritu, para tener una conducta consciente y serenidad en nuestros pensamientos. Debemos estar en paz con los demás mostrando tolerancia y longanimidad. De esta manera nos apartaremos del pecado, tendremos un comportamiento celestial, viviremos con la esperanza de la redención de la corrupción y de las tentaciones de la vida cotidiana y nos libraremos del demonio maligno que nos alejó de Dios y de la verdadera vida. Cristo nació para acercarnos a Él, para convertirnos en Sus hermanos, para darnos lo que Él tiene: la beatitud y el amor. La buena voluntad de Dios es que nos salvemos del peso del pecado y del dominio del maligno. Para terminar podríamos comentar todo lo que escribe san Gregorio Palamás, con los siguientes pensamientos. La encarnación de nuestro Señor, no se consumó para que simplemente seamos mejores de lo que éramos antes, sino para renovar ontológicamente la naturaleza humana y para liberar la creación en un sentido más amplio, de la corrupción y de la muerte. El Señor asumió la naturaleza humana y la condujo a la deificación, que es el fin de la creación del ser humano. Por este gran don que nos ha dado, no alcanza toda nuestra vida para alabarle y glorificarle. Estamos eternamente en deuda con Él por su inmenso amor por nosotros. Este misterio de la devoción y del amor, debemos vivirlo personalmente en nuestra vida eclesiástica y principalmente en la divina Eucaristía. De esta manera nos convertiremos en verdaderos adoradores del nacimiento de Cristo. En nosotros se repetirá de nuevo el gran acontecimiento, viviremos personalmente la presencia de Dios y podremos dar testimonio auténtico de Su persona. No conoceremos simplemente las cosas divinas, sino que padeceremos las cosas divinas, que es el acontecimiento más importante de nuestra vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario