La Navidad es la fiesta en la que la Iglesia nos enseña que, en la persona de Jesús se realiza la recapitulación del bien. El Logos de Dios que se acercó al mundo, recibe en su hipóstasis la naturaleza humana, la renueva y la convierte en divina, semejante a Dios y continente del esplendor y de la operación del Espíritu Santo. La renovación del ser humano, creado según la imagen de Dios, se hace realidad en Cristo que es la imagen de Dios Padre.
La misma renovación se realiza en cada creyente por el Espíritu Santo. Así el misterio de la Santa Trinidad que se manifestó en sombras en la creación del ser humano, se revela plenamente en la encarnación de Cristo. Al mismo tiempo en la persona de Cristo se revela el ser humano perfecto, el nuevo Adán que permanece indisolublemente unido a Dios y recapitula toda la creación.
Los Padres de la Iglesia no intentan conocer a Cristo a partir del ser humano, sino que se aproximan al verdadero ser humano a partir de Cristo. El cristiano que vive como miembro del cuerpo de Cristo, se convierte en Cristo a causa de gracia. En su carne, que es también carne de Cristo, es perdonado todo el mundo y es condenado el pecado. Así el apóstol Pablo deseaba convertirse en anatema para sus hermanos en la carne (Ro 9,3).
Un anciano asceta que escuchó la confesión de un homicida, le golpeó cariñosamente el hombro y le dijo: Hijo, yo cometí el homicidio, no fuiste tú. Las causas del mal social, así como del bien social, están enraizadas en cada uno de nosotros. El pecado tiene carácter personal. El creyente ve el pecado de los demás, como propio. Es por eso que emprende la lucha contra el mal a partir de sí mismo. Luchando contra las pasiones y contra el pecado en sí mismo participa en la lucha común de la humanidad contra el mal. Dios, a quien “nadie jamás ha visto” (Jn 1,18) se reveló y “nos habló a través del Hijo” (Heb 1,2). Esta revelación no es simplemente un nuevo período en la historia de la salvación, sino su realización. Cristo es el cumplimiento de la Ley y de los profetas, así como, de toda otra revelación de Dios al mundo.
La economía en Cristo inaugura una nueva situación y crea el inicio de la nueva vida. Ésta se representa desde ya en la Iglesia, particularmente en la divina Eucaristía, pero se revelará finalmente en el reino de Dios. Con la llegada de Cristo, la corrupción y la muerte se transfiguran en incorrupción y vida. La Ley se convierte en Verbo, persona, hipóstasis, que llama al ser humano a ser partícipe de la vida divina. El fin de la divina encarnación no es otro que la salvación y la renovación del ser humano. Si no hubiese necesidad de salvar al ser humano, Dios no se convertiría en humano. Debido a que, con el odio del diablo entró al mundo la muerte al mundo y arrastró al ser humano, Dios se hizo humano. Padece junto a nosotros y se empobrece con su encarnación para que nosotros nos enriquezcamos con su pobreza.
Dios creó al ser humano para que se perfeccione según su semejanza. Paralelamente, previó que, después de la transgresión del mandamiento, a la que incurriría el ser humano, no se cancelara el objetivo de la creación, sino que se hiciera posible su realización con la encarnación. Es decir, aquello que no logró el ser humano, porque fue engañado por el diablo y desafió el mandamiento, lo ofrece Dios con su encarnación.
La gran fiesta de la Navidad nos recuerda que el objetivo de la divina encarnación no se halla en Cristo sino en el ser humano. Y, Dios se convierte en ser humano, porque desde el principio, el fin de la creación del ser humano ha sido que alcance la semejanza de Dios.
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