Parece que cada vez se cuestiona más la presencia de los símbolos religiosos en los espacios públicos. En muchas ocasiones no sólo se quitan sino que públicamente no se tiene reparo en hacer burla de elllos, de los símbolos cristianos, se entiende. Estos cobardes no se atreven a burlarse de otros por lo que les pueda pasar. Esto no afecta sólo a los católico-romanos, porque el crucifijo es algo que veneramos tanto católicos-romanos, protestantes y ortodoxos.
Hace unos días fue la sentencia de Valladolid sobre los crucifijos en un colegio, antes fue el crucifijo en la ceremonia de juramento o promesa de de los nuevos ministros, y los laicistas extremos ya han anunciado que no se detendrán. La Federación Atea ha advertido que pretende combatir la presencia de belenes en edificios de titularidad pública. Lo que desean es que la Navidad esté exenta de connotaciones religiosas al menos en edificios públicos. Supongo que para cuando llegue la Semana Santa ya habrán encontrado otro objetivo al que atacar en su particular cruzada.
El argumento que emplean es siempre el mismo: la laicidad del Estado. Según ellos, no se compagina la proclamada laicidad del Estado con la presencia de símbolos religiosos en los edificios públicos y en los actos oficiales. Más se olvidan que España no es un país laico como Francia, sino aconfesional.
Por supuesto, los laicistas extremos no suelen citar la Constitución. Y si lo hacen se limitan a enunciar el comienzo del artículo 16.3, que afirma que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Lo que no dicen es que esa cita está mutilada. Deberían incluir la frase que aparece a continuación en la que se encuentra un mandato a los poderes públicos que a los laicistas extremos se les suele olvidar. Este es el mandato: “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. La Constitución ordena tener en cuenta las creencias religiosas de los españoles.
Es cierto que el Estado debe garantizar la libertad religiosa y de conciencia de los ciudadanos, tanto de los creyentes como de los no creyentes, y que las confesiones religiosas han de gozar de igualdad. Pero esta garantía significa que todas las confesiones religiosas -y también la ausencia de creencias- han de gozar del mismo grado de libertad, no que se deba privilegiar una de ellas. En el caso de los crucifijos, atenta contra la neutralidad del Estado que el deseo de un padre del colegio prevalezca contra el deseo de todos los demás. Si los poderes públicos protegen la petición de un solo padre del colegio frente a los demás, pierden su neutralidad.
Esta es, por cierto, la interpretación del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que no ve contraria a la libertad religiosa la presencia de símbolos religiosos en las instituciones públicas. Así lo manifestó en la sentencia de 25 de marzo de 1993 (caso Kokkinakis contra Grecia) en la que no vio problemas en que la Constitución griega declare a la Iglesia Ortodoxa como religión oficial. Se argumenta que tal declaración no supone ninguna coacción para los ciudadanos que profesan otras confesiones religiosas. Naturalmente esta parte de la sentencia no suelen citarla los laicistas extremos.
También es la interpretación de los principales líderes políticos mundiales. Nicolás Sarkozy hizo hace un año “un llamamiento a una laicidad positiva, es decir, una laicidad que velando por la libertad de pensamiento, de creer o no creer, no considera las religiones como un peligro, sino como una ventaja”. El próximo 20 de enero Barack Obama pondrá su mano encima de una Biblia para jurar su cargo como presidente de los Estados Unidos y pedirá que Dios que le ayude, usando la misma fórmula que han usado casi todos sus predecesores desde Abraham Lincoln. Pero esta parte de la noticia no la dará ningún medio laicista extremo.
En ningún artículo de la Constitución Española aparece la exigencia de retirar los símbolos religiosos de los lugares públicos. El sistema que establece nuestra Carta Magna propugna el laicismo positivo, en el que están separados la Iglesia y el Estado y ambas entidades han de colaborar entre sí, de la misma manera que ha de colaborar con las distintas confesiones.
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