El Sacramento de la Confesión, según la doctrina de los
Santos Padres, la tradición y praxis ininterrumpida de la Iglesia, ha de
entenderse como una psicoterapia en el sentido más literal de esta palabra:
terapia del alma, en la que el pecador, consciente de su situación y
arrepentido por sus hechos, acude a Cristo, Medico de las almas y los cuerpos
para recibir el bálsamo saludable que sane las heridas causadas por el pecado.
Se habla de alma y cuerpo porque el pecado atañe tanto a una como al otro y
todo pecado deja herida en el alma y esta herida se manifiesta también en el
cuerpo ya que desordena la unidad antropológica y la acción theantrópica de
Dios en el hombre.
¿Cómo pues hemos de acudir al Misterio? Lo primero
conscientes del pecado, de su acción en nosotros y de su repercusión en toda la
Iglesia. Hemos de acudir como el que acude al médico y describe los síntomas de
la enfermedad, para que el médico pueda hacer el diagnóstico correcto y pueda
aplicar el remedio y la medicina saludable. Más aquí es donde comienzan los
problemas y es labor pastoral de los sacerdotes el catequizar debidamente a los
fieles para que estos puedan acercarse convenientemente a participar en los
Divinos Misterios.
Uno de los problemas con los que nos encontramos es la
pérdida de conciencia de pecado incluso en aquellos que con frecuencia asisten
a los servicios religiosos. Esa ausencia personal de pecado se ve influida por
la pérdida en la propia sociedad lo que crea un ambiente propicio para ignorar
el pecado y sus consecuencias en nuestras vidas. Prevalece en muchas ocasiones
el hecho de que si algo lo hace la mayoría de la gente está bien y es
moralmente aceptable. Ejemplo de esto lo encontramos en las relaciones
prematrimoniales, las pequeñas estafas, el hurto, consultar videntes,
tarotistas y horóscopos, las infidelidades dentro del matrimonio, el abandono
de las oraciones diarias y los ayunos eclesiásticos… Esta ignorancia actúa en el hombre de la misma manera que un cáncer que va
carcomiendo el interior y no se manifiesta hasta que la situación es de extrema
gravedad. Ocasiona al final el alejamiento total de la Iglesia y de Dios y tiene
como consecuencia la muerte espiritual.
Es frecuente también la situación de incapacidad del hombre
de luchar contra los pathos, las pasiones del alma, que arraigan en ella y
conforme pasan los años son más difíciles de quitar. Hay ocasiones en las que se
es plenamente consciente de la existencia de estas pasiones como por ejemplo en
la adicción al alcohol, pero es más fácil excusarse, dejarlo para mañana,
considerarse incapaz de luchar que reaccionar contra ellas. Peor aún es cuando
el hombre se cree capaz de luchar solo ignorando la ayuda de la Gracia Divina
en esta contienda.
Una vez que el cristiano se acerca al Misterio de la
Confesión ha de considerar como hacer esta para que sea efectiva y de los
frutos convenientes. Ha de considerarse el hombre igual al Hijo Pródigo del
Evangelio. Consciente de su pecado se levanta para volver a su Padre y recibir
de Él su perdón y recuperar su condición de hijo.
Cuando el fiel se acerca al confesor ha de escuchar las
palabras que dice el sacerdote al recibirlo: “Hijo, no te confiesas conmigo,
sino con Cristo a quien represento” Esto es importantísimo ya que al acercarse
a confesar se pone en la presencia del mismo Redentor de las almas, el único
que puede sanarnos y es el sacerdote el que da en su nombre la absolución de
los pecados. Esto descarta totalmente la falsa y diabólica creencia de que uno
puede confesar sus pecados directamente con Dio, siendo innecesaria la figura
del sacerdote. Es el mismo Jesucristo el que da a sus Apóstoles la autoridad de
perdonar los pecados, de atar y desatar por lo que si no hay confesión no puede
uno recibir el perdón de Dios.
Acercarse a la Confesión supone previamente el haber hecho
un buen examen de conciencia siguiendo las guías que para esto hay. De entre
todas, la mejor y más reconocida por la Iglesia es la realizada por San
Nicodemo Aghiorita con las convenientes actualizaciones. El examen correcto de
nuestros pecados nos lleva a desterrar la perniciosa idea que abunda y que
muchas veces escuchamos los sacerdotes: “Padre, que puedo decirle, yo no peco,
rezo, voy a la Iglesia… ” Esta idea también la inspira el enemigo mortal de las
almas ya que el mismo Señor nos dice que el santo peca siete veces al día; ¡Que
no haremos nosotros pobres pecadores! El que hace un buen examen descubre los
pecados cometidos y en ese momento lo mejor es apuntarlos para poderlos leer
ante el sacerdote, ya que una vez iniciada la confesión el demonio puede
suscitar en nosotros vergüenza y callar los más graves por una falsa vergüenza
de lo que pueda pensar el sacerdote. Vergüenza ha de darnos el pecar, no el
reconocer que hemos pecado.
Puesto a la confesión esta ha de ser igual que como cuando
acudimos al médico. Hemos de dar cuenta de los síntomas de la enfermedad lo más
claramente posible, sin omitir ninguno, para que el médico pueda dar su
diagnóstico y la medicina curativa. Son muchos los que acuden al confesor como
si el confesionario fuera un patio de vecinas; acuden más a contar chismes,
dando cuenta de lo malos que son los demás y lo bueno que es uno, escusando los
pecados por las malas influencias… Esto ha de ser cortado tajantemente por el
sacerdote ya que uno no va a confesar a su suegra por lo mal que ésta le trata,
o las injusticias de su jefe, o lo malo que es el marido o lo mala esposa que
es su mujer. Uno va a confesar sus pecados, ya irá su suegra a confesarse o su
jefe. Igualmente ocurre cuando uno va al médico y no le dice: “mire es que a mi
madre le duele la cabeza y a mi marido le produce ardor de estómago la cena” .
Se habla en primera persona: “Padre, he mentido, he sido injusto con mis
trabajadores, he descuidado la educación de mis hijos, no me hablo con mi
hermano, he mirado con deseo a la mujer de mi prójimo, no hago las oraciones
diarias, no he ayunado los miércoles y viernes, no doy limosna ni atiendo a los
necesitados…” Uno no se anda con rodeos ni da demasiados detalles, ni se escusa…
Uno reconoce ante Dios como el Hijo Pródigo: “Padre, he pecado contra el cielo
y contra ti y no merezco ser llamado hijo tuyo”.
Necesario es escuchar los consejos del sacerdote que da como
el médico da el tratamiento necesario para la salvación y curación del alma y
se ha de poner en situación de no volver a caer en los mismos pecados con la
ayuda misericordiosa de Dios. El sacerdote impone la epitimia o canon correspondiente
que el fiel cumplirá convenientemente
como se toma el enfermo sus medicinas los días y a las horas establecidas para
la sanación.
Puede incluso el sacerdote según la gravedad de los pecados
pedir al fiel que no reciba los Santos Misterios hasta que se haya cumplido el
canon y el alma esté preparada convenientemente para recibir el Cuerpo y la
Sangre de Cristo con el corazón purificado y como la medicina verdadera que nos
sana y vivifica definitivamente. Este ayuno nos hace también ser conscientes de
los terribles Misterios en los que vamos a participar.
Esto hace pues que sea necesario confesar convenientemente
antes de comulgar no pudiendo nadie acercarse al santo Sacrificio si haberse
purificado antes convenientemente con la confesión de los pecados, arrepentido
de todo corazón y purificado de toda mancha aún de las más leves para no tragar
la propia condenación tal y como nos dice el santo Apóstol Pablo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario