lunes, 31 de mayo de 2010

El ayuno de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.



El ayuno de los santos Pedro y Pablo comienza este año el día 31 de mayo y dura hasta el día 29 de junio en el calendario nuevo o el 12 de julio en el calendario eclesiástico. En algunos lugares este ayuno se acorta al celebrarse el Domingo siguiente diversas conmemoraciones como Todos los Santos que iluminaron Rusia, o en los ambientes monásticos la fiesta de Todos los Santos que han iluminado la Santa Montaña de Athos y la fiesta de la Madre de Dios Igumenitsa.

Despues del regocijo de los cincuenta días desde la Santa Pascua a Pentecostés, los Apóstoles se prepararon para su salida de Jerusalén con el objetivo de anunciar el mensaje del Evangelio de nuestro Salvador. Según la Sagrada Tradición, como parte de su preparación, comenzaron un ayuno acompañado de oraciones fervorosas para pedir a Dios que les concediera fuerzas para emprender la tarea misionera.

Este ayuno viene anunciado en los Evangelios pues cuando los fariseos criticaban a los Apóstoles por no ayunar Él les dice que no ayunan los amigos del Novio mientras este se encuentra entre ellos y que cuando el Novio se apartara de ellos ya ayunarían. En estas palabras Cristo se refiere a su crucifixión en el sentido próximo y en un sentido más amplio a su gloriosa Ascensión al cielo en la cual deja a los Apóstoles la misión de anunciar el Evangelio que ha de hacerse con ayuno y oración para que el fruto sea abundante.

Esta tradición del ayuno viene atestiguada por el Papa León I ya en el año 461 en sus homilías aunque por desgracia esta tradición venerable esté en el olvido de los papistas.

Recordemos aquello que nos dice las estíqueras de este lunes:

Observemos el ayuno agradable y aceptable al Señor. El verdadero ayuno es guardarse de todo lo malo, controlar la lengua, abstenerse de todo enojo, lujuria, calumnia, falsedad y perjurio. Si renunciamos a esto nuestro ayuno será verdadero y agradable a Dios.

De lo sagrado a lo mundano


En medio de una sociedad en la que cada vez se desprecian más los valores cristianos en pro de un supuesto laicismo. En los que se abandona todo aquello que tenga que ver con los buenos usos y costumbres que surgen de la aceptación de los valores que emanan de Evangelio y que han sido los pilares sobre los que se han construido las sociedades occidentales, el cristiano ortodoxo que vive inmerso en estas sociedades contempla como su forma de vida y fe, como su respuesta a la llamada a la santidad que nos hace el Señor, precisamente porque Él es Santo, perturba y causa el rechazo de aquellos que reniegan y se apartan de lo que para él es el centro de su vida.

El idioma que se habla hoy en las calles, en los medios de comunicación, en las escuelas en la política… es duro y contrario al lenguaje de cristiano fiel y se hace más duro y contario cuando es precisamente la vida del cristiano la que denuncia el vacío y sin sentido de los que rechazan a Cristo Dios.

Te interpelan sin poner sobre la mesa sus vidas pecadoras y desquiciadas; te acusan de fanatismo religioso sin dejar lugar a la defensa; les desquicia el cumplimiento de los mandamientos de la Ley de Dios y el cumplimiento de las tradiciones de la Iglesia. Su ataque se basa en juzgar, criticar, desacreditar y despreciar.

Muchos cristianos ortodoxos que por diversos motivos viven fuera de sus países de origen poco a poco se van apartando del modo de vida tradicional que surge de la fe que profesan y van adaptándose a estas formas de vida sin Dios, sin voluntad, sin criterio. Entran en la dinámica de los que quieren crear personas a las que sólo les interese satisfacer sus necesidades primarias, sin ninguna preocupación espiritual, sin esperanza en la vida eterna.

Y no sólo es algo que llega a los fieles, sino que por desgracia también contagia a los pastores que se dejan influir por esa mentalidad fácil y llevadera, por la forma de vida mundana, que busca la cooperación y el apoyo social, que evita la disgregación pero que degrada su misión espiritual y los separa de las personas sencillas y fieles. Pastores mas mundanos que la propia laicidad que los rodea, que reniegan de la Tradición de la Iglesia. Que ven en su sotana una dignidad y no un ministerio, profesionales de la religión y no servidores del Altísimo.

“Sed santos, como yo soy Santo” Esta es la invitación del Señor y eso es lo que hemos celebrado este domingo después de la fiesta del Divino Pentecostés. No sólo es la celebración de aquellos que ya alcanzaron la santidad, sino también la confesión de fe en que nuestra iglesia Ortodoxa es Santa y que cada uno de sus miembros está llamado a la santidad.

Santidad que sólo es posible por medio del injerto que se realizó en nosotros por medio del Santo Bautismo y que por medio de la gracia increada hace que por nuestras venas espirituales corra el río vivificante del Espíritu Santo. Santidad que ha de ser vivida en la Iglesia, que ha de ser confesada con nuestras vidas, dando testimonio del Dios Trinidad: Padre, Hijo, y Espíritu Santo.

Y hoy como en todos los tiempos es necesaria esa confesión de fe que nos hace ir contra corriente, dando testimonio ante el mundo de la Luz Verdadera que derribará a los demonios que azotan nuestra sociedad actual y que por desgracia no son tan distintos de los que fueron vencidos con las sangre de los mártires en otras épocas de la Historia.

El mundo, los hombres que nos rodean necesitan de auténticos cristianos santos, de Obispos, sacerdotes y laicos que con sus vidas den testimonio ante los hombres de la fe que profesan.

viernes, 28 de mayo de 2010

LA NORMA DE FE COMO NORMA DE VIDA

LA NORMA DE FE COMO NORMA DE VIDA

Kirill I, patriarca de Moscú y de todas las Rusias

Un estilo de vida religioso, en nuestro caso un estilo de vida cristiano-ortodoxo, se califica por su arraigamiento en la tradición de la Iglesia. La tradición se nos presenta como un conjunto de verdades que por medio del testimonio de los santos apóstoles han sido acogidas por la Iglesia, son custodiadas por ella y se desarrollan en relación a los desafíos dirigidos a la Iglesia en las diferentes épocas históricas. En breve, la tradición es el flujo vital de la gracia de la fe en la vida de la Iglesia. La tradición es un fenómeno normativo, no es otra cosa que la norma de fe. Sólo una vida que corresponde a la tradición como norma de fe puede ser considerada como una vida realmente cristiana-ortodoxa.

Custodiar dicha norma y afirmarla en la sociedad como valor ontológico fundamental es tarea de cada miembro de la Iglesia. Esta norma es estable y frágil a la vez. La experiencia del contacto con otros modelos culturales y de sociedad nos dice que de aquel contacto dicha norma puede salir dañada o incluso destruida, o incólume y hasta reforzada. Cuando los modelos de vida diferentes al nuestro se fundan también ellos sobre las respectivas tradiciones, entonces la mayoría de las veces ellos no constituyen un peligro para los valores sobre los cuales se funda el estilo de vida del cristiano-ortodoxo. Históricamente los ortodoxos siempre han vivido pacíficamente junto a quienes pertenecen a otras religiones; con excepción de los casos en los que una fe y un estilo de vida percibido como extraño ha sido impuesto a nuestro pueblo con la fuerza o por medio del proselitismo. Entonces el pueblo se ha levantado en defensa de la propia fe y de la propia norma de vida. Por regla se trata de casos que se han verificado a consecuencia de agresiones de parte de potencias extranjeras.

El problema es que hoy no existen defensas capaces de proteger la salud espiritual del pueblo, su originalidad histórico-religiosa, de la expansión de factores socioculturales extraños y destructivos, de un nuevo estilo de vida surgido fuera de toda tradición y que se ha formado bajo el influjo de la realidad postindustrial.

Como fundamento de este modelo de vida están las ideas del neoliberalismo, que une al antropocentrismo pagano, que se ha afirmando en la cultura europea en la época del Renacimiento, a pasajes de la teología protestante y a elementos del pensamiento filosófico de origen judío. Estas ideas se han formado definitivamente al final de la época del Iluminismo. La Revolución francesa es el acto concluyente de esta revolución filosófica y espiritual, en cuya base está el rechazo del significado normativo de la tradición

No es absolutamente casual que esta revolución se haya iniciado con la Reforma protestante, ya que precisamente la Reforma rechazó el principio normativo de la tradición en el ámbito de la doctrina cristiana. La tradición, en el protestantismo, ha dejado de ser el criterio de la verdad. Su lugar ha sido tomado por la razón que estudia las Sagradas Escrituras y por la experiencia religiosa personal. Desde este punto de vista, el protestantismo se presenta sustancialmente como una lectura liberal del cristianismo.

Al respecto quisiera decir algunas palabras sobre el ecumenismo. Cuando en el diálogo ecuménico hay un avance lento o una crisis, ello se debe atribuir en primer lugar a una insuficiencia de tipo metodológico: en vez de ponerse de acuerdo inmediatamente sobre las cosas más importantes, es decir, sobre la comprensión de la sagrada tradición como norma de fe y criterio de verdad teológica, los cristianos se ponen a discutir de cuestiones individuales, ciertamente relevantes, pero particulares. Si se registrase un éxito respecto a estos puntos individuales, ello no tendría grandes repercusiones: ¿qué significado permanente puede tener un acuerdo doctrinal específico cuando una de las partes - pienso por ejemplo en una parte significativa de los teólogos protestantes - no reconoce el concepto mismo de norma de fe? Así, nuevas ideas y nuevos argumentos podrán siempre revisar o anular lo que anteriormente se ha establecido, conduciendo a discrepancias y divisiones siempre nuevas.

Si miramos a la cuestión del sacerdocio femenino o de la admisión de la homosexualidad, ¿no es precisamente esto lo que ocurre hoy? Ambas cuestiones confirman entre otras cosas la tesis sobre la naturaleza liberal del protestantismo, como ha sido definida antes. Es absolutamente evidente que la introducción del sacerdocio femenino y la admisión de la homosexualidad han sobrevenido bajo la influencia de una cierta visión liberal de los derechos humanos: una visión en la cual tales derechos se oponen radicalmente a la sagrada tradición. Y una parte del protestantismo ha resuelto la cuestión a favor de esta concepción de los derechos humanos, ignorando la clara norma de fe de la tradición.

El nuevo estilo de vida en la era postindustrial se basa en el ejercicio de la libertad individual a cualquier costo y sin límites, excepto aquellos que la ley impone. ¿Cómo definir esta visión desde un punto de vista teológico? La concepción del neoliberalismo se basa en la idea de la liberación de la persona humana de todo lo que ella cree que puede limitar el ejercicio de su voluntad y de sus derechos. Tal modelo presume que el fin de la existencia humana es la afirmación de la libertad individual; y afirma que la persona obtiene su valor absoluto de ella.

Quisiera observar que los teólogos, también los ortodoxos, no niegan la libertad del individuo. Afirmándola no se traiciona la doctrina de la Iglesia de Cristo. El Señor mismo, que ha creado al hombre a su imagen y semejanza, ha infundido en él el don del libre albedrío. Pero cuando el apóstol Pablo nos llama a la libertad, él habla de la predestinación del hombre a ser libre en Cristo, es decir, libre del peso del pecado. Porque la verdadera libertad es adquirida por el hombre en la medida en que se libera del pecado, del oscuro poder del instinto y del mal que pesa sobre él.

En cambio, la idea liberal - así como la ha sido descrita precedentemente - no llama a la liberación del pecado, ya que es el concepto mismo de pecado el que está ausente en este liberalismo. No hay espacio en él para el concepto de pecado; una acción es ilícita cuando, con un comportamiento dado, el individuo viola la ley o lesiona la libertad de los otros. Podríamos decir que la doctrina neoliberal postindustrial gira en torno a la idea de la emancipación del individuo pecador, vale decir, de la liberación de todo el potencial de pecado que hay en el hombre. El hombre emancipado entendido de esa manera tiene el derecho de liberarse de todo lo que lo obstaculiza en la afirmación del propio "yo" herido por el pecado. Es - se dice - un asunto privado, del individuo soberano, autónomo, que no depende de ningún otro sino de sí mismo. En este sentido el neoliberalismo es diametralmente opuesto al cristianismo. Se le puede definir anticristiano, sin temor de pecar contra la verdad.

En cuanto a la gravedad del desafío, un salto cualitativo lo da el hecho de que la concepción moderna del liberalismo ha penetrado y se ha difundido en todas las esferas del actuar humano: la económica, la política, la jurídica, la religiosa. La idea neoliberal determina la estructura de la sociedad, determina el significado común de las libertades civiles, de las instituciones democráticas, de la economía de mercado, de la libertad de palabra, de la libertad de conciencia, de todo lo que está contenido en el concepto de "civilización contemporánea".

En el momento en que se mueven algunas objeciones a la doctrina neoliberal, algunos son presas de un terror casi sagrado, distinguir en aquellas críticas un atentado a los "sagrados principios" de las libertades y de los derechos humanos. Un comentarista dice que en un artículo mío publicado en 1999 en la "Nezavisimaja Gazeta" titulado "Las condiciones de la modernidad", me proponía nada menos que fundar una sociedad similar a la querida por el ayatollah Khomeini, y quería iluminar los cielos de Rusia con las hogueras de la Santa Inquisición. La sociedad hoy debe comprender que las ideas neoliberales pueden ser criticadas sobre la base de concepciones diferentes de política económica. La pluralidad de opinión se inserta en un modo del todo natural en el sistema de valores que la doctrina liberal misma propugna.

Pero volvamos a la pregunta inicial. ¿Cuál es, cuál debe ser la respuesta de la persona individual, de la sociedad y en fin de la teología al desafío fundamental de nuestro tiempo, el lanzado por el neoliberalismo?

Es ante todo oportuno resaltar cómo hoy están ampliamente difundidos al menos dos puntos de vista al respecto. El primero es el que podríamos llamar el modelo aislacionista. Es un punto de vista presente en algunos círculos políticos así como en una cierta parte de nuestra realidad eclesial. Y sin embargo surge una pregunta: ¿es vital y creativo, es verdaderamente eficaz el aislacionismo, más aún en un mundo abierto, en una época que es la de la integración científica, económica, informática, comunicativa y hasta política? Una semejante defensa del mundo externo es quizá posible para un pequeño grupo de personas en el desierto o en el tupido bosque siberiano; incluso si es que hasta los "viejos creyentes" que precisamente en Siberia por muchas décadas se defendieron de "este mundo" a la larga no llegaron a conservar la añorada soledad ni la propia forma de existencia. ¿Pero es posible aislar, poner en clausura una Iglesia y un gran país? ¿No significaría esto rechazar la misión dada a la Iglesia por el mismo Jesucristo Salvador, la de testimoniar la verdad frente al mundo entero?

El segundo modelo consiste en asumir en bloque la idea de la civilización neoliberal - así como se ha ido desarrollando en Occidente hasta nuestros días - para trasplantarla artificialmente en la tierra ortodoxa rusa, para imponerla al pueblo por la fuerza, si es necesario. A diferencia de intentos semejantes hechos en el pasado, hoy para alcanzar este objetivo ya no es necesario valerse de la fuerza del Estado y de sus instituciones. Es suficiente usar los medios de comunicación, utilizar la fuerza de la publicidad que irrumpe, aprovechar las posibilidades que ofrece el sistema de instrucción, y así sucesivamente. Este modelo afirma que la tradición religiosa e histórico-cultural de nuestra patria se ha agotado, que solamente los "comunes valores humanos" tienen derecho a existir, que la unificación axiológica del mundo es la condición imprescindible de la integración. No hay duda: en el caso de la victoria de este punto de vista, los ortodoxos terminarían confinados en una suerte de reserva espiritual.Como el primero, también este modelo tiene sus seguidores: tanto en el mundo político como, en cierta medida, también en el campo eclesial.

Es claro que los dos modelos se excluyen mutuamente. Y es también evidente que ambos gozan de un respaldo fuerte. La oposición entre estos dos puntos de vista está en gran parte en la base del clima de tensión y enfrentamiento en la vida social; una tensión que repercute también en la vida de la Iglesia.

¿Es posible enfrentar y vencer este desafío pacíficamente, es decir, sin pecar contra la verdad? ¿Es posible ofrecer un modelo eficaz que lleve a la cooperación entre los valores de la tradición y las ideas liberales? La teología ortodoxa debe hacer relucir el núcleo de la cuestión: debe afirmar con fuerza que la existencia de las instituciones liberales en la vida económica, política y social, y en las relaciones internacionales es razonable y moralmente justificada sólo a condición de que, junto a ellas, no se imponga la visión neoliberal del hombre y de la sociedad. La tarea teológica principal es la elaboración de una doctrina social cristiana de la Iglesia ortodoxa rusa, una doctrina enraizada en la tradición y que responde a las preguntas que están frente a la sociedad contemporánea, una doctrina que pueda servir de guía para la acción de los sacerdotes y de los laicos, y que refleja correctamente la posición de la Iglesia sobre los problemas más importantes de la modernidad.

Pensando en las tareas de la teología respecto a la relación entre Iglesia y mundo, quisiera concluir diciendo esto: la norma de la fe, esculpida en la tradición apostólica y custodiada por la Iglesia, nos revelará su plenitud como norma de vida del hombre cuando el hombre mismo sea colmado de la voluntad de realizar lo que ha aprendido. Llegar a esto no es una tarea sólo de la teología, sino de toda la Iglesia en su plenitud, guiada por la fuerza del Espíritu Santo.

jueves, 27 de mayo de 2010

Celebración de Pentecostés

Video de la celebración de Pentecostés en el monasterio de la Santísima Trinidad (Sergei Posad)

http://www.patriarchia.ru/db/text/1165124.html

martes, 25 de mayo de 2010

SFINTE MOAŞTE DE LA BISERICA NOASTRA



Sfânta Cruce (14- IX)
Sfantul Mormintoare Domunul Nostru Isus Hristos (Simbata Mare)
Mantie de purpura Domunul Nostru Isus Hristos (Săptămâna Mare)
Veşmântul Maicii Domnului (2-VII)


Sf. Ioan Botezătorul (7-I)
Sf. Iosif logodnicul (Duminica după Naşterea Domnului)
Sfinţii Slăviţi Apostoli Petru şi Pavel (29-IV),
Sf. Ap. şi Evanghelist Ioan Teologal (26-IX),
Sf. Ap. şi Evanghelist Matei (16-XI)
Sf. Ap. şi Ev. Marcu (23 IV)
Sf. Ap. şi Evanghelist Luca (18-X)
Sf. Ap. Andrei, (30-XI)
Sf. Ap. Filip (14-XI)
Sf. Ap. Simon Zilotul (10-V)
Sf. Ier. Vasile cel Mare (1-I)
Sf. Ier. Grigorie Teologal (25-I)
Sf. Ierarh Nicolae al Mirelor Lichiei (6-XII)
Sf. Ierarh Ioan Maximovich
Sf. Ier. Grigore Dialogul al Romei (12-III)
Sf. Ier. Silvestru al Romei (2-I)
Sf. Ier. Fabián al Romei (20-I)
Sf. Ier. Mc. Vlasie al Sevastiei(11-II)
Sf. Mare Mc. Gheorghe purtătorul-de-biruinţă (23-IV)
Sf. Mare Mc. Dimitrie izvorâtorul-de-mir (26-X)
Sf. Mc. Lvrentie din Roma(10-VIII)
Sf. Mc diaconul Vichentie (Vicenţiu) de la Valencia(22-I; 11-XI)
Sf. Mare Mc. Teodor Tiron (17-II)
Sf. Mc. Sebastian senatorul din Milano (18-XII)
Sf. Mc. Adrian (26-VII)
Sf. Mc. Pangratie (12-V)
Sf. Mc. Isidor din Hios (14-V)
Sf. Mc. Theodul din Creta (23-XII)
Sf. Mc. Ilarie din Ancira, (12-VII),
Cuv. Părinţi ucişi în Sinai şi Rait (14-I),
Sf. Mc. Iustin Filozoful (1-VI)
Sf. Mironosiţă Maria Magdalena, întocmai-cu-apostolii (22-VII)
Sf. Mc. Eulalia, ocrotitoarea Barcelonei (12,II)
Sf. Mare Mc. Ecaterina (25-XI)
Sf. Mare Mc. Varvara (4-VI)
Sf. Mc. Hristina (Cristina) din Tir (24-VII)
Sf. Mc. Cecilia Romana (22-XI)
Sf. Mc. Agnes Romana (21-I)
Sf. Mare Mc. Marina din Cilicia(17-VII)
Sf. Mare Mc. Irina din Tesalonic,(5-V)
Sf. Mc Flora de la Córdoba (24-XI)
Sf. Mc Felicitas de la Alicante (23-XI)
Sf. Mc. Emerentiana de la Roma (23-I)
Sf Mucecenici Raphael, Nicolae si Irina din Mitilene (joi Săptămâna Luminată)
Cuv. Antonie cel Mare (17-I)
Cuv. Macarie cel Mare Egipteanul (19-I)
Cuviosul Ilarion cel Nou (28-III)

El Patriarca de Constantinopla, de visita en Moscú


El Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I, se encuentra estos días de visita en Moscú, en un encuentro que tanto él como el Patriarca de Moscú, Kiril, han calificado de “trascendental”.

Hoy, ambos mantuvieron una entrevista con el presidente Dimitri Medvedev en el Kremlin, en la que se analizaron diversas cuestiones de las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

Ambos Patriarcas celebraron juntos, el pasado domingo, la Solemnidad de Pentecostés en la Catedral de la Dormición, que se encuentra dentro del monasterio de San Sergio.

Les acompañaban el Metropolita Hilarion Alfeyev, del departamento de relaciones externas de la Iglesia ortodoxa rusa, los metropolitas Miguel de Austria, Ireneo de Myriophyton y Peristasis, y Emmanuel de Francia.

Tras la celebración, el Patriarca de Moscú se dirigió a Bartolomé I calurosamente, asegurándole estar “muy feliz de verle” en Moscú.
“No se trata solo de una visita de cortesía, percibimos que no es así. Todo protocolo se aparta para dejar lugar a la oración común ante el trono de Dios, a nuestro amor mutuo y a nuestra sincera disponibilidad”, afirmó Kiril.

“Frente a enorme responsabilidad que llevamos con nosotros, debemos seguir adelante como una familia, para dar prueba de la verdadera paz. Más se coopera y se interacciona, más fuerte es nuestra voz. Y Dios quiera que hasta el final no nos distraigamos de lo más importante de la ortodoxia, la Santa Unidad”, añadió.

Por su parte, el Patriarca Bartolomé expresó su emoción por haber vuelto a Rusia después de diecisiete años de su anterior visita, en aquella ocasión, al Patriarca Alejo II. El Patriarca Ecuménico mostró también su esperanza de que esta visita “contribuya a reforzar nuestras relaciones fraternas por el bien de toda la ortodoxia.

Ambos Patriarcas, con sus acompañantes, se dirigieron juntos a pie a la Iglesia de San Basilio el Beato para inaugurar, en presencia del alcalde, Yuri Luzhkov, las Jornadas de Literatura y cultura eslavas.

Está previsto que el Patriarca Ecuménico de Constantinopla permanezca de visita en Rusia hasta el 31 de mayo. Además de Moscú, tiene previsto dirigirse a San Petersburgo, donde volverá a concelebrar con el Patriarca Kiril, en la catedral de San Isaac.

lunes, 24 de mayo de 2010

Semana de la Trinidad

El día después de cada gran fiesta, la iglesia ortodoxa honra a los que hicieron la fiesta posible. Por ejemplo, el día después de la Natividad del Señor, celebramos el Synaxis de la Santísima Theotokos (26 de diciembre). El día después de Teofanía, conmemoramos a San Juan el Bautista (7 de enero)...

Hoy honramos al Santísimo, Bueno y Vivificador Espíritu, que descendió sobre los Apóstoles en Pentecostés en forma de lenguas de fuego cumpliendo así la promesa del Señor de mandar al Consolador a sus discípulos (Jn 14, 16). El mismo Espíritu permanece en la iglesia por los siglos de los siglos, guiándola “a la Verdad plena” (Jn 16, 13).

Unos de los himnos cantados en las Vísperas del sábado al anochecer nos dice que el Espíritu Santo “Provee todo. De Él brota profecía, Él perfecciona el sacerdocio, sostiene a la Iglesia.”

En los servicios del día, cantamos los mismos himnos de Pentecostés, menos el canon del Espíritu Santo, que se canta en Completas. La vigilia no se prescribe para la víspera de la fiesta de hoy. Cantamos la Gran Doxología en maitines, pero no el Polielos. El Irmoi de la novena oda (Salve, oh Reina, gloria de madres y vírgenes…”) se canta en vez de el canto de la Theotokos (Mi alma magnifica al Señor…)

En la Liturgia, el sacerdote o el diacono, canta el verso de la entrada (“Elévate oh Dios.”) como se hace en el día de Pentecostés.

Esta semana no se ayuna, y el sábado se hace la despedida de la fiesta.

domingo, 23 de mayo de 2010

La Iglesia: Nacida de la Sangre y del Espíritu


La tesis de los Santos Padres de que la Iglesia nació de la herida del costado de Cristo no está en contradicción con la doctrina de que la Iglesia fue fundada el día de Pentecostés, porque Muerte, Resurrección, Ascensión y venida del Espíritu Santo forman una totalidad. La muerte, resurrección y ascensión están ordenadas a enviar el Espíritu Santo y sólo en esa misión logran su plenitud de sentido. Viceversa: la misión del Espíritu Santo presupone los tres sucesos anteriores. Es el Hijo del hombre introducido en la gloria de Dios mediante su muerte y resurrección quien envía al Espíritu Santo: por eso es, en definitiva, Cristo quien funda la Iglesia mediante el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Dice San Juan Crisóstomo en el primer sermón de Pentecostés comentando a Jn 7, 30: «Mientras no fue crucificado no le fue dado al hombre el Espíritu Santo. La palabra «glorificado» significa lo mismo que «crucificado». Porque aunque el hecho mismo de ser crucificado es ignominioso por naturaleza, Cristo lo llamó gloria, porque era causa de la gloria de lo que El amaba. ¿Por qué, pues -pregunto-, no fue dado el Espíritu Santo antes de la Pasión? Porque la tierra yacía en pecado y perdición, en odio y vergüenza, hasta que fue sacrificado el Cordero que quitó los pecados del mundo.»

La vinculación de la Iglesia a la muerte de Cristo destaca especialmente el carácter cristológico de la Iglesia. Digamos una vez más que la Iglesia no es ni sólo la Iglesia del Espíritu ni sólo la Iglesia del Resucitado, sino la Iglesia del Cristo total, cuyo misterio abarca la vida terrestre y la vida glorificada del Señor, de El recibe su estructura mientras que del Espíritu Santo recibe la vida. Es significativo que San Agustín diga unas veces que la Iglesia procede de la Pasión y otras que procede del Espíritu Santo. Dice, por ejemplo, en el Trat. 120 sobre el Evangelio de San Juan: «Uno de los soldados abrió su corazón con una lanza e inmediatamente brotó sangre y agua (Jn 19, 34). El Evangelista escogió cuidadosamente la palabra y no dijo: traspasó o hirió su costado, sino: «abrió», para que fueran como abiertas las puertas de la vida, por las que fueran derramados los sacramentos de la Iglesia sin los que no se entra en la verdadera vida. La sangre fue derramada para perdón de los pecados y el agua suaviza el cáliz salvador y concede a la vez baño y bebida. Prefiguración de esto fue la puerta que Noé abrió al costado del arca para que entraran en ella los animales liberados del diluvio; por la Iglesia fue extraída la primera mujer del costado del dormido Adán y fue llamada vida y madre de lo viviente; pues significaba un gran bien antes del pecado que es el mayor mal. Aquí durmió el segundo Adán con la cabeza reclinada sobre la cruz para serle formada una esposa de lo que manó de su costado. ¡Oh muerte que resucita a los muertos! ¿Qué cosa hay más pura que esta sangre y más saludable que esta herida?».

La relación entre la pasión de Cristo y la misión del Espíritu Santo puede ser comparada a la que hay entre la creación del primer hombre y la infusión de la vida en él. Según la descripción de la Sagrada Escritura el cuerpo del primer hombre fue formado sin vida. Entonces el Señor sopló sobre él y le alentó la vida y el hombre se convirtió en viviente (Gen. 2, 7). Algo parecido es atribuido al Espíritu en la visión de Ezequiel; vio un cementerio lleno de huesos y oyó que el Señor le decía: «Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: Así habla el Señor, Yavé: Ven, ¡oh espíritu!, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos huesos muertos y vivirán. Profeticé yo como se me mandaba, y entró en ellos el espíritu, y revivieron» (Ez. 37, 9-10).

SAN CIRILO DE JERUSALÉN: CATEQUESIS XV: EL ESPIRITU SANTO


Pronunciada en Jerusalén sobre: «Y en el Espiritu Santo, Paráclito, que habló por los profetas». La lectura se toma de I Cor 12,1-4: «En cuanto a los dones espirituales no quiero, hermanos, que estéis en la ignorancia...». Y, más adelante: «Hay diversidad de carismas, pero el Espiritu es el mismo» (12,4), etc.

1. Verdaderamente necesitamos de la gracia espiritual para hablar del Espíritu Santo, aunque nunca estaremos a la altura de la cuestión, pues es imposible. Intentaremos, sin embargo, exponer con naturalidad lo que sacamos de ello en la Sagrada Escritura. En los Evangelios se habla de un gran temor cuando Cristo dice abiertamente: «Al que diga una palabra contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro» (Mt 12,32). Y hay que temer seriamente que alguien, al hablar por ignorancia o por una mala entendida piedad, se gane la condenación. Cristo, juez de vivos y muertos, anunció que un hombre tal no obtendrá el perdón. Y si alguien le ofende, ¿qué esperanza le queda?

Hablaremos de lo que sobre el Espíritu Santo se dice en la Escritura

2. Es necesario el don de la gracia de Jesucristo, tanto para que nosotros hablemos adecuadamente como para que vosotros oigáis con inteligencia. Pues la inteligencia penetrante no es necesaria sólo para los que hablan, sino también para los que oyen, de modo que no suceda que éstos oigan una cosa y torcidamente entiendan otra. Hablaremos, pues, nosotros del Espíritu Santo sólo lo que está escrito y, si algo no está escrito, que la curiosidad no nos ponga nerviosos. Es el mismo Espíritu Santo el que habló por las Escrituras: él dijo de sí mismo lo que quiso o lo que pudiéramos nosotros entender. Así pues, digamos las cosas que fueron dichas por él, pues con lo que él no dijo no nos atreveremos.

Presente ya desde antiguo, es igual en dignidad al Padre y al Hijo

3. Hay un solo Espíritu Santo Paráclito. Y del mismo modo que hay un solo Dios Padre, y no hay un segundo Padre, y sólo un Hijo unigénito, que no tiene ningún otro hermano, así existe un solo Espíritu Santo, y no existe otro Espíritu Santo que sea igual en honor a él. Es, por tanto, el Espíritu Santo, la máxima potestad, realidad divina e inefable. Pues vive y es racional, santificador de todas las cosas que Dios ha hecho por Cristo. El ilumina las almas de los justos. El está también en los profetas y también está, en la nueva Alianza, en los Apóstoles. Odieseles a quienes tienen el atrevimiento de aislar la acción del Espíritu Santo. Pues hay un solo Dios Padre, Señor de la antigua y de la nueva Alianza. Y un solo Señor, Jesucristo, que profetizó en la antigua y ha venido en la nueva. Y un sólo Espíritu Santo que anunció por los profetas a Cristo y que, después que Cristo llegó, lo mostró.

Ni se habla de tres dioses ni deben separarse Padre, Hijo y Espíritu Santo

4. Por tanto, nadie separe la antigua de la nueva Alianza: que nadie diga que uno es allí el Espíritu, mientras que aquí lo es otro diferente, pues ofende así al mismo Espíritu Santo, a quien se tributa honor juntamente con el Padre y el Hijo y que queda, en el bautismo, incluido dentro de la Santa Trinidad. Pues el mismo Hijo unigénito de Dios dijo claramente a los apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19)(6). Nuestra esperanza está puesta en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No anunciamos tres dioses. Callen, pues, los marcionitas, porque, juntamente con el Espíritu Santo, por medio de un único Hijo, predicamos un único Dios. La fe es indivisa y la piedad es inseparable. Ni separamos la Santísima Trinidad, como hacen algunos, ni hacemos, como Sabelio, una confusión. Sino que reconocemos piadosamente a un Padre único, que nos envió un Salvador, el Hijo, Reconocemos a un Hijo, único, que prometió que enviaría desde el Padre al Paráclito (cf. Jn 15, 26). Reconocemos al Espíritu Santo, que habló por los profetas y en Pentecostés descendió sobre los apóstoles en una especie de lenguas de fuego (Hech 2, 3), en Jerusalén, en la iglesia de los apóstoles, la de arriba. Aquí tenemos toda clase de prerrogativas. Aquí Cristo y el Espíritu Santo descendieron de los cielos. Y era muy conveniente que, del mismo modo que las cosas que se refieren a Cristo y al lugar del Gólgota las decimos en el mismo Gólgota, así también hablásemos del Espíritu Santo en la iglesia de arriba. Pero puesto que el que allí descendió participa de la gloria del que aquí fue crucificado, por eso es en este lugar donde hablaremos del que allí bajó. El culto piadoso no admite separación.

Expondremos las herejías

5. El propósito es, pues, decir algunas cosas sobre el Espíritu Santo. No, desde luego, exponer detalladamente su persona, pues es cosa imposible, sino señalar, acerca de él, diversas aberraciones de algunos para que no seamos, ignorándolas, arrastrados por ellas. También queremos delimitar los caminos del error para que avancemos por un camino real. Y si examinamos con cautela algo de lo que ha sido dicho por los herejes, caiga de nuevo sobre sus cabezas, pero permanezcamos inmunes, tanto nosotros los que hablamos como vosotros que escucháis.

6. Pues los más impíos herejes en todas las materias afilaron también su lengua en contra del Espíritu Santo atreviéndose a decir cosas infames, como escribió Ireneo en sus libros Contra las herejías. Algunos no temieron decir que ellos mismos eran el Espíritu Santo. El primero de los cuales es Simón, al que los Hechos de los Apóstoles llaman «Mago». Una vez expulsado, no dudó en enseñar tales cosas. Los llamados «gnósticos» son también impíos y han dicho otras cosas en contra del Espíritu, y asimismo han hablado perversamente los valentinianos. Pero el criminal Manes se atrevió a decir de sí mismo que era el Paráclito enviado por Cristo. Según los profetas o el Nuevo Testamento, ha habido quienes se imaginaban que unos y otros eran el Espíritu Santo. Su error —o más bien su blasfemia— son muy grandes. A tales hombres, por tanto, ódialos y huye de los que blasfeman contra el Espíritu Santo, para los cuales no hay remisión. ¿Cómo te vas a unir a los que carecen de toda esperanza, tú que ahora has de ser bautizado también en el Espíritu Santo? Si al que se une a un ladrón y realiza correrías con él se le somete a suplicio, ¿qué esperanza habrá de tener quien se enfrenta al Espíritu Santo?

Contra los marcionitas y los gnósticos

7. Odiese también a los marcionistas, que separaron del Nuevo Testamento las palabras del Antiguo. El primero de ellos fue Marción, hombre alejadísimo de Dios, que afirmó la existencia de tres dioses. Al ver insertados en el Nuevo Testamento los testimonios de los profetas acerca de Cristo, los suprimió para privar al Rey de estos testimonios. Odiese a los que ya mencionados gnósticos, como a ellos les gusta llamarse, pero que están llenos de ignorancia. Hicieron sobre el Espíritu Santo afirmaciones que yo no tendría ahora el atrevimiento de recordar.

Contra los montanistas

8. Ódiese a los de la Frigia inferior y a Montano y sus dos profetisas, Maximila y Priscila. Pues Montano, fuera de sí y delirante —y no hubiera dicho lo que dijo si no hubiese estado loco—, se abrevió a proclamarse a sí mismo como el Espíritu Santo. Hombre muy abyecto, baste decir, por respeto a las mujeres que aquí están, que estaba cubierto de toda impureza y lascivia. Habiendo ocupado Pepusa, un lugar muy pequeño de Frigia al que dio el falso nombre de Jerusalén, degollaba a los hijos pequeños de algunas mujeres despedazándolos en banquetes criminales. Por este motivo hasta tiempos recientes, en que la persecución se ha ido calmando, estábamos nosotros bajo sospecha de estos crímenes. La razón es que los montanistas, aunque falsamente, eran llamados con nuestro mismo nombre de cristianos. Como digo, se atrevió a llamarse a sí mismo Espíritu Santo, a pesar de rebosar impiedad y crueldad y estar sujeto a una imperdonable condena.

Contra los maniqueos

9. A éste hay que añadir, como anteriormente se dijo, al muy impío Manes, el cual acumuló los vicios de todas las herejías. Siendo él mismo el más profundo abismo de perdición y reuniendo en sí los delirios de todos los herejes juntos, elaboró y propagó el más reciente de los errores. Se abrevió a decir también que él era el Paráclito que Cristo había prometido que enviaría. Y puesto que el Salvador, prometiéndolo, decía a los apóstoles: «Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24, 49). ¿Qué, pues? ¿Acaso, cuando ya habían muerto hacía doscientos años, estaban esperando a Manes los apóstoles para ser revestidos de poder? ¿Quién tendrá la osadía de decir que no se llenaron ya del Espíritu Santo? Pues está escrito: «Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo?» (Hech 8, 17). ¿Es que no sucedió esto antes de Manes, y muchos años antes de él, cuando el Espíritu Santo descendió el día de Pentecostés?

El poder del Espíritu no se compra por dinero.

De nuevo, el caso de Simón

10. ¿Por qué se condenó a Simón Mago? ¿No fue porque, acercándose a los apóstoles, les dijo: «Dadme a mí también este poder para que reciba el Espíritu Santo aquel a quien yo imponga las manos» (Hech 8, 19). Pues no dijo: «Dadme a mí también una participación en el Espíritu Santo», sino poder, de modo que pudiese vender a otros algo que no se puede comprar y que él mismo no había conseguido. Ofreció dinero (8, 18) a unos hombres que tenían el propósito de no poseer nada, a pesar de haber visto a quienes ofrecían las ganancias de las cosas vendidas poniéndolas a los pies de los apóstoles (cf. Hech 4, 34-35). Y no pensaba que quienes pisaban con sus pies las riquezas entregadas para alimentar a los pobres nunca pondrían un precio al poder del Espíritu Santo. ¿Y qué es lo que dijeron a Simón?: «Vaya tu dinero a la perdición y tú con él; pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero» (8, 20). «Eres otro Judas, que esperaste vender la gracia del Espíritu». Si, por tanto, Simón, que quería conseguir el poder (del Espíritu) es entregado a la perdición, ¿de cuánta impiedad no será reo Manes, que se jactó de ser él mismo el Espíritu Santo? Odiemos a los hombres dignos de odio. A los que Dios deja a un lado, dejémoslos. Con toda confianza, digamos también nosotros acerca de los herejes: «¿No odio, Yahvé, a quienes te odian? ¿No me asquean los que se alzan contra ti?» (Sal 139, 21). Pues existe una enemistad laudable, según está escrito: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y ente tu linaje y su linaje» (Gén 2, 15). En realidad, la amistad con la serpiente produce la enemistad con Dios y la muerte.

La promesa del Espíritu de vida


11. Sea suficiente lo dicho acerca de estos expulsados. Pero ahora volvamos a la Sagrada Escritura, y bebamos agua de nuestras vasijas y de la fuente de nuestros pozos (cf. Prov 5, 15). Bebamos del agua viva «que brota para vida eterna» (Jn 4, 14). «Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (7, 39). Observa lo que dice: «El que crea en mí (no de un modo simplista y lánguido, sino), como dice la Escritura (con lo que te está remitiendo al Antiguo Testamento): «De su seno correrán ríos de agua viva» (7, 38). No se trata de ríos perceptibles por los sentidos y que irrigan, en un sentido simple y vulgar, la tierra que contiene espinas y leños, sino de los que infunden luz a las almas: «Sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna» (4, 14). Es otra clase de agua, que vive y que brota: brota sobre los que son dignos de ella.

El Espíritu reparte sus dones entre todos

12. ¿Y por qué ha dado el nombre de agua a la gracia del Espíritu? Porque todas las cosas constan de agua, ya que el agua es la que hace las plantas y los animales; porque desde los cielos desciende el agua de las tormentas. Siempre cae del mismo modo y de la misma forma, aunque son multiformes los efectos que produce: una única fuente riega todo el huerto. Y una única e idéntica tormenta desciende sobre toda la tierra, pero se vuelve blanca en el lirio, roja en la rosa, de color púrpura en las violetas y en los jacintos, y diversa y variada en los distintos géneros de cosas. De una forma existe en la palma y de otra en la vid, pero está toda ella en todas las cosas, pues (el agua) es siempre la misma y sin variación. Y, aunque se mude en tormenta, no cambia su forma de ser, sino que se acomoda a la forma de sus recipientes convirtiéndose en lo que es necesario para cada uno de ellos. Así el Espíritu Santo, siendo uno y de un modo único, y también indivisible, distribuye la gracia «a cada uno en particular según su voluntad» (cf. 1 Cor 12,11). Y del mismo modo que un árbol seco produce brotes al recibir agua, así también el alma pecadora, cuando por la conversión ha sido agraciada por el don del Espíritu Santo, produce los racimos del Espíritu Santo. Y aunque él es uno y único, obra sin embargo, por voluntad de Dios y en nombre de Cristo, efectos múltiples: se sirve de la lengua de uno para la sabiduría e ilustra la mente de otro con el don de profecía; a éste le concede el poder de expulsar demonios y a aquel el don de interpretar la Sagrada Escritura; de alguno fortalece la temperancia y a otro le enseña lo referente a la misericordia; a otros les enseña a ayunar o a soportar los ejercicios de la vida ascética; a otros, a despreciar las cosas del cuerpo, y hay a quien prepara para el martirio. El es diverso en cada uno, pero nunca es distinto de sí mismo. Como está escrito: «A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carismas de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad» (I Cor 12,7-11).

Diversos sentidos de la palabra "espíritu"

13. Pero puesto que acerca del Espíritu Santo, con un nombre único y común, se han dicho muchas cosas diversas en la Sagrada Escritura y puede temerse que alguien las confunda por ignorancia por no saber a qué espíritu se refiere lo que allí está escrito, es preciso señalar ciertas características seguras del Espíritu al que la Escritura llama Santo. Pues así como Aarón es llamado «cristo» y también David, Saúl y otros son llamados «cristos», y sin embargo es único el verdadero Cristo, así también, una vez que se atribuye la denominación de «espíritu» a diversas realidades, es estupendo ver a quién se llama, por algún motivo peculiar, Espíritu Santo. Pues son muchas las cosas que se llaman «espíritu», pues un ángel es llamado «espíritu», se llama «espíritu» a nuestra alma y al viento que sopla se le llama «espíritu». También una gran virtud es llamada «espíritu» y es denominada «espíritu» una acción impura. Incluso el Demonio, el Adversario, es llamado «espíritu». Cuídate, pues, cuando oigas estas cosas, de que, por la semejanza de la denominación, no confundas una cosa con otra. Pues de nuestra alma dice la Escritura: «Su soplo exhala, a su barro retorna», y del alma dice a su vez: «Que modela el espíritu del hombre en su interior» (Zac 12, 1). Y de los ángeles dice en los Salmos: «Que hace a sus ángeles espíritus y llama de fuego a sus servidores». Y del viento dice: «Tal el viento del Este que destroza los navíos de Tarsis» (Sal 48, 8). Y además: «Como el árbol es agitado por el viento en el bosque». Y: «Fuego y granizo, nieve y bruma, viento tempestuoso, ejecutor de su palabra» (Sal 148, 8). Y de la buena doctrina dice el Señor mismo: «Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida» Un 6, 63), es decir, son espirituales. Pero el Espíritu Santo no es algo que se exhala hablando con la lengua, sino alguien vivo, que nos concede hablar con sabiduría, siendo él mismo el que se expresa y habla.

El Espíritu Santo sugiere, habla y enseña

14. ¿Quieres darte cuenta de cómo crea palabras y habla? Felipe, por revelación de un ángel, bajó por el camino que llevaba hasta Gaza, cuando llegaba el eunuco. Y dijo el Espíritu a Felipe: «Acércate y ponte junto a ese carro» (Hech 8, 29). ¿Ves cómo el Espíritu habla al que le oye? Y Ezequiel dice así: «El espíritu de Yahvé irrumpió en mí y me dijo: "Di: Así dice Yahvé"» (Ez 11, 5). Por otra parte, «dijo el Espíritu Santo» a los apóstoles, que estaban en Antioquía: «Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado» (Hech 13, 2). Ves al Espíritu que está vivo, que segrega y que llama, y que envía con poder. Y Pablo dice: «Solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones» (20, 23). El es el que santifica a la Iglesia, su auxiliador y su maestro, el Espíritu Santo maestro, del que dijo el Salvador: «Os lo enseñará todo», y no dijo sólo «os lo enseñará», sino también «os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). Pues no son unas las enseñanzas de Cristo y otras las del Espíritu Santo, sino claramente las mismas. De las cosas que habían de suceder dio Pablo testimonio con anterioridad, para que, mediante un conocimiento previo, el ánimo se sintiese más firme. Y estas cosas se os han dicho por aquella sentencia: «Las palabras que os he dicho son espíritu» (Jn 6, 63), de modo que no pienses que éste (el Espíritu) es sólo algo que nosotros decimos, sino doctrina sólida.

El diablo, espíritu del mal y de pecado

15. Con la palabra «espíritu» se denomina también al pecado, como ya dijimos, pero por otra razón contraria, o sea, según dicen: «con un espíritu de fornicación se extraviaron» (Os 4, 12 LXX). También se le llama espíritu, espíritu inmundo, al demonio, pero con ese adjetivo de «inmundo». Pues a cada espíritu se le da un añadido, que designa una característica propia. Si se dice «espíritu» al alma humana, se le añade «del hombre» (I Cor 2, 11). Si se dice acerca del viento, se habla de «viento de borrasca» (Sal 107, 25). Cuando designa al pecado, dice «espíritu de fornicación». Si se refiere al demonio, le llama «espíritu inmundo», para que sepamos de qué se habla particularmente en ese caso y no creas que se está hablando del Espíritu Santo. ¡Ni hablar! Pues este nombre de «espíritu» es nombre general y común, y lo que no tiene un cuerpo espeso y denso es llamado, de un modo genérico, espíritu. Pero puesto que los demonios no poseen tales son llamados «espíritus». Pero hay espíritus muy diversos. Pues el demonio impuro, cuando se introduce en el alma del hombre (y Dios libre de este mal a todas las almas tanto de los que están aquí como de los ausentes), llega como un lobo tragando sangre y dispuesto a devorar lanzándose contra la oveja. Es una llegada muy cruel, y muy grave para el que la sufre. La mente se oscurece con una densa niebla. Es un ataque injusto de alguien que invade una propiedad ajena, pues se esfuerza en abusar, haciendo violencia (Mc 9, 17-18), de un cuerpo ajeno sirviéndose de él como si fuese propio. Hace caer a quien se mantiene en pie, emparentado como está con aquel que cayó del cielo (cf. Lc 10, 18); enreda la lengua y retuerce los labios; en lugar de palabras, arroja espuma. El hombre se sume en tinieblas y, cuando el ojo está abierto, el alma no ve nada a través de él. Lleno de miseria, el hombre se convulsiona lleno de temor ante la muerte. Realmente los demonios son enemigos de los hombres y los maltratan suciamente y sin misericordia.

La fuerza y la iluminación otorgadas por el Espiritu Santo

16. No es tal el Espíritu Santo. ¡Lejos de vosotros este pensamiento! Pues, al contrario, aquí estamos en el terreno del bien y de la salvación. En primer lugar, su venida tiene lugar en la mansedumbre y con suavidad, y se le percibe con esa suavidad y con fragancia, pues su yugo es muy ligero. Avisan de su llegada los rayos brillantes de luz y de ciencia. Viene con los sentimientos de una auténtico protector. Viene a salvar, sanar, enseñar, advertir, fortalecer, consolar y a iluminar la mente: en primer lugar, la de aquel que le acoge y, después, sus obras y las de los demás. Y del mismo modo que quien estaba en tinieblas anteriormente, al mirar luego al sol, de repente recibe la luz en su ojo corporal y distingue lo que antes no veía con claridad, así es aquel que ha sido considerado digno del don del Espíritu Santo: se ilumina su ánimo y, colocándose más allá de lo humano, ve ahora lo que ignoraba. Postrado su cuerpo en tierra, su alma contempla los cielos como en un espejo. Como Isaías, ve «al Señor sentado en un trono excelso y elevado» (Is 6, 1). Contempla, como Ezequiel, al que «estaba sobre la cabeza de los querubines» (Ez 10, 1). Ve, como Daniel, a «miles de millares» y «miríadas de miríadas» (Dan 7, 10). Siendo como hombre poca cosa, ve el principio y el fin del mundo, y discierne el transcurso de los tiempos y la sucesión de los reyes. Y no es que esto lo haya aprendido, pero es un verdadero proveedor de luz. Un hombre puede ser encerrado entre paredes, pero la fuerza de su conocimiento se extiende ampliamente hasta contemplar incluso lo que otros hacen.

El poder que da el Espíritu de discernir lo oculto

17. Pedro no estaba presente cuando Ananías y Safira vendieron sus posesiones. Pero estaba presente por el Espíritu, y dijo: «¿Cómo es que Satanás llenó tu corazón para mentir al Espíritu Santo?» (Hech 5, 3). No era acusador ni tampoco testigo. ¿De dónde había llegado a conocer el hecho? «¿Es que mientras lo tenías no era tuyo, y una vez vendido no podías disponer del precio? ¿Por qué determinaste en tu corazón hacer esto?» (Hech 5, 4). Un hombre iletrado, Pedro, supo por la gracia del Espíritu lo que ni siquiera los mismos sabios de los griegos habían llegado a conocer. Un ejemplo semejante tienes también en Eliseo. cuando había curado gratis la lepra de Naamán, Guejazí se cobró una paga, cobrándose el valor de un trabajo de otro, y colocó el dinero recibido de Naamán en un lugar oscuro (cf. 2 Re 5, 20 ss). Pero las tinieblas no son oscuras para los santos (cf. Sal 139, 12). Pues, después de vuelto, le pregunta Eliseo (así como Pedro: «Dime, ¿habéis vendido en tanto el campo?» (Hech 5,8): «¿De dónde vienes, Guejazí?» (2 Re 5, 25). Y no lo decía porque no lo supiese, sino deplorándolo. Has venido de las tinieblas y te irás en tinieblas. Has vendido la curación de un leproso y la herencia de la lepra te acompañará (cf. 2 Re 5, 27). Yo he cumplido—dice el mandato de quien me dijo: «Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10, 8). Pero tú has vendido la gracia; recibe el salario de tu venta. ¿Y qué le dice Eliseo?: «¿No iba contigo mi corazón...?» (2 Re 5, 26). Yo estaba limitado por mi propio cuerpo, pero el espíritu que Dios me dio veía incluso las cosas lejanas y me mostraba con claridad las cosas que sucedían en otras partes. Ves de qué modo no sólo suprime la ignorancia, sino que incluso da conocimiento infuso, y ves cómo el Espíritu Santo ilumina las almas.

También a los profetas iluminaba el Espíritu Santo

18. Hace casi mil años que vivió Isaías. Contempló a Sión como una pobre tienda de campaña. Sin embargo, la ciudad todavía estaba en pie embellecida por gran cantidad de plazas públicas y revestida de su dignidad. Está dicho, no obstante: «Sión será un campo que se ara» (Miq 3, 12), preanunciando lo que se ha realizado en nuestros días. Observa la exactitud de la profecía, pues dice: «Ha quedado la hija de Sión como cobertizo en viña, como albergue en pepinar, como ciudad sitiada» (Is 1, 8). Y realmente está este lugar ahora lleno de pepinares. ¿Acaso no ves cómo el Espíritu Santo ilumina a los santos?. Que la semejanza de la denominación no te arrastre a otras cosas. Mantén en cambio, lo que es exactamente la verdad.

El Espíritu, que sugiere la castidad y la pobreza voluntarias, protege al hombre y le da sus dones

19. Si en alguna ocasión, cuando estés descansando, te vienen pensamientos acerca de la castidad o la virginidad, es él quien te esta instruyendo. ¿No sucede con frecuencia que una joven, ya dispuesta para la consumación del matrimonio, no accede porque él le sugiere la virginidad? ¿Es que no ocurre con mucha frecuencia que un hombre conspicuo en la vida pública desprecia las riquezas y la dignidad instruido por el Espíritu Santo? ¿O qué muchas veces un joven, viendo una figura grácil cierra los ojos para no ver y escapar de la deshonra? ¿Por qué crees que eso sucede? El Espíritu Santo ha instruido la mente del hombre, siendo tantos en el mundo los deseos de la avaricia, hay cristianos que siguen la pobreza voluntaria. ¿Por qué razón? Por el mandato interior del Espíritu Santo. Es una realidad preciosa el Espíritu santo y bueno. Debidamente somos bautizados en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Con su cuerpo lucha el hombre con muchos y fieros demonios. Y a menudo es contenido y dominado por las palabras de súplica un demonio al que muchos no podían retener con cadenas de hierro. Un simple soplo del exorcista se convierte en fuego contra el enemigo invisible. Tenemos, por tanto, de parte de Dios un auxiliador y protector, gran maestro de la Iglesia y gran luchador en favor nuestro. No sintamos temor ante los demonios ni ante el diablo, pues es más grande el que lucha por nosotros: simplemente abrámosle las puertas, pues «va por todas partes buscando a los dignos» (cf. Sab 6,16) y buscando a quién regalar con sus dones.

La fortaleza del Espíritu Santo en las dificultades

20. Pero se le llama Paráclito porque consuela, fortalece con sus exhortaciones y nos ayuda en nuestra debilidad, «pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26), es decir, ante Dios, como se ve por el asunto mismo. A menudo alguien, víctima de injurias por causa de Cristo, padece injustamente el desprecio. Amenazan el martirio y los tormentos por doquier: el fuego y la espada, las bestias y el precipicio. Pero el Espíritu Santo sugiere: «Espera en Yahvé» (Sal 27, 14), hombre. Es poca cosa lo que te sucede, pero es grande lo que se te dará. Tras padecer un tiempo breve, estarás eternamente en compañía de los ángeles. «Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rm 8, 18). El Espíritu describe al hombre el reino de los cielos, le muestra el paraíso de las delicias, y los mártires, presentes a la vista de sus jueces pero ya en el paraíso en cuanto a su energía y su poder, pueden así despreciar la dureza de lo que ven.

El Espiritu permite dar testimonio en favor de Jesús

21. ¿Quiéres saber cómo con la fuerza del Espíritu Santo dieron los mártires su testimonio? El Salvador dice a los discípulos: «Cuando os lleven a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué os defenderéis, o qué diréis, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir» (Lc 12, 1 1-12). Pues es imposible padecer el martirio por dar testimonio de Cristo si no se sufre con la fuerza del Espíritu Santo. Pues si «nadie puede decir "Jesús es Señor!" sino con el Espíritu Santo» (1 Cor 12, 3), ¿quién dará la vida par Jesús si no es en el Espíritu Santo?

Ilumina a todos los cristianos de cualquier condición y de cualquier pueblo

22. Grande, omnipotente en sus dones y admirable es el Espíritu Santo. Piensa cuántos estáis sentados aquí, cuántas almas somos. El Espíritu actúa de modo adecuado a cada uno. Está en medio de todos y ve la situación de cada uno. Ve también el pensamiento y la conciencia, y también lo que hablamos y a lo que damos vueltas en nuestra mente. Grande es esto que acabo de decir y, sin embargo, es todavía poco. Quisiera que consideraras, iluminando él tu mente, cuántos son los cristianos de toda esta parroquia y cuántos los de toda la provincia de Palestina. Amplía también tu mente desde esta provincia a todo el Imperio de los romanos y vuelve desde él tu mirada al mundo entero: los pueblos de los persas y las naciones de la India, los godos y los sauromatas, los galos y los hispanos, los moros, los africanos, los etíopes y otros de los que ni los nombres conocemos: son muchos, en efecto, los pueblos cuyos nombres no han llegado siquiera a nuestro conocimiento. Mira a los obispos de cualesquiera pueblos, a los presbíteros, los diáconos, los monjes, las vírgenes y los laicos, y observa quién es el que los rige, preside y les concede sus dones. Cómo, en todo el mundo, a uno le regala el pudor, a aquél la virginidad perpetua, a éste el afán de dar limosna, a otro el interés por la pobreza y a otro, en fin, la capacidad de poner en fuga a los espíritus enemigos. Y así como la luz, con un solo rayo, todo lo ilumina, así también el Espíritu ilumina a los que tienen ojos. Por tanto, si alguno se queja de que no se le da la gracia, no acuse al Espíritu, sino a su propia incredulidad.

Ángeles, potestades y todas las criaturas necesitan del Espíritu

23. Ves el poder que ejerce en el mundo entero. Que no se quede tu mente a ras del suelo, sino asciende a lo alto: sube en tus pensamientos hasta el primer cielo y contempla los muchísimos miles de ángeles que allí están. Si puedes, sube con el pensamiento a mayor altura: contempla los arcángeles y contempla a los espíritus, mira las virtudes, los principados, las potestades, los tronos y las dominaciones. Dios ha dado al Paráclito como prefecto, maestro y santificador de todos ellos. Necesitan de él Elías, Eliseo e Isaías entre los hombres. Y entre los ángeles, Miguel y Gabriel. Ninguna de las cosas creadas le iguala en honor. Pues todas las clases de ángeles y todos los ejércitos juntos carecen de paridad e igualdad con el Espíritu Santo. A todos ellos los cubre y oscurece la potestad sumamente buena del Paráclito. Si alguno de ellos es enviado a realizar un ministerio, escruta incluso las profundidades de Dios, como dice el Apóstol: «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios. En efecto, ¿qué hombre conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» ( I Cor 2, 10-11)

En unión con el Padre y el Hijo, el Espiritu Santo reparte sus dones

24. El, en los profetas, anunció a Cristo; él actuó en los apóstoles; él, hasta el día de hoy, sella las almas en el bautismo. El Padre se da al Hijo, y el Hijo comunica de sí mismo al Espíritu Santo. Es el mismo Jesús, no yo, quien lo dice: «Todo me ha sido entregado por mi Padre» (Mt 11, 27). Y del Espíritu Santo dice: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad,... El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16, 13-14). El Padre, a través del Hijo y juntamente con el Espíritu, lo da todo. No son unos los dones del Padre, otros los del Hijo y otros los del Espíritu Santo. Pues una es la salvación, una la potestad y una la fe, único es Dios Padre, único es su Hijo y único es el Espíritu Santo Paráclito. Y bástenos saber estas cosas. No indagues afanosamente la naturaleza o la sustancia. Pues, si es algo que se hubiese escrito, lo diríamos. Pero no nos atrevamos con lo que no ha sido escrito. Para nuestra salvación nos basta saber que existen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Sobre los setenta ancianos que ayudaron a Moisés

25. Este Espíritu descendió, en tiempo de Moisés, sobre los setenta ancianos. (Pero que la amplitud del discurso, carísimos, no os cause tedio. El mismo del que hablamos nos dé fuerza a cada uno de nosotros, a los que hablamos y a los que oís.) Este Espíritu, como decía, descendió sobre aquellos setenta ancianos que estaban bajo Moisés. Pero esto te lo digo para probar que todo lo conoce y todo lo obra como quiere. Fueron seleccionados setenta ancianos. «Bajó Yahvé en la nube y le habló. Luego tomó algo del espíritu que había en él y se lo dio a los setenta ancianos» (Núm 11, 25). Y no fue dividiendo al Espíritu, sino que cada uno recibió algo de su gracia, distribuida según su capacidad y su potestad. Los presentes eran de hecho sesenta y ocho, y profetizaron, pero no estaban Eldad y Medad. Pero para que quedase claro que no era Moisés el que concedía nada, sino que era el Espíritu el que obraba, también profetizaron Eldad y Medad, que habían sido llamados, pero no habían acudido (cf. Núm 11,26-30).

El mismo signo de la imposición de las manos para la antigua y la nueva Alianza

26. Se asombró de ello Josué, hijo de Nun, sucesor de Moisés, y acercándose a Moisés le dice: «¿Has oído que Eldad y Medad están profetizando?». Fueron llamados y no vinieron. «Mi señor Moisés, prohíbeselo» (11, 28). Pero él le dijo: No se lo puedo prohibir, pues es una gracia celestial. No se lo impediré, pues también yo tengo esa gracia. No creo que tú hayas dicho esto movido por la envidia. No te consumas de celo por mí porque ellos hayan profetizado mientras tú todavía no profetizas. Aguarda un tiempo: «¡Quién me diera que todo el pueblo de Yahvé profetizara porque Yahvé les diera su espíritu!» (11, 29). Proféticamene añadió lo de «porque les diera su espíritu». Pues ciertamente tampoco lo ha dado ahora, y tú no lo tienes todavía. Entonces, ¿no lo tuvieron Abraham, Isaac, Jacob y José? ¿Es que acaso no lo tuvieron los que vivieron antes de él? Sin embargo, es muy claro aquello de «cuando Dios les diera su espíritu», que es como si dijera: a todos. Y, no obstante, el don de la gracia es ahora privado y restringido, mientras que entonces se había derramado y abundaba. En realidad, se quería decir lo que nos habría de suceder en Pentecostés, pues también él descendió entre nosotros. Pero también anteriormente había descendido sobre muchos. Pues está escrito: «Josué, hijo de Nun, estaba lleno del espíritu de sabiduría, porque Moisés le había impuesto las manos» (Dt 34, 9). Ves el mismo signo en todas partes, en la antigua y en la nueva Alianza. En tiempo de Moisés se concedía el espíritu por la imposición de manos. A ti, que serás bautizado, ha de venir la gracia. No te digo de qué modo ni te anticipo el momento.

Presencia del Espíritu en personajes de la antigua Alianza

27. El vino también a todos los justos y profetas. Me refiero a Enós, Henoc, Noé y los demás, Abraham, Isaac y Jacob. Que también José tuvo el espíritu de Dios (cf. Gén 41, 38), es algo que ya había descubierto el mismo Faraón. Ya oíste acerca de Moisés y de las cosas admirables que hizo por el Espíritu. También lo tuvieron el fortísimo Job y todos los santos, aunque no mencionemos ahora los nombres de todos. El fue el que, en la construcción del Tabernáculo llenó de sabiduría a Besalel y a sus hábiles compañeros (Ex 31, 1-6).

28. En la fuerza de este Espíritu, según lo que tenemos en el libro de los Jueces, fue juez Otoniel (Juec 3, 10), se vio fortalecido Gedeón (6, 34) yJefté consiguió la victoria (11, 29). Débora, mujer, entabló batalla (4-5) y Sansón, cuando todavía obraba con justicia y no contristaba al Espíritu, realizó cosas superiores a las fuerzas humanas. En los libros de los Reyes encontramos claramente, acerca de Samuel y David(45), cómo profetizaban en el Espíritu Santo y eran jefes de profetas. Y a Samuel se le llamaba «vidente» (I Sam 9, 9-11). Pero David dice elocuentemente: «El espíritu de Yahvé habla por mí» (2 Sam 23, 2). Y, en los Salmos: «No retires de mí tu santo espíritu» (51, 13). Y a su vez: «Tu espíritu que es bueno me guie por una tierra llana» (143, 10). Y, como tenemos en las Crónicas, con el Espíritu Santo fueron agraciados Azarías, bajo el rey Asá, y, bajo Josafat, Yajaziel (2 Cró 15, 1; 20, 14). Y también Zacarías, que fue lapidado (2 Cro 24, 20-21; cf. Mt 23, 35 ss). Y Esdras dice: «Tu Espíritu bueno les diste para instruirles» (Neh 9, 20)(46). Acerca de Elías, el que fue tomado, y de Eliseo, ambos portadores del Espíritu y realizadores de cosas admirables, es cosa clara -aunque ahora lo pasemos por alto- que estuvieron llenos del Espíritu Santo.

Y en otros profetas

29. Y si alguien recorre los libros tanto de los doce como de los demás profetas, encontrará muchísimos testimonios acerca del Espíritu Santo. Miqueas dice: «Yo, en cambio, estoy lleno de fuerza por el espíritu de Yahvé» (Miq 3, 8). Y Joel: «Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne» (3, 1). Y Ageo dice: «... según la palabra que pacté con vosotros a vuestra salida de Egipto, y en medio de vosotros se mantiene mi Espíritu: no temáis» (2, 5). De modo semejante, Zacarías: «No obstante, acoged mis palabras y mis mandatos, que yo prescribo en mi Espíritu a mis siervos los profetas» (Zac 1, 6 LXX). Y así, otras cosas.

En Isaías y Ezequiel

30. También Isaías, el predicador elocuentísimo: «Reposará sobre él el Espíritu de Yahvé: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahvé. Y le inspirará en el temor de Yahvé» (11, 2-3). Con ello quiere decir que él (el Espíritu) es uno e indivisible, pero son diversos los efectos que produce. Y también: «He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él (Is 42, 1). Y también aquello: «Derramaré mi espíritu sobre tu linaje (44, 3). Y además: «Ahora el señor Yahvé me envía con su espíritu» (48,16). O bien: «En cuanto a mí, esta es la alianza con ellos, dice Yahvé. Mi espíritu que ha venido sobre ti...» (59, 21)(48). Y, a su vez: «El espíritu del Señor Yahvé está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahvé...» (61,1)(49). Y también, hablando en contra de los judíos: «Mas ellos se rebelaron y contristaron a su Espíritu Santo» (Is 63, 10) y: «¿Dónde está el que puso en él su Espíritu Santo?» (63, 11).

También tienes en Ezequiel —si no estás ya cansado de escuchar— lo que ya se ha recordado: «El espíritu de Yahvé irrumpió en mí y me dijo: "Di: Así dice Yahvé"» (Ez 11, 5). Pero el «irrumpió sobre mí» se ha de entender correctamente, como queriendo designar la caridad y la clemencia. De modo semejante a como Jacob, una vez que encontró a José, «se echó a su cuello» (Gén 46, 29) y como, en los evangelios, aquel padre amantísimo, al ver a su hijo de vuelta, «conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc 15, 20). Y, también en Ezequiel: «El espíritu me elevó y me llevó a Caldea, donde los desterrados, en visión, en el espíritu de Dios» (Ez 11, 24). Y otras cosas ya las oíste antes, cuando hablamos del bautismo(50): «Os rociaré con agua pura... y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo» (36, 25-26). Y, poco después: «La mano de Yahvé fue sobre mí y, por su espíritu, Yahvé me sacó» (37, 1).

En Daniel

31. El infundió la sabiduría en el alma de Daniel, de modo que un joven fuese juez de ancianos. La casta Susana había sido condenada como impúdica. Nadie la defendía. ¿Quién la habría arrebatado de la mano de los jefes? Era llevada a la muerte y ya estaba en manos de los verdugos (Dan 13, 41-45). Pero se presentó su auxiliador, el Paráclito, el Espíritu que santifica a toda criatura inteligente. «Manténte ahí», le dijo a Daniel. «Tú, que eres joven, arguye a los viejos manchados por la corrupción de pecados de jóvenes. Pues está escrito: «Suscitó el santo espíritu de un jovencito» (13, 45). Y, resumiendo brevemente, por la sentencia de Daniel se salvó aquella muchacha pura. Este caso lo hemos resumido, pues no hay tiempo de exponerlo todo. Incluso Nabucodonosor reconoció que en Daniel estaba el Espíritu Santo, pues se refirió a él como «Daniel..., en quien reside el espíritu de los dioses santos» (Dan 4, 6). Dijo una cosa verdadera y otra falsa. Que tenía el Espíritu Santo era verdad, pero no que era «jefe de los magos». Pues no era mago, sino conocedor de las cosas por el Espíritu. De hecho, antes (Dan 2, 31ss.) había explicado la visión de la imagen que había visto y que no entendía. «Explícame, dice, la visión, que yo, que la vi, no la entiendo». Ves ahí la potencia del Espíritu Santo, porque quienes vieron no entienden, y los que no vieron conocieron e interpretaron.

En la siguiente catequesis se hablará del Espíritu Santo en el Nuevo Testamento

32. Estaríamos inclinados a recoger muchos testimonios del Antiguo Testamento y a explicar con más claridad lo que atañe al Espíritu Santo. Pero queda poco tiempo y es aconsejable que no tengáis tanto que escuchar. Por lo cual, contentos con lo mencionado de la antigua Alianza, volveremos, si Dios lo permite, en la catequesis siguiente a lo que falta del Nuevo. El Dios de la paz, os regale a todos con los bienes espirituales y celestiales por medio de Nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíriritu (cf. Rom 15, 30). A él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

EL DÍA DEL BAUTISMO DE RUSIA, NUEVA FIESTA ESTATAL



El Parlamento ruso ha promulgado una ley según la cual el país tendrá una nueva fiesta, el Día del Bautismo de Rusia, que a partir de ahora se celebrará el 28 de julio.

Se considera que el 28 julio de 988, el Gran Príncipe de Kiev (título del soberano del país en aquellos tiempos) Vladímir bautizó a su pueblo haciendo entrar, sirviéndose de la druzhina (guardia de los príncipes en la antigua Rusia), a toda la población de Kiev en las aguas amarrillentas del río Dniéper y destruyendo las esculturas de dioses paganos, situadas en la colina más alta a las afueras de la ciudad.

En realidad este día fue tan solo el comienzo de un largo proceso de adopción del cristianismo por las ciudades y pueblos de la antigua Rusia, cuyo centro era una de las ciudades más populosas y fuertes de la Europa de entonces, Kiev, ubicada a las orillas del rio Dniéper.

El iniciador de esta reforma religiosa en el calendario festivo de Rusia fue el Concilio Episcopal de la Iglesia Ortodoxa rusa, que en 2008 exhortó a los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia a dar comienzo a la celebración a nivel estatal del Día del Bautismo.

El 28 de julio la Iglesia Ortodoxa homenajea al Gran Príncipe Vladímir, por cuya iniciativa el cristianismo se adoptó como religión oficial en la Rus de Kiev (el Estado Ruso antiguo, dirigido desde la ciudad de Kiev desde aproximadamente 880 hasta mediados del siglo XII). Este estado medieval comprendía los territorios de Rusia, Ucrania y Bielorrusia.

Por supuesto, es imposible determinar la fecha exacta de la adopción del cristianismo. Este proceso se dividió en varias etapas en Rus, desde los tiempos en que la abuela del Gran Príncipe Vladímir, la princesa Olga, tomara las riendas del gobierno, a mediados del siglo X. El mismo Gran Príncipe fue bautizado según diferentes versiones en Constantinopla (actual Estambul) o en Quersoneso (antigua colonia griega fundada aproximadamente hace unos 2.500 años en la parte suroeste de Crimea) en el año 987 o 988. Depués el Gran Príncipe bautizó a sus adeptos en la capital de su principado, Kiev. En los años posteriores el bautismo en masa se realizó en diferentes ciudades y colonias de la Rusia antigua.

El Día del Bautismo de Rusia es una razón más para conocer y comprender las raíces, la historia y la cultura que une a los pueblos eslavos, que aún estando separados por diferentes fronteras entre los estados actuales, siguen manteniendo vínculos de unidad de parentesco y espiritual.

lunes, 17 de mayo de 2010

Sobre las memorias de los difuntos.


Después de la muerte el alma espera la Resurrección. En ese momento de espera es consciente de sus buenas y malas obras por lo que los oficios del Trisagio Fúnebre y las oraciones por los difuntos durante la Liturgia le ayudan por medio de la petición que hace la Iglesia a Dios para que perdone sus pecados voluntarios e involuntarios.

En los relatos de la vida de los Santos hay un relato sobre San Macario el Grande. El rogaba por todos los difuntos y un día, mientras caminaba por el desierto de la Tebaida tropezó con un cráneo blanqueado por el sol implacable. Permitió Dios que el cráneo le hablase diciéndole que hasta los pecadores más empedernidos obtenían alivios en sus sufrimientos por los pecados que habían cometido gracias a sus oraciones.

Es muy importante entregar al difunto a la tierra ya que de ella salimos y a ella volvemos. La cremación es un uso ajeno a la Ortodoxia y está totalmente prohibido. El cuerpo sin vida del difunto ha participado en los Santos Sacramentos, ha sido santificado con la unción del espíritu Santo y es un gran pecado destruirlo por el fuego.

No se puede celebrar el oficio de funeral por una persona que ha pedido y ha sido incinerada.

1. Las conmemoraciones de los difuntos.

El oficio del Funeral de cuerpo presente se hace a los tres días del fallecimiento. El primer trisagio se hace a los nueve días, el segundo a los cuarenta días. Se recuerda también en el tercer, sexto, y noveno mes así como en el primer aniversario de la muerte.

Es obligación de los deudos el recordar siempre que se asista a la Liturgia a sus seres queridos difuntos, entregando el pomelnic al sacerdote con la prósfora. Así mimo se les ha de recordar principalmente en el día de su Santo y en el aniversario de su muerte.

Las velas por los difuntos se encienden en la Iglesia junto al Gólgota, mesa con el crucifijo que se encuentra en el nártex de la Iglesia y que es donde se hacen los recordatorios por los difuntos.

Los monjes toman eternos recordatorios por los difuntos orando perpetuamente por su descanso eterno. Los fieles pueden inscribir en esos recordatorios a sus seres queridos ayudando económicamente al monasterio en memoria de esta persona difunta.

2. Que días no puede ofrecerse la coliva por los difuntos:

- Todos los domingos del año, ya que es la memoria semanal de la Resurrección. De la misma manera que el domingo de Pascua no puede celebrarse el Trisagio Fúnebre, tampoco se puede celebrar ningún domingo ya que es la Pascua semanal.

- Desde el Sábado de Lázaro hasta el Domingo de Tomás.

- De la Natividad del Señor a la fiesta de la Teofanía.

- La fiesta de la Decapitación de San Juan Bautista (29 de agosto) y de la exaltación de la Santa Cruz (14 de septiembre).

- Todas las fiestas que en el calendario aparecen en rojo.

- El lunes después de Pentecostés.

-El día d ela fiesta patronal de la Parroquia.

Muchos en vez de guardar la memoria de los difuntos en el día del aniversario llevan la coliva el domingo a la Iglesia aduciendo que ese día hay más gente. Es una costumbre perniciosa que se ha de erradicar ya que se ignora el verdadero día de la muerte del difunto que su aniversario para el cielo y se pone en un compromiso al sacerdote que en ese día no puede oficiar el Trisagio por los difuntos.

3. Prácticas erróneas

Aunque es práctica en algunas Iglesias es un gran error celebrar las memorias de los difuntos y funerales usando ornamentos negros. Estos fueron introducidos en la Rusia zarista para el funeral del Zar Pedro el Grande por influencia de los católicos que usaban este color en sus funerales.

Los ornamentos negros sólo están permitidos en las conmoraciones de los difuntos que se hacen los sábados durante la Gran Cuaresma ya que este es el color que se usa en los días entre semana de este tiempo. El color de los funerales es el blanco en memoria de la Pascua de Cristo y para expresar nuestra fe en la Resurrección.

Así mismo es un gran error el dejarse crecer la barba y llevar vestidos negros. Un ortodoxo no se deja crecer la barba cuando muere un pariente porque el hombre ortodoxo lleva barba. Era esto una costumbre entre los paganos que afeitaban su cara y posteriormente de los papistas. Ahora es moda incluso en los países ortodoxos (por desgracia también entre muchos sacerdotes ortodoxos) el llevar la cara afeitada y esto favorece esta costumbre perniciosa. El luto es propio de los paganos e incrédulos para los cuales la muerte es el fin definitivo. La muerte de un cristiano ha de suponer una gran alegría para los creyentes pues es su verdadero nacimiento para el Cielo. Por esta razón no se ha celebrado nunca el día del cumpleaños, del nacimiento para la tierra, ni se hace recuerdo del difunto en este día, sino en el día de su Santo Protector.

Arrianismo y pelagianismo

La Iglesia logra en el siglo IV la libertad civil.

El emperador Galerio (311, edicto de Nicomedia) y los emperadores San Constantino I y Licinio, en occidente y en oriente (313, edicto de Milán), no solamente ponen fin a las persecuciones de la Iglesia, sino que van creando una situación en la que ser cristiano trae consigo una condición muy ventajosa para la vida social en el Imperio. Se bautizan los emperadores y con ellos todos los altos magistrados. Teodosio prohíbe ya los cultos paganos supervivientes y establece el cristianismo como religión oficial del Imperio (391). Se inicia en ese siglo para la Iglesia un tiempo nuevo, en el que florece la liturgia, la catequesis, la construcción de los templos y basílicas, la celebración de los primeros grandes Concilios ecuménicos, la institución del domingo, de la monogamia, una época en la que no pocas normas cristianas se hacen leyes civiles, al mismo tiempo que la Iglesia hace suyas muchas instituciones y leyes romanas.

Pero es a la vez un tiempo de grandes rebajas del cristianismo.

La Iglesia, por decirlo así, se ve invadida por la conversión de innumerables paganos. Y sucede lo previsible, aquello que testifica el Venerable Jerónimo: «después de convertidos los emperadores, la Iglesia ha crecido en poder y riquezas, pero ha disminuido en virtud» (Vita Malchi 1). Efectivamente, el heroísmo del pueblo cristiano, generalizado en los tres primeros siglos de persecuciones, va dando paso con frecuencia a una mundanización creciente. La Providencia divina suscita justamente en ese siglo IV el monacato, cuyo crecimiento es sorprendentemente rápido. En la cristiandad de Egipto, por ejemplo, había unos cien mil monjes y unas doscientas mil monjas.

Precisamente entonces, cesadas las persecuciones, es cuando una relativa mundanización de las comunidades cristianas ocasiona negativamente el movimiento positivo de una muchedumbre de fieles que, buscando vivir plenamente el Evangelio, sale del mundo secular y se va a los desiertos. Esta opción tan radical tuvo no pocos impugnadores en un principio. Y San Juan Crisóstomo la justifica y explica en su obra Contra los impugnadores de la vida monástica. Sin embargo, los enormes conflictos internos de la Iglesia en ese tiempo, aún más que en el campo de la vida moral, se dan en el campo doctrinal. Es un tiempo de grandes herejías. Y también de grandes Concilios, que van definiendo la fe Ortodoxa en Cristo, la Trinidad y la gracia.

Arrianismo y pelagianismo surgen entonces como una versión naturalista del cristianismo.

Muchos nuevos cristianos «necesitaban» un cristianismo no sobre-natural, el propio del arrianismo y del pelagianismo: un cristianismo mucho más conciliable con la mentalidad helénica-romana; una versión del Evangelio que no sobrevolase tanto por encima del nivel de la naturaleza. Tengamos en cuenta que gran parte del pueblo cristiano de la época seguía viviendo según «los pensamientos y los caminos» de los hombres, tan distantes todavía de los pensamientos y caminos divinos (Is 54,8-9).

El arrianismo.

Nace Arrio en Libia (246-336), y es ordenado presbítero en Alejandría. En la cristología que él difunde el Logos no existe desde toda la eternidad, es una criatura sacada por el Padre de la nada. Por tanto Cristo no es propiamente Dios, sino un hombre, una criatura. No explicaré aquí la doctrina del arrianismo, conceptualmente complicada, y ya anticipada de algún modo por el monarquismo adopcionista de Pablo de Samosata (+272), patriarca de Antioquía: en Dios hay solo una persona. Retengo simplemente lo que pasará a la historia como arrianismo, prescindiendo de las especulaciones conceptuales usadas por el presbítero alejandrino Arrio. Simplemente, el arrianismo es una herejía cristológica, que presenta a Jesucristo como una criatura, como un hombre, aunque perfectamente unido a Dios, y que rebaja así infinitamente la fe católica en el Verbo encarnado, haciéndola, por decirlo así, más asequible al racionalismo natural mundano.

El arrianismo es el fruto del racionalismo frente a la originalidad cristiana. No es el Verbo el que se hace hombre, sino el hombre el que, por gracia divina, queda divinizado. Por tanto, no hay encarnación del Hijo divino eterno; no es el Verbo encarnado quien muere en la cruz, en un sacrificio de expiación infinita. Cristo es sin duda para los hombres el ejemplo perfecto de unión con Dios, pero no es propiamente causa, fuente de salvación eterna para cuantos creen en Él.

El arrianismo tuvo una difusión inmensa. Algunos emperadores lo favorecieron y combatieron a los Obispos defensores de la Fe Ortodoxa, como San Atanasio y San Hilario, que hubieron de sufrir exilios. Gran parte de los Obispos orientales lo admitieron activa o al menos pasivamente. De ahí el lamento de San Jerónimo: «ingemuit totus orbis et arianum se esse miratus est» (gimió el orbe entero, al comprobar con asombro que era arriano: Dial. adv. Lucif. 19). Si esta cristología herética hubiera prevalecido, la Iglesia Ortodoxa se habría reducido a una secta insignificante.

Posteriormente se formularon también herejías que negaban la encarnación de un Hijo divino eterno, como el adopcionismo de Elipando de Toledo.

La Iglesia, pronto y repetidamente, afirmó la Fe Ortodoxa en Cristo contra el arrianismo.

Esto lo hizo unque no sin grandes polémicas y prolongadas resistencias. El concilio de Nicea (325); el Papa Liberio, a instancias de San Atanasio; el concilio I de Constantinopla (381); el Sínodo de Roma (430); el concilio de Éfeso (431), presidido por San Cirilo; San León Magno, en el formidable Tomus Leonis (449); el concilio de Calcedonia (451); el II de Constantinopla (553), aseguraron en la Iglesia la verdad de Cristo, la Fe Ortodoxa que confesamos a lo largo de los siglos:

Creemos «en un solo Señor Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial con el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió de los cielos y se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María Virgen, y se hizo hombre»… (Conc. I Constantinopla).

El arrianismo, sin embargo, a pesar de tan numerosas y solemnes definiciones de la Iglesia, pervivió largamente, sobre todo entre los godos y otros pueblos germánicos. En España, concretamente, perduró hasta el III Concilio de Toledo (587), cuando Recaredo I, Rey de los visigodos, y su pueblo profesaron la fe católica. En todo caso, como lo comprobaremos, los esquemas arrianos en cristología tienen hoy amplia vigencia, también entre los católicos, aunque estén concebidos en claves mentales y verbales muy diversas.

Pero vayamos con la otra gran rebaja de la Fe Ortodoxa:

El pelagianismo.

En el siglo IV, cuando la Iglesia se ve invadida por multitudes de neófitos, surge en Roma un monje de origen británico, Pelagio (354-427), riguroso y ascético, que ante la mediocridad espiritual imperante, predica un moralismo muy optimista sobre las posibilidades naturales éticas del hombre. Los planteamientos de Pelagio resultan muy aceptables para el ingenuo optimismo greco-romano respecto a la naturaleza: «Cuando tengo que exhortar a la reforma de costumbres y a la santidad de vida, empiezo por demostrar la fuerza y el valor de la naturaleza humana, precisando la capacidad de la misma, para incitar así el ánimo del oyente a realizar toda clase de virtud. Pues no podemos iniciar el camino de la virtud si no tenemos la esperanza de poder practicarla» (Epist. I Pelagii ad Demetriadem 30,16). Somos libres, no necesitamos gracia.

San Agustín resume así la doctrina pelagiana: «Opinan que el hombre puede cumplir todos los mandamientos de Dios, sin su gracia. Dice [Pelagio] que a los hombres se les da la gracia para que con su libre albedrío puedan cumplir más fácilmente cuanto Dios les ha mandado. Y cuando dice “más fácilmente” quiere significar que los hombres, sin la gracia, pueden cumplir los mandamientos divinos, aunque les sea más difícil. La gracia de Dios, sin la que no podemos realizar ningún bien, es el libre albedrío que nuestra naturaleza recibió sin mérito alguno precedente. Dios, además, nos ayuda dándonos su ley y su enseñanza, para que sepamos qué debemos hacer y esperar. Pero no necesitamos el don de su Espíritu para realizar lo que sabemos que debemos hacer. Así mismo, los pelagianos desvirtúan las oraciones [de súplica] de la Iglesia [¿Para qué pedir a Dios lo que la voluntad del hombre puede conseguir por sí misma?]. Y pretenden que los niños nacen sin el vínculo del pecado original» (De hæresibus, lib. I, 47-48. 42,47-48).

No hay, pues, un pecado original que deteriore profundamente la misma naturaleza del ser humano. La naturaleza del hombre está sana, y es capaz por sí misma de hacer el bien y de perseverar en él. Cristo, por tanto, ha de verse más en cuanto Maestro, como causa ejemplar, que en cuanto Salvador, como causa eficiente de salvación. La oración de súplica, la virtualidad santificante de los sacramentos, que confieren gracia increada, confortadora de la naturaleza humana,… Todo eso carece de necesidad y sentido.

La Iglesia afirma la verdad ortodoxa de la gracia.

Aunque las doctrinas de Pelagio fueron en principio aprobadas por varios obispos y Sínodos, debido a informaciones insuficientes y malentendidas, pronto la Iglesia rechaza el pelagianismo con gran fuerza en cuanto sus doctrinas fueron mejor conocidas, sobre todo a través de las enseñanzas de los pelagianos Celestio y Julián de Eclana. Gran fuerza tuvieron en la lucha contra el pelagianismo varios Santos Padres, como el Venerable Jerónimo, el presbítero hispano Orosio, San Próspero de Aquitania sobre todo San Agustín de Hipona. Se atrevieron a combatir los errores de su propio tiempo.

Arrianismo y pelagianismo van juntos.

Aunque sean diferentes herejías. Los dos rebajan cualitativamente la condición sobrenatural del mundo ortodoxo de la gracia. Los dos son una versión del cristianismo mucho más aceptable para quienes mantienen una mentalidad mundana racionalista. Cristo es un hombre, no es Dios. Cristo es un modelo perfecto de humanidad, un Maestro excepcional; pero no es un Salvador único y universal, no causa nuestra salvación, nuestra filiación divina, introduciendo por su encarnación y su cruz en la raza humana unas fuerzas de gracia increada, sobre-humanas, divinas, celestiales, absolutamente necesarias para la salvación temporal y eterna del hombre.

No tiene, pues, nada de extraño que, históricamente, cuando los pelagianos se veían perseguidos en una Iglesia local ortodoxa, buscaban refugio al amparo de Obispos arrianos. Dios los cría y ellos se juntan.

domingo, 16 de mayo de 2010

Sinaxario del Domingo de los Santos Padres (Traducido del Pentecostario griego)



En este día, el Séptimo Domingo de Pascua, festejamos el Primer Concilio Ecuménico en Nicea, [el] de los trescientos diez y ocho padres.

Estiquera de los Padres

Oh brillantes estrellas del firmamento espiritual,
iluminad mi mente con vuestros luminosos rayos.

Contra Arrio:

«El Hijo no comparte la esencia del Padre»,
dijo Arrio: que él no comparta la gloria de Dios.

Celebramos la presente fiesta por la siguiente razón: ya que Nuestro Señor Jesucristo, que se había revestido de nuestra carne, cumplió inefablemente todo el plan salvador y fue restaurado al trono de su Padre, los santos, queriendo mostrar que el Hijo de Dios verdaderamente se había hecho hombre, y que como el perfecto Dios-hombre había sido levantado [al cielo] y se había sentado a la derecha de la Majestad en lo alto, debido a que este Concilio había proclamado y confesado que él es de una misma esencia y de un mismo honor con el Padre, establecieron por esto la presente fiesta después de la gloriosa Ascensión, como presentando la asamblea de tantos padres que proclamaron esto: que aquel que fue levantado [al cielo] en la carne era Dios, y en la carne, hombre perfecto.

El Concilió fue celebrado bajo Constantino el Grande, en el vigésimo año de su reino. Cuando cesó la persecución, este gobernó al principio desde Roma, pero luego fundó esta muy bendita ciudad llamada por su nombre [es decir, Constantinopla] en el año 5.838 desde la fundación del mundo [esto es, 324 d. C.]. Entonces comenzó también la faena de Arrio. Este era originalmente de Libia, y tras llegar a Alejandría, fue ordenado diácono por Pedro Mártir, obispo de Alejandría. Entonces [Arrio] comenzó a decir blasfemias contra el Hijo de Dios, declarando que el llego a ser del no ser [es decir, que fue creado], que estaba lejos de la dignidad divina, y que era sólo por analogía que era llamado Sabiduría y Verbo de Dios--como si estuviera contraponiéndose al impío Sabelio, que decía que en la divinidad había una sóla persona y esencia, que se manifestó en un momento como el Padre, en otro como el Hijo, y en otro como el Espíritu Santo. Cuando Arrio pronunció estas blasfemias, el gran Pedro le rehusó el presbiterado, tras ver a Cristo sobre el altar como un infante, envuelto en un manto rasgado, y diciéndole que Arrio lo había rasgado. Pero Aquiles, que se convirtió en obispo de Alejandría después de Pedro, absolvió a Arrio de nuevo bajo juramento. Además lo ordenó presbítero, y lo puso a cargo de la Escuela de Alejandría. Tras la muerte de Aquiles, Alejandro se convirtió en obispo. Este, al hallar que Arrio decía las mismas y aún peores blasfemias, lo expulsó de la Iglesia, condenándolo en un concilio. Como dice Teodoreto, Arrio fue el primero en vomitar que Cristo era de naturaleza mutable, y que el Señor había asumido carne son mente o alma [humanas]. Arrio descarrió a muchos con su impiedad, escribe [Teodoreto], convenciendo a Eusebio de Nicomedia, Paulino de Tiro, Eusebio de Cesarea y a otros, y atacó a Alejandro. Pero Alejandro causó que muchos se levantaran a defenderle dando noticia de las blasfemias [de Arrio] a través de todo el mundo habitado.

Ya que la Iglesia estaba muy atribulada y no aparecía cura para el amor por las contiendas doctrinales, Constantino el Grande congregó a los padres de todo el mundo habitado en la ciudad de Nicea mediante transporte público. Él también estuvo presente allí. Y cuando los padres hubieron tomado sus asientos, Constantino también tomo el suyo como invitado--no en un trono real, sino un asiento muy por debajo de su rango. Cuando todos hubieron hablado contra Arrio, este y todos los que estaban de acuerdo con él fueron anatematizados, a la vez que el Verbo de Dios fue proclamado de una misma esencia y un mismo honor con el Padre. También proclamaron el santo Símbolo de fe [es decir, el Credo], redactándolo hasta las palabras «Y en el Espíritu Santo»; el resto fue completado por el Segundo Concilio [Constantinopla, 381 d. C.]. Además, el Primer Concilio también fijó la fecha de la Pascua, cuándo y cómo celebrarla, [especificando que] no [debe celebrarse] con los judíos, como había sido la costumbre [en algunos lugares]. [Los padres] establecieron veinte cánones acerca del orden en la Iglesia. Finalmente Constantino, igual de los apóstoles, confirmó el santo Símbolo de fe con letras de color escarlata.

De estos santos padres, doscientos treinta y dos eran obispos, y ochenta y seis presbíteros, diáconos y monjes; los presentes sumaban trescientos diez y ocho. Los más destacados eran Silvestre, obispo de Roma, y Metrófanes de Constantinopla, que estaba enfermo (estos fueron representados por delegados); Alejandro de Alejandría con Atanasio el Grande, que era arcediano en aquel entonces; Eustacio de Antioquía y Macario de Jerusalén; Osio, obispo de Córdoba; Paunucio el Confesor; Nicolás de Mira y Espiridión de Tremitunte, que habiendo convencido a un filósofo presente aduciendo como prueba al triple sol [luz, calor, energía], lo bautizó. Durante el Concilio, dos obispos de entre los padres fueron a morar con Dios, y Constantino el Grande colocó el decreto del Concilio en sus ataúdes, sellándolos seguramente. Luego halló que el decreto había sido confirmado también por ellos, y [que estaba] firmado con inefables palabras divinas.

Al acabar el Concilio, ya que la nueva ciudad había sido completada, Constantino el Grande invitó allá a todos esos santos hombres. Al congregarse y orar, decretaron que esta era la Reina de las ciudades, y la dedicaron a la Madre del Verbo por orden del Emperador. Y cada uno de los santos se marchó a su hogar.

Pero antes de que Constantino fuera a morar con Dios, dividió su reino con su hijo Constancio. Arrio vino ante el Emperador diciendo que había abandonado todo y que estaba unido con la Iglesia de Dios. Escribiendo sus herejías, se las colgó del cuello, y como si fuera obediente al Concilio las golpeaba con su mano diciendo que obedecía. Al Emperador le era indiferente, y ordenó al Patriarca de Constantinopla que recibiera a Arrio en comunión. El Patriarca en aquel entonces era Alejandro, sucesor de Metrófanes, que dudaba conociendo la duplicidad del hombre, y pidió a Dios que le revelara si le parecía que tuviera comunión con Arrio. Al llegar el momento de concelebrar con Arrio, su plegaria se hizo más ferviente. Pero mientras Arrio iba de camino a la Iglesia, le sobrevinieron fuertes dolores estomacales cerca de la columna en el foro, y entró a un baño público. Allí se reventó y se desparramaron todas sus vísceras por debajo, sufriendo así la evisceración de Judas por una igual traición al Verbo. Habiendo desgarrado al Hijo de Dios de la esencia del Padre, fue desgarrado él mismo y hallado muerto, y así la Iglesia de Dios fue librada de este daño.

Por las oraciones de los trescientos diez y ocho padres, portadores de Dios,
oh Cristo Dios, ten piedad de nosotros. Amén.