sábado, 1 de mayo de 2010

El agua viva y vivificadora


“El agua que yo le de se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna”

“Tenía que pasar por Samaria”. Así empieza la providencia salvífica del Señor hacia esta mujer samaritana, a pesar de ser de género, raza y religión diferentes de la suya, algo insólito que señaló la misma la mujer. El encuentro parece ser intencionalmente deseado por el Señor, para llevarle la salvación.

La conversación que tuvo lugar sobre la fuente de Jacob condujo el Señor a ofrecerle a la mujer el agua viva, quien la bebe “no tendrá jamás sed”. El Señor hablaba en realidad del Espíritu Santo, según la explicación de san Cirilo, Patriarca de Alejandría (+444). Esta agua, además de satisfacer a los sedientos, tiene la propiedad de que “se hará en” quien la bebe “una fuente que salte hasta la vida eterna”. Así, el Señor introducía dos dimensiones de la acción de la gracia en los creyentes; por una parte, Él señala su plenitud que los creyentes iban a experimentar cuando la reciban, y por otra parte, su naturaleza de ser comunicativa y participativa: quien la recibe la transmite a los demás. En otras palabras, esta gracia testifica de la verdad sobre la vida eterna, en quien la recibe, y al mismo tiempo, por él mismo, otorgando al receptor como así también al transmisor muestras en su corazón de su presencia en forma de una certeza indubitable.

Lo sucedido con la Samaritana confirma esta conclusión. La receptora de la gracia actuó en transmisora de la misma, por su predicación. En efecto, cuando ella se dio cuenta de la identidad de Cristo, de que era el Mesías, no necesitaba más sacar agua de la fuente, como fue inicialmente la razón de estar allí, sino que dejó su cántaro, saciada por la gracia que tuvo, y se fue a la ciudad invitando y convocando a sus pares a conocer a Cristo: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho”. En respuesta a su invitación, “muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él”. Por su parte, ellos, por la inmensa complacencia que experimentaron, pidieron a Jesús que se quedase. Así la acción de la gracia en la samaritana incentivó a otros a creer en Cristo. Por la predicación y el testimonio de la samaritana, los samaritanos bebieron de la misma gracia, como si fuera desde una fuente de agua.

Cabe destacar que esta conversión de la Samaritana era posible por una doble condición: reconocer su pecado confesándolo, y luego asumir la vergüenza pertinente a esta confesión, como si fuera una levadura salvífica, para incentivar a uno mismo y a otros también acercarse a la fuente de la vida. En efecto, cuando el Señor le pidió que llamara a su marido, ella le respondió que no tenía. Por esta confesión, el Señor le reveló todo el drama de su vida: “Bien dices: no tengo marido; porque cinco tuviste, y el que ahora tienes no es tu marido; en esto has dicho verdad; en esto has dicho verdad”. Esta revelación no la culpó, tampoco la condenó, sino la liberó; no la hizo replegarse sobre sí misma, sino que le abrió el camino hacia la vida verdadera, hacia la ofrenda de su propia conversión como muestra de la acción de la gracia en los creyentes. ¿Acaso la esencia de su predicación hacia sus pares no se fundamentaba sobre esta revelación de Cristo?

Así resucitó la Mujer Samaritana y experimentó la acción del agua viva y vivificadora. Festejó su resurrección y su Pentecostés personal, su bautismo y su crismación por el santo Miron. Desde esta perspectiva, encontramos en la mujer samaritana una muestra de que bajo la luz de la resurrección, bajo la luz de la nueva vida en Cristo, la revisión sincera de su propia vida se transforma en una oportunidad de crecimiento, de liberación, de plenitud y de abundancia, lo que estableció Pentecostés en la profusión del Espíritu Santo. Fuera de la luz de la resurrección, la revisión de su propia realidad quedaría dependiente de criterios mundanos, sean sociales, sicológicos, o simplemente humanos, una perspectiva que no sacia a los sedientos; mientras que la perspectiva de la vida en Cristo abre ante el alma la perspectiva de una relación viva con el Señor, una comunión que quedaría para siempre y saciaría a los sedientos.

Si lo sucedido con la Samaritana tuvo lugar mucho antes de la resurrección y de Pentecostés, sin embargo, su ejemplo fue una prefiguración de la tarea que asumieron los apóstoles, inaugurado por Pedro el día de Pentecostés por una predicación cuyo fruto fue la unión a la Iglesia de “unas tres mil personas” (Hech 2:41). El ejemplo de la samaritana es una muestra de que la conversión y la predicación no son privilegios de unos. Es un ejemplo hoy que da a callar a los incrédulos, sospechosos e hipócritas, mientras que promueve la disposición de los caídos hacia pedir beber de la misma agua y disfrutar llevarla a los sedientos. ¡“Cristo resucitó”!

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