viernes, 19 de noviembre de 2010

La Entarda en el Templo de la Santísima Madre de Dios.

El 21 de noviembre de 543 se consagraba en Jerusalén la iglesia de Santa María, llamada la Nueva, construida por el emperador Justiniano en el centro de la ciudad, en el lugar del antiguo templo. Esta dedicación pronto fue asociada a la Entrada de la Madre de Dios en el Templo de Jerusalén, que aunque no aparecía en los Evangelios permanecía en la memoria del pueblo Cristiano y en la tradición de la Iglesia.
Conmemorada ya en otras partes del Imperio, sobre todo en los monasterios,  desde el siglo VI, se instituye la fiesta en la ciudad de Constantinopla en el siglo VII que la incluye en sus calendarios asociada a la Iglesia de las Blanquernas. Finalmente el emperador Manuel I Comeno  la convirtió en celebración oficial en todo el Imperio.
La Presentación de la Madre de Dios en el Templo tiene su fundamento en la costumbre judía de las fiestas de peregrinación. Cuando un niño podía subir de la mano de su padre las escaleras del templo, era el momento de llevarlo para presentarlo ante el Señor. Esto es lo hicieron San Joaquín y Santa Ana, agradecidos y en cumplimiento del voto que habían hecho al Señor y entre las ofrendas que llevaban al templo, era aquella tierna Niña la mejor de las ofrendas, la joya preciosa para la diadema del Rey de la Gloria. La Madre de Dios, subió sola las quince gradas del altar presentándose ante el Señor la que iba a ser el Arca de la Nueva Alianza. A la edad de siete años fue llevada de nuevo al templo y allí se quedó con las mujeres que servían a la entrada del Tabernáculo de la Reunión” (Ex 38, 8)
María se presenta pues como ideal de la vida consagrada a Dios y modelo de las vírgenes. Conjuga perfectamente la oración con el trabajo manual, confeccionando para el templo los ornamentos que eran necesarios sobre todos las labores de hilos teñidos de escarlata y púrpura que le tocaban en suerte como manifestación de la voluntad divina por la consagración de su virginidad y futura maternidad del Rey de la Gloria que se revestiría en su seno de nuestra naturaleza, recibiendo el trono de David.
En todo aventajaba a sus compañeras: en el ejercicio de las virtudes, en el estudio de las Sagradas Escrituras y en el trabajo. Así por medio de la ascesis fue elevándose como una rosa fragante por encima de las zarzas. Se ha purificado en la oración y los trabajos ascéticos a pesar de su corta edad, virgen en cuerpo y alma, se libera de los afectos desordenados propios de la naturaleza humana. Humilde de corazón, la esclava del Señor, desprecia las glorias y alabanzas mundanas para ser la sierva de Dios. En todo se mueve siguiendo los dictados del amor a la virtud. Jamás causó ofensa a nadie, ni menospreció al humillado, ni volvió la espalda al débil (Cf. San Ambrosio, Tratado para las Vírgenes, libro II, cap.2º). Ella, como dice San Juan Damasceno,  es “el olivo fecundo plantado en medio de la casa de Dios, enriquecida por el Espíritu Santo que la hace domicilio de todas las virtudes” (Sobre la Fe Ortodoxa , libro V, cap. 15) del que surgirá el bálsamo que curará nuestras heridas.
Contemplando la descripción que nos hace San Epifanio de la Madre de Dios, no podemos más que pensar en el icono de la Madre de Dios salido de las manos de San Lucas, rasgos repetidos por todos los iconógrafos y que nos presentan la belleza exterior de la Madre de Dios como reflejo de la hermosura de su alma. Más no fue esta hermosura exterior causa para ella de vanagloria y orgullo, al contrario. Se anonadó ante Dios y por ello fue ensalzada, y su humildad purificó al mundo, abrió las puertas del Paraíso y libró del infierno las almas de los hombres.
Madre de Vírgenes, por su consagración total a Dios desde su niñez, es el ejemplo constante de los consagrados en la vida monástica.  San Atanasio nos dice que no quería ser vista por los hombres, más rogaba a Dios que la probara. Permanecía constantemente recluida, vivía retirada más imitaba a la abeja laboriosa, tomando el néctar de las flores de las virtudes para producir la dulce miel. Lo que sobraba del trabajo de sus manos, lo daba a los pobres. Únicamente se preocupaba de dos cosas: no dejar que en su corazón arraigara ningún mal pensamiento, ni ser soberbia ni dura de corazón.
Desde su consagración permanecía siempre junto al Templo del Señor. Teofilacto, Metropolita de Bulgaria, nos dice en una homilía de esta fiesta que le fue revelado que Zacarías le permitió entrar en el Santo de los Santos, ya que comprendió que se referían a ella los pasajes que hablaban del Arca de la Alianza. San Epifanio nos dirá también que fue desde el Santuario desde donde le llegó la primera revelación sobre su maternidad divina: “Darás a Luz a mi Hijo”. Esta revelación la recibe mientras es iluminada con la luz increada que la inunda, como imagen de la realidad que se cumplirá al dar a luz a Cristo, Luz de Luz que ilumina a las naciones y que como se canta en el Himno Akathistos , la hace “Aurora espléndida, que nos da al Sol que es Cristo.
Alegrémonos pues en esta santa fiesta, e imitemos en todo a la Santa Madre de Dios. Pidámosle que infunda en nuestra alma su humildad, obediencia, laboriosidad, recato y castidad. Sea para nosotros modelo de fe inquebrantable y de ascesis y con la Iglesia cantémosle:
“Hoy entra la casa del Señor la que el Templo Purísimo del Salvador, la que es al mismo tiempo novia y cámara nupcial preciosa, verdadero tesoro de la gloria de Dios y con ella trae la gracia del Espíritu Divino. Los ángeles le cantan himnos pues es el Tabernáculo de Dios.” (del Oficio de las Grandes Vísperas del 21 de Noviembre)
P Nicolás

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