Bajaba yo el domingo a las 7 de la mañana a la parroquia para comenzar el oficio de la Proscomidia con tiempo suficiente para después, durante la Utrenia, ponerme a confesar. Es un momento del día, en estos a finales de septiembre, principios de octubre en los que todavía es de noche aunque ya se vislumbra el momento en el que las primeras luces quieren romper en el horizonte.
La calle donde está la Parroquia es una de las vías de salida más antiguas de la ciudad. En ella estaba la “Porta Ferrisa” una de las puertas de la medina árabe y comunica el casco antiguo y la zona del puerto con la zona este, con el Pla, uno de los barrios más poblados de Alicante.
A estas horas, el espectáculo suele ser dantesco, contenedores volcados, vasos y botellas rotos en la acera y los “muertos vivientes” subiendo como pueden y a bandazos por la calle, esperando poder llegar a sus casas antes de que luzca en su plenitud el sol y se disuelvan como humo en medio de las calles de la ciudad que despierta.
Grupos de tres o cuatro, o a veces solitarios despojos; ellos medio descamisados, ellas con los zapatos en las manos, el maquillaje corrido en la cara, desgreñados, auténticos emuladores del bodrio televisivo “The walking dead” que tanto éxito cosechó este invierno pasado en la telebasura.
Comenzaba la Proscomidia en medio del silencio del santuario. Todavía no han llegado los servidores del altar y hay paz en los atrios del Señor. Recuerdas los nombres de los vivos y los difuntos y los vas poniendo junto al Cordero, a la Madre de Dios y los Santos. Al final añadí una partícula más: “por todos los que aun estando vivos, están muertos, acuérdate de ellos, Señor”
El Evangelio del domingo era aquél en el que San Lucas nos narra el milagro de la resurrección del hijo de la viuda de Naim. No conocemos cual eran sus nombres, pero sí el echo de la inmensa tragedia con la que se encontró nuestro Señor aquel día al acercarse a la ciudad de Naim, “la Hermosa”, cercana a Cafanaum. Una viuda llevaba a enterrar a su Hijo único rodeada de una gran multitud de la ciudad.
No es lo natural, lo que todos pensamos, lo que parece lógico: el que una madre tenga que enterrar a su hijo, un joven (Jesús lo llama “neanias“ muchacho) nos parece una aberración, una broma macabra de la naturaleza. Pero es así, nadie sabe cuando llegará su momento y en mi años como sacerdote y por las características especiales de la población emigrante, los entierros que he celebrado han sido, casi siempre, de jóvenes en la plenitud de la vida.
Una desgracia más se cernía sobre esta mujer, era su hijo único y ya había enterrado a su marido. Él era su esperanza, el que le garantizaría llevar una vida con dignidad en el futuro. Ahora su muerte la condenaba, como a casi todas las viudas sin hijos de su época a la miseria y la mendicidad. Basta con recordar otro de los pasajes del Evangelio, el del óbolo de la viuda, para ver un ejemplo de esta realidad. Esto fue lo que llevó a la Iglesia en sus primeros momentos a ejercer un fuerte papel de tutela con los huérfanos y las viudas.
Más Cristo, el Señor de la vida y de la muerte, le devuelve a su hijo, sano de nuevo, llenando a todos de temor ante el hecho, el que estaba muerto ha sido resucitado como imagen de la resurrección general del último día; ha sido levantado del lecho mortuorio por Aquél que se levantará de entre los muertos al tercer día, después de haber destrozado los cerrojos del Seol y haber vencido a la muerte.
Y esta perícopa evangélica, iluminaba la oscuridad de los muertos vivientes.
En los años 80, en España, el más nefasto de los políticos españoles, inspirado por el mismísimo Satanás se dio en promocionar lo que se denominó la “Movida Madrileña” Todo valía, sexo, drogas, alcohol… Y como un auténtico hijo de las tinieblas abrió las puertas de la noche para que aquellos desgraciados iniciasen su espiral hacia la muerte.
El famoso alcalde de Madrid, Tierno Galvan, con un plan verdaderamente diabólico, desencadenó la destrucción por un lado del domingo y por otro de la familia. Los jóvenes salíamos en manada (a mí me pilló a mediados de los 80) a tomar la calle. Cuando antes quedábamos a las seis de la tarde para ir al cine, o pasear con las novias, o quedar con los amigos en la plaza, ahora quedábamos a partir de las once de la noche y nos arrastrábamos a zonas diseñadas para el consumo del alcohol, por las que corrían las drogas, y donde el sexo era fácil y promiscuo.
Esto llevó consigo la destrucción casi sistemática de algo que era la costumbre normal en la inmensa mayoría de las familias de este país: los padres acompañados de sus hijos, acudían a la misa dominical y después del aperitivo, del “vermout” se acudía a comer a casa de los abuelos.
La introducción de estas nuevas y deletéreas costumbres iban orientadas a socavar esos dos principios: Dios y la familia.
Ya los papistas habían empezado a hacer de las suyas, la introducción de las misas vespertinas los sábados, las de los domingos con para liturgias celebradas incluso a las nueve de la noche el domingo y con las que pretendían cumplir con el precepto, conclusión "misas a la carta"; la misma música que se escuchaba en los pubs era parecida a la que se podía escuchar con profusión de guitarras eléctricas en las iglesias, la desaparición de la solemnidad de las “misa mayor”… Todo este coctel protestantizante, se sumió al caos de la Movida y sus consecuencias llegan hasta ahora.
Llegaban los noventa y al “Dios ha muerto” se le añadió la coletilla “y a nadie le importa” Y era verdad. La cohortes del socialismo modificaron los planes de estudio, se promocionaron toda clase de grupos subculturales, crecían las tribus urbanas y como una guinda en un pastel infernal, apareció el zapaterismo. Quizás haya que dar gracias a la crisis que puso a este personaje fuera de órbita.
Cuantas madres han tenido que ir a los entierros de sus hijos por culpa de la maquinación de Tierno Galvan; cuántas madres enterraron a sus hijos en la flor de la vida por culpa de mil veces Movida; cuántos sucumbieron bajo las drogas, el alcohol, el SIDA… Creyéndose liberados lo que iban haciendo era cavarse sus propias tumbas.
Y ahora, cuántas son las madres que ven desesperadas a sus “ninis” ni trabaja, ni estudia; estos que no aportan nada y son máquinas exigentes de gastar. Sin oficio ni beneficio pero que quieren llevar ropa de marca, los mejores móviles, que quieren salir a toda costa los fines de semana y exigen, exigen… Muertos vivientes que suben por las calles los domingos en la madrugada, a la misma hora de la Resurrección de Cristo. Jóvenes vacios completamente por dentro, muertos por el pecado; con cuerpos de gimnasio, pero podridos por dentro pues están en manos del enemigo de la humanidad.
Y cuidado, pues no es sólo un problema que afecte sólo a los jóvenes españoles. Es una enfermedad mortal y contagiosa que se expande rápidamente. Yo conocí a un joven venido de uno de los países del este de Europa. Hermano de un sacerdote, conocía el canto eclesiástico y había estado en un seminario. Venía todos los domingos a la iglesia y cataba en el coro. Después del nacimiento de su hijo al que bautizamos su hermano y yo, poco a poco dejo de venir a la Iglesia hasta el momento en que dejó de asistir definitivamente. Después de unos años, tristemente me enteré que cambió su vida por los zapatos de piel de serpiente y el chándal blanco, y que estaba de portero-matón de discoteca. Los jóvenes en España se van de marcha con sus amigos españoles o no, salen como ellos, dejan de asistir a la iglesia como ellos y terminan muriendo como ellos. Todo está en elegir entre la Vida o la muerte, por desgracia, los más, eligen la muerte.
Queda rezar por ellos y mucho, a la Madre de Dios; consolar a las madres que te preguntan el porqué de ese cambio y si no hubiera sido mejor que se hubieran quedado en su tierra; y cuando te encuentras con ellos poner aunque sea una gota de miel en sus corazones, para ver si recuerdan la dulzura de Cristo el Señor y de la gracia que les fue concedida en el Santo Bautismo.
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