domingo, 28 de febrero de 2021

DOMINGO DEL HIJO PRÓDIGO

 



Situemos el texto Evangélico que hemos escuchado hoy. Ante la crítica de los escribas y fariseos y las murmuraciones de estos por el trato que da nuestro Señor a los pecadores, Él presenta tres parábolas que enfatizan el infinito y misericordioso amor de Dios por los hombres y en especial por los pecadores arrepentidos. Estas tres parábolas son la de la oveja perdida, la dracma extraviada y el hijo pródigo.

El joven del Evangelio, pide a su padre la parte de su herencia y marcha a una tierra lejana donde disipa todo lo que había obtenido de su padre en una vida de pecado. El alma que ha recibido gratis de Dios como un regalo la gracia y los dones divinos por el bautismo, se aparta de Dios, se disipa en el mundo de los sentidos y pasiones, pierde la razón y la contemplación divina, como nos dice San Gregorio Palamás y pierde su comunión con Dios, su Padre. El hombre disipa su alma, pervierte sus pensamientos, se pierde en medio de todo tipo de falsas ideologías y enseñanzas erróneas, la extravía y termina cayendo en toda clase de pecados, en la mayoría de las ocasiones, como fruto y culminación de ese engaño de su alma que no los considera ya ni siquiera pecados. Para el Santo de Salónica el alma es nuestra gran riqueza y la rectitud de pensamiento es la gran riqueza del alma. Si el alma esta corrompida entonces esta se pierde en la fornicación y la imprudencia.

Esta huida de Dios al mundo quimérico del exterior, es a lo que se refiere el salmo de David cuando decimos: “El que se aparta de ti, perecerá” (Sal 72,26). Aunque se les vea vivos, en realidad están muertos y en esa muerte verdadera que es la muerte espiritual. El hombre que se aleja de Dios, de la Iglesia y de la Verdad, cree que el pecado lo llena, lo satisface, lo alegra… Más todo es momentáneo, enseguida aparece el vacío en el alma, la falta de sentido en la vida y en la propia existencia que conducen finalmente a la desesperación. Quiere saciarse con el alimento de los cerdos, con la satisfacción de las pasiones que burlones, le niegan los demonios. Ante esto hay dos salidas: continuar corriendo hacia el precipicio de la angustia emocional y existencial, alejándose obstinadamente más y más de Dios; o humillarse, arrepentirse y recuperar el sentido de su vida.

Nos dice el Evangelio que aquel joven volvió en sí mismo cuando paró y reflexionó sobre él y sus circunstancias. Hoy en día nos encontramos con la triste situación de que se ha perdido el ejercicio de la reflexión, del pararse para estar con uno mismo. La sociedad nos lleva por el camino de todo lo rápido, las prisas en la vida cotidiana, el continuo ir y venir, las actividades laborales, sociales, familiares que se agolpan unas junto a otras. El mundo de las redes sociales y la televisión nos impiden pararnos, leer, reflexionar, pensar sobre lo que sucede a nuestro alrededor, lo que nos sucede a nosotros mismos. Todo son flases, opiniones, pequeñas noticias e informaciones que nos llevan de unas a otras, de un link a otro link, sin tiempo a digerir ni a distinguir lo verdadero de lo falso, lo útil de lo inútil. Cuando somos capaces de pasar de lo exterior a lo interior vemos en lo que hemos convertido nuestras vidas, hemos terminado apacentando cerdos, engordando nuestras pasiones y acordamos de la casa de nuestro Padre, sentimos hambre, pero no es un hambre material, es el hambre de lo que perdimos, el hambre y la sed de la gracia, de la oración, de los sacramentos y surge el deseo de volver a la casa del Padre, de abandonar el fango del pecado y los cerdos de las pasiones.

Dios nos dio la libertad, nos deja libres para elegir. Muchas veces quisiera ir al corazón del hombre, pero como dice el apóstol Juan, no lo recibimos. El padre ve a lo lejos al hijo y sale corriendo a su encuentro, en el momento en el que Dios ve el más mínimo temblor de arrepentimiento en el corazón del hombre se derrama abundantemente, en el alma que le abre su puerta, por medio del torrente de la gracia. “He pecado” más el padre lo abraza lleno de una inmensa alegría, la que hay en el cielo por un pecador que se convierte. Lo había vestido con la túnica resplandeciente del bautismo, más ahora le da la túnica nueva del segundo bautismo, la reconciliación fruto del sincero arrepentimiento que borra los pecados; le da el anillo, pues aquél que se ha arrepentido, que permanece en la Iglesia, cerca de los Sacramentos, quien está unido a Dios, tiene autoridad sobre la obra de los demonios y ya no será tan fácilmente engañado por ellos, y recibe el calzado de los hombres libres frente a la descalcez de los esclavos, pues sólo el que se arrepiente y vuelve a Dios y vive en Dios es verdaderamente libre, al verse desligado de la esclavitud del pecado y las pasiones que es donde muchos creen, en su ignorancia, que está la libertad.

Al hombre arrepentido, la Iglesia, la casa del Padre, se le presenta como el lugar donde participará del sacrificio del ternero cebado, imagen del sacrificio de la Eucaristía, donde recupera su condición de hijo de Dios.

Mirando la actitud del hijo mayor, podemos volver al tema del sacramento de la confesión. En este sacramento, normalmente se presenta un hijo u otro en los que vienen a él. Por un lado, está el fiel que acude como el hijo pródigo, y es de esta manera como hemos de acudir: confesamos nuestro pecado, estamos arrepentidos y humildemente pedimos perdón y clemencia; por otro lado, están los que acuden como el hijo mayor, contando todo lo que él ha hecho, sus victorias: “Te he servido durante tantos años y nunca he roto tus mandamientos”; sigue acusando: “Nunca me diste ni un cabrito”; y termina contando los pecados de los demás: “Este hijo tuyo que se gastó tu fortuna con prostitutas”. Y si aparecen en la confesión es porque son normales en la vida diaria, lo que provoca el endurecimiento del corazón.

Terminemos con este texto de las alabanzas de los maitines de este domingo:

“Padre bueno, me he apartado de ti, más no me desampares ni me muestres indigno de tu reino. El astuto enemigo me desnudó y se llevó mi riqueza. Derroché los dones de mi alma como una prostituta. Entonces, levantándome y volviéndome hacia Ti, clamo: Hazme como uno de Tus esclavos, Tú que por mí extendiste en la Cruz tus manos purísimas, para sacarme del dominio la terrible bestia y cubrirme de nuevo con aquel manto primero, pues eres misericordioso.” 

¡Alabado sea nuestro Dios, ahora y por los siglos de los siglos! Amén.

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