sábado, 17 de julio de 2010

Domingo VIII después de Pentecostés


La primera multiplicación de los panes (Mt 14, 14 22)

"En aquel tiempo, Jesús se alejó en una barca a un lugar desierto para estar a solas. Apenas lo supo la gente, dejó las ciudades y lo siguió a pie. Cuando desembarcó, Jesús vio una gran muchedumbre y, compadeciéndose de ella, curó a los enfermos. Al atardecer, los discípulos se acercaron y le dijeron: «Este es un lugar desierto y ya se hace tarde; despide a la multitud para que vaya a las ciudades a comprarse alimentos». Pero Jesús les dijo: «No es necesario que se vayan, dadles de comer vosotros mismos». Ellos respondieron: «Aquí no tenemos más que cinco panes y dos pescados». «Trédmelos aquí», les dijo. Y después de ordenar a la multitud que se sentara sobre el pasto, tomó los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los distribuyeron entre la mltitud. Todos comieron hasta saciarse y con los pedazos que sobraron se llenaron doce canastas. Los que comieron fueron unos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños"

El comentario de San Juan Crisostomo (Comentario al Evangelio de San Mateo)
Ni al acercarse los discípulos dijeron: dales de comer (porque aún no estaban dispuestos con toda perfección) sino que le dicen: “Desierto es este lugar”. Porque parecía a los judíos como un milagro en el desierto, cuando ellos dijeron: “¿Acaso puede preparar una mesa en el desierto?” (Sal 77,19). Esto es lo que opera Jesús: Él los lleva al desierto a fin de que no puedan dudar del milagro y ninguno pueda creer que se había traído la comida de alguna aldea vecina. Pero aun cuando esté desierto el lugar, sin embargo, está presente el que alimenta al mundo. Y si ha pasado la hora de comer, como le dicen, sin embargo, Él que no está sujeto a hora, les habla. Y aunque previniendo el Señor a sus discípulos, curó muchos enfermos; sin embargo, eran entonces tan imperfectos los discípulos, que no podían comprender cómo iba a dar de comer a tanta gente con tan pocos panes.

El ejemplo de los discípulos debe enseñarnos que aunque sea poco lo que poseamos, conviene que lo distribuyamos entre los necesitados; porque al mandar el Señor a sus discípulos que trajeran los cinco panes, no dicen éstos: Y nosotros, ¿con qué apagaremos nuestra hambre?

¿Y por qué alzó los ojos al cielo y bendijo? Porque quiso hacernos ver que Él venía del Padre y era igual a Él, demostraba que era igual al Padre por el poder, y que venía del Padre refiriéndolo todo a Él e invocándolo en todas sus obras. Y para demostrar las dos cosas, unas veces obra los milagros con poder y otras con súplicas. Es de advertir, que para las cosas pequeñas alza los ojos al cielo, y en las cosas mayores obra con su poder; así cuando perdonó pecados, resucitó muertos, dio vista a ciegos de nacimiento (obras todas propias de Dios), no lo hizo con súplicas; pero en la multiplicación de los panes (obra menor que todas las anteriores) alzó los ojos al cielo, a fin de enseñarnos que su poder, aun en las cosas pequeñas, le viene únicamente del Padre. También nos enseña que antes de ponernos a comer debemos dar gracias a Dios que nos da la comida, y por esta razón levantó los ojos al cielo.

Para la reflexión

Con aquella milagrosa multiplicación prefiguraba lo que iba a realizar la noche de la Última Cena cuando «tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: “Tomad, comed, éste es mi Cuerpo”» (Mt 26,26).

Desde entonces, fiel al mandato del Señor que dijo «haced esto en memoria mía», también la Santa Iglesia parte y reparte a todos sus hijos lo que le ha sido transmitido. Ciertamente, a ella le ha sido confiado el poder de perpetuar en el tiempo y en el espacio el único Sacrificio verdadero y santo, aquel que en el hoy de la historia realiza el milagro por el que real y misteriosamente el Señor “se multiplica” en el Pan de la Eucaristía. En efecto el pan y el vino, por medio del poder del Espíritu Santo se transforma en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo y de este modo quiso el Señor que se prolongase esta admirable multiplicación hasta que Él vuelva glorioso.

¡Y verdaderamente es admirable esta nueva multiplicación! Por ella el Señor Jesucristo alimenta a enormes multitudes con la fracción y multiplicación de un solo y único Pan: su propio Cuerpo. Esta es la multiplicación que a través de los siglos se sigue realizando hoy. Este es el Pan que sigue siendo distribuido por los discípulos que por la Iglesia han recibido el encargo del Señor: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mt 14,16).

Así, pues, en cada Eucaristía alcanza su realización lo que aquella figura anunciaba: en el Sacrificio Eucarístico es Cristo, el único Pan vivo que se parte y reparte para alimentarnos a todos nosotros. De este modo el Señor Jesús, en diversos lugares y al mismo tiempo, en diversos tiempos y en los mismos lugares, multiplica su presencia hasta que vuelva, y pronuncia en el hoy de nuestra historia aquella promesa que nos llena de confianza: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

En Él encontramos el verdadero pan que se multiplica por su amor infinito hacia nosotros, el pan vivo que sacia el hambre de vida eterna que hay en cada uno de nosotros, pan sobreabundante que aún después de repartido entre tantos sobra y se recoge «para que nada se desperdicie» y pueda ser distribuido a todos los que tengan necesidad de Él.

También hoy Él nos invita por medio del profeta Isaías: «¡Oh, todos los sedientos, id por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata, y sin pagar, vino y leche! ¿Por qué gastar plata en lo que no es pan, y vuestro jornal en lo que no sacia? Hacedme caso y comed cosa buena, y disfrutaréis con algo sustancioso. Aplicad el oído y acudid a mí, oíd y vivirá vuestra alma. Pues voy a firmar con vosotros una alianza eterna: las amorosas y fieles promesas hechas a David» (Is 55,1-3). Y ésta es la Nueva y definitiva Alianza que Él ha sellado con su Sangre… ya no nos da a beber agua como Moisés dio de beber a los israelitas en el desierto, sino su propia Sangre, que es bebida de salvación. ¡Y qué manjar más sustancioso que el de su Cuerpo mismo, que nos da la vida eterna!

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