domingo, 2 de septiembre de 2007

XIV Domingo de Mateo

La parábola evangélica de hoy (Mateo 22:2-14) nos presenta el misterio del Reino de Dios y el comportamiento del ser humano frente a la invitación salvífica del amor de Dios. Un rey invitó a la boda de su hijo, a sus amigos y conocidos, que a la hora de la fiesta no respondieron a la invitación. Muchas y variadas las excusas, indiferencia y preocupaciones cotidianas vitales. Pero Dios nos invita siempre a Su comunión, a Su cuerpo, a la salvación. Esta invitación supera el tiempo y el espacio. Es decir, que es eterna y universal, aunque dirigida personalmente a cada uno de nosotros. Nuestra respuesta al llamado de Dios no representa una coacción, una reducción a esclavitud, una obligación de cumplimiento forzoso. Es una expresión de nuestro amor a Dios, obediencia en libertad a Su santa voluntad. Esta disposición manifestamos cuando acudimos a la iglesia, para participar de los diversos actos de culto. La iglesia es la reunión convocada del pueblo de Dios que se congrega para glorificar a Dios y renovar su votos bautismales. La palabra “iglesia” proviene de la palabra griega “Ekklesia” que, a su vez, proviene del verbo “ek-kaló” “convocar” “llamar” o “invitar”. Quien lanza el llamado, la convocatoria, es Dios mismo, a través de Su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, Dios encarnado, la buena voluntad del Padre, el cumplimiento de la promesa original. San Nicodemo Aguioritis escribe que “los creyentes necesitamos congregarnos en iglesia, para consolar nuestra hambre de la mesa mística y santa del Cuerpo del Señor y Verbo Divino que se halla en la iglesia, y para calmar nuestra sed con la Sangre vivificadora del Señor y de los néctares de la doctrina de las divinas Escrituras”. El Cuerpo del Señor, el pan esencial e imprescindible que pedimos en el “Padre nuestro”.
Necesitamos congregarnos en iglesia, porque la iglesia es también el arca de salvación. Acudimos a la iglesia y al entrar en ella, nos redimimos del diluvio de las pasiones y del pecado. El Apóstol Pablo nos exhorta que no dejemos de congregarnos en la iglesia, porque así fortalecemos los lazos de amor entre los creyentes. La oración es la hija espiritual de nuestro amor a Dios, y madre de nuestro amor a los hermanos. El amor fraterno que nace de la común oración y adoración, fortalece nuestra súplica. Cristo nos habló de la fuerza de las oraciones mancomunadas de la iglesia. “Si dos de ustedes unieran sus voces en la tierra sobre cualquier cosa que pidieran, les será dada por mi padre que está en el cielo, pues donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos” (Mt. 18,19-20). Uno de los diez mandamientos que Dios le entregó a Moisés se refiere al día consagrado al Señor: “Guarda el día Sábado para santificarla, de la forma que te lo ordenó tu Señor Dios”. Para los hebreos el día consagrado a Dios era el sábado, es decir, el día del descanso del Creador, después de la Creación de seis días. Para nosotros, los cristianos, el día consagrado al Señor es el domingo, el día de la Resurrección de Cristo y de Su victoria sobre el diablo. Es el día por excelencia en que debemos agradecer al Señor por todo lo que hizo para nuestra salvación. El día de glorificación de Su amor. La mejor forma de honrar el día del Señor es acudiendo a Su santa casa y participar en el culto común de la Iglesia humilde y discretamente. En la Iglesia se conserva la alegría de los seres humanos, en la Iglesia se encuentra la alegría de los amargados, el agradecimiento de los apenados, el consuelo de los desafortunados, el descanso de los cansados. Pues Cristo dice: “Venid a mí, todos los fatigados y agobiados, y yo les daré descanso”.

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