"La Escala al Paraíso" fue un libro inmensamente popular que logró para su autor, Juan el Escolástico, el sobrenombre de "Clímaco," por el que es generalmente conocido. Fue originario de Palestina y se dice que fue discípulo de San Gregorio Nazianceno. A la edad de dieciséis años, se unió a los monjes establecidos en el Monte Sinaí. Después de cuatro años que pasó probando su virtud, el joven novicio profesó y fue puesto bajo la dirección de un hombre santo llamado Martirio. Guiado por su padre espiritual, dejó el monasterio y se instaló en una ermita cercana aparentemente para acostumbrarse a dominar la tendencia a perder el tiempo en ociosas conversaciones. Al mismo tiempo, nos dice que, bajo la dirección de un director prudente, logró salvar obstáculos que no habría podido vencer si hubiera intentado hacerlo por sí solo. Tan perfecta fue su sumisión, que tuvo por regla nunca contradecir a nadie ni discutir cualquier argumento que sostuvieran aquellos que lo visitaban en su soledad.
Después de la muerte de Martirio, cuando San Juan tenía treinta y cinco años de edad, abrazó por completo la vida eremítica en Thole, un lugar solitario, pero suficientemente cercano a una iglesia que le permitiera a él y a los otros monjes y ermitaños de la región poder asistir los sábados y domingos al oficio divino y a la celebración de los santos misterios. En este retiro, el santo pasó cuarenta años, adelantando más y más en el camino de la perfección. Leía la Biblia con asiduidad, así como a los Padres y fue uno de los santos más eruditos del desierto; pero todo su propósito era ocular sus talentos y esconder las gracias extraordinarias con que el Espíritu Santo había enriquecido su alma. En su determinación de evitar toda singularidad, tomó parte en todo aquello que era permitido a los monjes de Egipto, pero se alimentaba tan frugalmente, que más parecía probar los alimentos que comerlos.
Su biografía refiere con admiración que era tan intensa su compunción, que sus ojos parecían dos fuentes que nunca cesaran de manar lágrimas y que en la caverna, a la que él acostumbraba retirarse para orar, las rocas resonaban con sus quejas y lamentaciones.
Se nos dice que Dios le concedió una gracia extraordinaria para curar los desórdenes espirituales de las almas. Entre otros a quienes él ayudó, hubo un monje llamado Isaac, llevado casi al borde de la desesperación por las tentaciones de la carne. Juan se dio cuenta de la lucha que sostenía y después de elogiar su fe, dijo: "Hijo mío, acudamos a la oración." Se postraron ambos en humilde súplica y, desde aquel momento, Isaac quedó libre de sus tentaciones. Otro discípulo, cierto Moisés, que parece en algún tiempo haber vivido cerca del santo, después de acarrear tierra para plantar legumbres, fue vencido por la fatiga y se durmió bajo el ardiente sol, al amparo de una gran roca. Repentinamente fue despertado por la voz de su maestro y se precipitó hacia adelante, justo a tiempo para evitar el ser aplastado por un alud de piedras. San Juan, en su soledad, tuvo conocimiento del peligro que lo amenazaba y había estado rogando a Dios por su seguridad.
A la muerte del abad de Monte Sinaí, fue unánimemente escogido para sucederle. Poco después, durante una gran sequía, la gente acudió a él como a otro Elías, rogándole que intercediera ante Dios por ellos. El santo encomendó su desgracia al Padre de las Misericordias y una abundante lluvia contestó a sus oraciones. Tal era su reputación, que San Gregorio el Grande, que ocupaba entonces la Silla de San Pedro, escribió al santo abad pidiéndole sus oraciones y enviándole camas y dinero para el uso de los numerosos peregrinos que acudían al Monte Sinaí.
Durante cuatro años, San Juan gobernó a los monjes con tino y prudencia. Sin embargo, había aceptado el cargo con cierta renuencia y encontró manera dé renunciar a él poco antes de su muerte. Había llegado a la edad de ochenta años, cuando entregó su alma en la ermita que le había sido tan querida. Jorge, su hijo espiritual, que le había sucedido como abad, rogó al santo agonizante que no permitiera que ellos dos se separaran. Juan le aseguró que sus oraciones habían sido oídas y el discípulo siguió a su maestro en el lapso de pocos días.
Además del "Climax" como se titula su "Escala al Paraíso" tenemos otra obra de San Juan: una carta escrita al abad de Raithu, en la que describe las obligaciones de un verdadero pastor de almas. En el arte, Juan es siempre representado con una escalera.
En su pensamiento ejercieron especial influencia Gregorio Nacianceno y San Dionisio. Pero su primera fuente es la experiencia como monje y asceta. Su Escalera es justamente una guía para recorrer el camino interior hacia Dios. El asceta reconoce que alcanzar su meta (desligarse del mundo y unirse a Dios) no depende sólo de él, por ello se educa en la humildad sometiendo su voluntad a la guía espiritual, al pastor.
La Scala Paradisi consta de treinta escalones. Los primeros veintitrés están referidos a la lucha contra los vicios, los siete restantes a la adquisición de las virtudes. El primer paso que debe dar el monje es renunciar al mundo, mediante el desprendimiento de las cosas materiales y el desasimiento interior, retirándose a una vida solitaria. De este modo, separado de todo, puede mantenerse unido a Dios a través de la meditación y alcanzar al ser que verdaderamente es. Así, habiendo vencido los vicios y debilidades de la carne y del alma, habiéndose aislado del mundo y elevado más allá de la Creación por el pensamiento y el amor, logra la impasibilidad, la paz del alma, “la muerte del alma y la muerte de la inteligencia antes que muera el cuerpo”, y se abre para recibir a aquel que lo sobrepasa, a Dios, muriendo para el mundo y resucitando en la vida contemplativa. Llegado a este punto, en el que ha logrado la perfecta obediencia —afligiéndose sólo cuando se sorprende haciendo su voluntad y no la de Dios—, al monje sólo le falta la oración para unirse con Dios.
No se llega a Dios por los esfuerzos de la razón sino por la adhesión del alma enamorada. El hombre es imagen y semejanza de Dios y el amor constante a Dios es lo propio del alma. El alma que se reforma buscando recuperar su condición de imagen y semejanza de Dios, que se purifica, no necesita ya de la razón para mostrar a Dios, pues lo tiene dentro de sí. El asceta medita diariamente sobre la muerte. Le produce horror la posibilidad de que ésta le llegue sin que él esté preparado. Además, teme la muerte de su contemplación, que lo llevaría a separarse de Dios y renacer para el mundo. Meditando sobre la muerte, el asceta se une más a Dios y se prepara para la eternidad.
Al pastor dedica Juan la parte final de su obra, titulada Carta al pastor. Allí afirma que el verdadero pastor no guía por conocimientos recibidos desde afuera sino en base a una iluminación interior por la que conoce a Dios. El verdadero pastor, que recibe su sabiduría de Dios, es capaz de guiar no sólo a las ovejas dóciles y obedientes sino también a las incultas y desobedientes. El prototipo del buen pastor no es otro que el propio Jesucristo.
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