A lo largo de los siglos los teólogos han intentado comprender el misterio de la Trinidad, los santos lo han vivido, los místicos lo han gustado, pero fue Andrei Rublev el que tuvo la dicha de mostrarlo para introducir en él al pueblo cristiano. Su icono de la Trinidad, obra maestra del arte pictórico, es también un compendio de Teología Trinitaria que se ofrece a la mirada de la fe. Data del año 1411 aproximadamente y se encuentra actualmente en la Galería Tetriakov de Moscú. El icono representa, en una primera visión, la visita de los tres ángeles a Abraham junto al encinar de Mambré (Génesis 18, 1-15). A través de esa escena del Antiguo Testamento se abre todo un campo de simbología teológica que nos conduce hasta Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En primer lugar podemos ver la escena en general, tenemos tres personajes sentados en torno a una mesa con una copa en medio. El personaje central resalta, aparte de por su posición, por el intenso rojo de su túnica que contrasta fuertemente con el azul del manto. Viene de un largo camino, por eso el cuello de su túnica está ligeramente descolocado, una estola dorada cae sobre su hombro derecho. Está mirando hacia su derecha, al segundo ángel, vestido con una túnica azul casi totalmente cubierta por un manto semitransparente. Está como recibiendo al recién llegado, su postura es de reposo. A la derecha tenemos una tercera figura, cortada por el bastón que sostiene con la mano izquierda. La mano derecha casi parece apoyarse en la mesa para levantarse. La túnica es azul, como en el caso del personaje de la izquierda, pero el manto es de un verde igual al del suelo sobre el que se apoyan los bancos en que están sentados los tres. El azul de las túnicas representa la divinidad de los tres personajes, iguales y distintos a la vez. Es el Dios oculto que parece trasparentarse en el manto del Padre, el Dios que muestra el misterio de su amor hasta la muerte en el rojo del Hijo y el Dios que da vida a toda la creación en el verde que el Espíritu Santo comparte con el suelo.
El cuadro se puede dividir en dos zonas, una rectangular superior, donde se ven una casa, un árbol y una montaña. Son signos de las grandes realidades religiosas del Antiguo y del Nuevo Testamento. La casa es el lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo (el Templo en el Antiguo Testamento y Jesús en el Nuevo), el árbol es el lugar de la prueba (la prueba que vence al hombre en el arbol del bien y del mal del que come Adán y aquella en la que el hombre sale vencedor en el árbol de la cruz) la montaña es el lugar de la ley (la que dio Moisés en el Sinaí y la nueva ley de Jesús en el sermón del monte). En definitiva, el fondo del cuadro es una representación simbólica que, de algún modo, intenta abarcar toda la historia de la salvación. La escena que se representa tiene como trasfondo toda esa historia porque es en ella y a través de ella como se ha mostrado el misterio de la vida de Dios que el cuadro representa.
Pasando a la organización de los tres personajes que están en primer plano observamos que están estructurados en forma circular. Un circulo exterior los enmarca y un círculo interior, señalado por el borde de la manga del personaje central, reitera y profundiza el movimiento circular de la imagen. Esta organización circular hace que el cuadro tenga un movimiento propio, la mirada del observador es conducida de un personaje a otro en un camino infinito. Es la vida del Dios trino que se pone ante nuestros ojos. Dios no es un puro permanecer en sí mismo, un absoluto quieto y muerto, sino que el ser de Dios es un permanente salir de sí una dinámica eterna de donación y comunión en la que nos va introduciendo la circularidad del cuadro.
Esta vida se enmarca en un doble octógono que forman las bases sobre las que están situados los sitiales de los personajes laterales en combinación, bien con las cabezas de estos mismos personajes, bien con la casa y la montaña del plano superior. El ocho representa el octavo día, el primer día de la nueva semana, es el domingo de la resurrección. Este día tiene dos centros, por una parte la copa, que representa la Eucaristía, por otra parte el seno del personaje central: el Hijo. A través del amor de Cristo, que se nos ofrece como realidad creada en la Eucaristía, se realiza la nueva creación, el nuevo tiempo de la salvación que es apertura a la eternidad de Dios. Compartir la copa eucarística es adentrarse en el misterio del amor que mana del seno de Cristo.
Esta unión entre la Eucaristía y Cristo queda realzada por una tercera estructura: las siluetas de los personajes laterales representan una copa, reproducción de la copa central. Esta segunda copa, resultado de la conjunción de la obra del Padre y del Espíritu que sostiene al Hijo, manifiesta el contenido de la copa central: Jesucristo, el salvador que viene de un largo camino de muerte simbolizado por el cuello descolocado de su túnica, pero también de resurrección y gloria que se muestran en la estola dorada que luce. La invitación de Dios en la Eucaristía es una invitación a hacernos hijos en el Hijo, no sólo compartimos la copa, sino que nos hacemos parte de ella, el sacrificio y el triunfo de Cristo son también nuestro sacrificio y nuestro triunfo.
La presentación de la Eucaristía no se realiza simplemente como algo externo, sino que el autor quiere con el cuadro invitarnos a participar de ella. Si dividimos las partes superior e inferior del cuadro nos daremos cuenta de un efecto importante. En la parte superior aparece resaltada la figura central, el Hijo. Si el cuadro fuese únicamente esta parte superior pensaríamos que el Hijo está situado delante de las otras dos figuras. Sin embargo, cuando miramos la parte inferior del cuadro de forma independiente el efecto es el contrario, la colocación de la mesa y de las piernas de los dos comensales produce el efecto de que el personaje central está más retirado. Por medio de esto se produce una estructura espacial cóncava, es como si fuésemos invitados a entrar dentro de la mesa, el Hijo se adelanta a llamarnos a ella.
Situados en el interior de esta mesa eucarística podemos asistir a la relación entre las tres personas divinas, es una relación doble que se establece a través de las miradas y de las manos. Las miradas representan la relación interna de las tres divinas personas, las manos su participación en la historia de la salvación. Hay un cruce de miradas entre el Padre y el Hijo, y en el centro de este cruce se introduce la mirada del Espíritu Santo, es la vida interna de la Trinidad de Dios, continua generación de amor entre el Padre y el Hijo y continua presencia de amor recogido en el Espíritu. Y este amor divino no está destinado a permanecer encerrado en Dios, al contrario, se derrama en el mundo, la mano del Padre envía al Hijo que con la suya, al mismo tiempo que bendice la copa eucarística, señala al Espíritu en quien se recoge toda bendición para la salvación del mundo. Si finalmente nos fijamos en los bastones nos daremos cuenta de que, al mismo tiempo que señalan los espacios de las tres divinas personas, entre el segundo y el tercero enmarcan el pie del Espíritu Santo. Es Dios que está a punto de levantarse y salir a nuestro encuentro.
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