Queridos hermanos
En este segundo domingo del Triodio hemos escuchado en el Evangelio la parábola del Hijo Pródigo.
«Un hombre tenía dos hijos. 12 El menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de herencia que me corresponde”. Y el padre les repartió sus bienes. 13 Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. 14 Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. 15 Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. 16 Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. 17 Entonces recapacitó y dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! 18 Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; 19 ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”. 20 Entonces partió y volvió a la casa de su padre.
Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. 21 El joven le dijo: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo”. 22 Pero el padre dijo a sus servidores: “Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. 23 Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, 24 porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado”. Y comenzó la fiesta.
25 El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. 26 Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso. 27 Él le respondió: “Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo”. 28 Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, 29 pero él le respondió: “Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. 30 ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!”. 31 Pero el padre le dijo: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. 32 Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”».
Si el domingo pasado se nos presentaba la humildad del Publicano ante Dios, hoy con este texto Evangelio, se nos invita al arrepentimiento a volver a la casa del Padre Misericordioso.
La herencia recibida en Bautismo, la hemos malgastado en medio de nuestros pecados. Al igual que el hijo pródigo dilapida su fortuna con prostitutas y vino, somos nosotros los que nos prostituimos ante los falsos ídolos, nos manchamos con las malas acciones, despreciando a aquél que nos ha dado la vida. Si por las aguas regeneradoras somos hechos hijos de Dios, nosotros mismos y por la libertad que tenemos y que Dios respeta renegamos de esa condición por el pecado.
No pensemos que hemos de matar a alguien para dar la espalda al Padre, más asesinas pueden ser algunas lenguas malintencionadas que los más afilados cuchillos; no es necesario robar un millón de euros, un euro ya nos separa de Dios con el abismo del pecado. Y cuando ya lo hemos perdido todo y nos encontramos manchados y siervos de nuestras más bajas pasiones, cuando nos hemos esclavizado y no tenemos más que las algarrobas que sirven de alimento a los cerdos, quiera Dios que surja en nuestros corazones el arrepentimiento que surgió en el corazón de aquel mal hijo.
Muchos son los hombres que se encuentran como el hijo pródigo pero que no son conscientes de la inmundicia en medio de la que se encuentran. Al contrario, el mismo pecado les ciega y lo que ellos creen que es gloria no son más que excrementos de los cerdos. Muchos se complacen en revolcarse en medio de sus vicios sin caer en la cuenta de la bajeza a la que han llegado. Otros sin embargo, en un momento de lucidez toman conciencia de la realidad en la que se encuentra su alma. Aunque el cuerpo se goce en medio de las pasiones, el alma se percibe sucia, caída en la más terrible de las vergüenzas. Ahora es el momento en el que o se queda lamentándose en su estado o inicia el camino de regreso a casa.
El demonio, enemigo de los hombres pone una última tentación, un mal pensamiento que impide levantarse de la miseria: Dios no te ama, es tan terrible lo que has hecho que no te va a perdonar. Esto queridos hermanos es la gran mentira, la madre de todas las mentiras. Cae el hombre en la mayor de las desesperaciones. Se pregunta entonces el hombre: ¿Para qué seguir viviendo, si Dios no me perdonará? Esto es lo que quiere el Malastuto para nosotros, pero es el mayor de los errores.
Luego está el que es consciente de la gravedad de sus actos y se levanta del lodazal. no merece llamarse hijo de Dios pues ha gastado su herencia, ha salido de la casa paterna, la Iglesia y se ha entregado al pecado. Pero aún así se levanta, más vale ser un penitente en el atri de la casa del Señor, que vivir en medio de las tinieblas. Y vuelve a la casa del Padre, con el corazón lleno de arrepentimiento y los ojos llenos de lágrimas. Es entonces cuando se tiene la verdadera experiencia del amor infinito de nuestro Dios. Antes de llegar a la casa ya estaba Él esperándonos y sale a recibirnos, sale corriendo a nuestro encuentro. No hay palabras más hermosas en el Evangelio, nada puede describir mejor el amor de Dios por su criatura: “Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó” Todos los días desde la partida del hijo, el Padre lo había esperado y cuando lo ve acercarse corre para abrazarlo. Es esta la experiencia de aqeullos que se acercan arrepentidos al Santo Sacramento de la Confesión. Es éste el lugar privilegiado del encuentro con Dios que nos perdona, que nos pone de nuevo el vestido limpio por la gracia y que nosotros habíamos manchado con nuestras transgresiones; es este bendito sacramento el lugar en el que nos reconciliamos con el Padre que nos perdona, que olvida nuestros pecados, que sólo quiere volver a abrazarnos, que acepta nuestro arrepentimiento, que nos llama “Hijo”.
Y Cuando hemos sido renovados por la gracia, cuando en nuestro corazón rebosa la alegría de haber sido perdonados, entonces nos invita a comer del ternero cebado que ha sacrificado por nosotros, nos invita a comer el mejor de los manjares pues es alimento y bebida de vida eterna: el Cuerpo precioso y la sangre vivificante de su Hijo unigénito, nuestro Salvador y Dios Jesucristo, sacrificado voluntariamente por nosotros y que se nos ofrece en el altar como comunión.
Queridos hermanos, tengamos en nuestro corazón la humildad del Fariseo y llenos del arrepentimiento del Hijo Pródigo digamos con los ojos llenos de lágrimas: ¡Padre, hemos pecado! seguros de recibir el perdón del que es el único amante de la humanidad.
P Nicolás
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