EL MISTERIO DE LA CONFESIÓN I
Confesión y arrepentimiento
La Confesión es uno de los Misterios de nuestra Iglesia. No es un mero acto formal, o una costumbre (para estar en el lado correcto o como preparación para las grandes fiestas) No es un acto forzado y aislado o una obligación; tampoco es un alivio psicológico. La confesión siempre ha de ir unida al arrepentimiento. Un Igúmeno del Monte Athos decía: “Muchos se confiesan pero sólo unos pocos se arrepienten.”
El arrepentimiento es un acto libre del hombre. Un proceso interior movido por la contrición y la aflicción que surge al tomar conciencia de la separación de Dios que produce el pecado. El verdadero arrepentimiento no es un dolor intolerable o excesivo y no tiene que ver con sentimientos culpables implacables que más tiene que ver con lo que siente nuestro ego al verse pisoteado y que se venga al verse expuesto a la vergüenza y que es algo que no tolera.
El arrepentimiento es un cambio en nuestros pensamientos, en nuestra mentalidad; es un cambial el sentido por el caminamos, dándonos la vuelta; es un cambio en nuestra moral y sobre todo el arrepentimiento es el aborrecimiento total del pecado.
Es también amor a la virtud, benevolencia y el deseo ferviente y disposición de ser reinjertados en Cristo por medio de la gracia del Espíritu Santo.
El arrepentimiento comienza en las profundidades del corazón y necesariamente culmina en el Misterio sagrado y divino de la Confesión. Durante ella, uno confiesa atenta y humildemente ante el confesor como si estuviera en la presencia de Cristo. Ningún científico, psicoanalista, psicólogo, psiquiatra, sociólogo, filósofo o teólogo puede reemplazar al confesor.
Nadie, ni tan siquiera el más milagroso de los Iconos, puede proporcionar aquello que da el sacerdote: la absolución de los pecados. El sacerdote toma al fiel bajo su cuidado; lo adopta espiritualmente asegurándose de su renacimiento espiritual. Por ello al sacerdote se le llama “padre espiritual”. Esta paternidad espiritual, normalmente, es para toda la vida, y crea un vínculo sagrado y poderoso más fuerte que la paternidad física.
La paternidad espiritual.
El nacimiento espiritual es un proceso doloroso. El que confiesa, abre su alma con temor de Dios y el confesor lo guía con humildad, amor y discreción en el proceso vital y ascendente de su vida en Cristo.
El Confesor ha recibido una bendición especial del Obispo para poder confesar. El don de poder perdonar los pecados, “de atar y desatar” es recibido por él en el momento de su ordenación como presbítero al dársele esa autoridad recibida de los santos Apóstoles. Así la validez y la canonicidad en la sucesión apostólica por medio de los Obispos, es de una importancia capital. Como los demás Santos Misterios de la Santa Iglesia, el misterio de la Confesión no es efectivo, derramando la gracia en el creyente, por la ciencia, elocuencia, inteligencia, energía o ingenio del sacerdote, ni tan siquiera depende de su virtud o santidad, sino de la canonicidad de su sacerdocio y de la actuación del Señor de los Misterios: el Espíritu Santo.
Los posibles pecados del sacerdote no obstruyen la efusión de la gracia divina durante los Misterios. Es una gran herejía pensar por ejemplo que por la indignidad del sacerdote, el pan y el vino no se convierten en el Cuerpo precioso y en la Sangre vivificante de Nuestro Señor Jesucristo durante la Divina Liturgia. Esto no significa, por supuesto, que el sacerdote no se deba involucrar constantemente en su propia purificación y limpieza espiritual.
Tenemos la libertad espiritual de elegir a nuestro confesor, más esta elección nunca se ha de hacer en base a premisas mundanas como por ejemplo la apariencia, la suavidad en el trato, la facilidad de palabra. Así mismo no se ha de basar la elección en que ponga un canon mayor o menor. Así mismo tampoco es conveniente que estemos cambiando continuamente de confesor, de la misma manera que no cambiamos continuamente de médico. Así como el médico de cabecera conoce nuestro historial y al menor indicio sabe qué enfermedad padecemos y cuál sería el tratamiento más apropiado en nuestro caso, el confesor conoce también el estado de nuestra alma y su evolución. El cambio continuo de confesor revela un problema de madurez espiritual. Para el sacerdote esto no ha de suponer un problema de conciencia. Él no es culpable de la inmadurez de los fieles que llegan para confesar y al poco tiempo desaparecen en busca de novedades.
Así mismo los sacerdotes no han de atar a su persona, a los hijos espirituales de forma enfermiza o sentimental. El fiel sólo se ha de unir a Cristo. Así mismo no debe considerar como una ofensa personal el hecho de que un fiel no se confiese o deje de hacerlo con él, ya que ellos no les pertenecen. Son ovejas del rebaño de Cristo, no de su rebaño.
El sacerdote es padre espiritual y esa paternidad y el “parto espiritual” lleva consigo dolor y trabajo. Por ello el padre espiritual sufre cuando ve que sus hijos se pueden apartar de él pero nunca puede retenerlos por medio de la coacción o del chantaje emocional o espiritual.
La labor del confesor.
La labor del confesor no es sólo escuchar superficialmente los pecados del que se confiesa y el decir después de la confesión la oración de absolución. No pone trabas ni impedimentos al que se quiere acercar para reconciliarse con Dios.
El confesor acoge a su hijo espiritual, lo escucha detenidamente, le aconseja adecuadamente y lo guía por en medio de las sendas que marcan las palabras de los Santos Evangelios. Da importancia a sus talentos y virtudes y no le pone cargas innecesarias o que no pueda soportar; impone los cánones con indulgencia y cuando es apropiado; lo consuela cuando está en medio del desánimo, lo alivia aligerándole los fardos pesados de la conciencia, cuando está resentido y exhausto. Lo sana espiritualmente y con él lucha para desarraigar las pasiones, segando la mies de las virtudes y formando su alma inmortal a imagen de Cristo.
Esta relación paterno-filial entre el confesor y su hijo espiritual culmina y da como fruto sentimientos de consuelo, confianza, respeto y santidad. Al decir los pecados al confesor, descubrimos lo más profundo de nuestras almas, nuestras peores acciones, los secretos, lo más íntimo, los peores deseos. Le decimos incluso aquello que nunca hubiéramos querido decirle, lo que incluso no conoce ni nuestras personas más allegadas, nuestros amigos más íntimos o nuestro cónyuge. En ese momento lo único que ha de avergonzarnos es haber pecado, no el hecho de tenerlo que confesar. Por esta total e ilimitada confianza que deposita el fiel en el sacerdote, éste ha de tener un respeto absoluto por él y aquello que le es dicho. Por ello los Santos Cánones le imponen un silencio hasta la muerte sobre aquello que le ha sido confesado.
En la confesión dentro de la Iglesia Ortodoxa no hay ninguna instrucción general, ya que la guía y atención espiritual que cada alma requiere es totalmente personalizada. Cada persona es única y posee una psicosíntesis particular, un carácter diferente: potencialidades, habilidades, limitaciones, tendencias, tolerancias, conocimientos, necesidades y disposiciones únicas. Con la gracia de Dios y el esclarecimiento divino, el confesor ha de discernir que es aquello que puede utilizar mejor para ayuda del fiel. Unas veces será necesaria la indulgencia, más otras veces será imprescindible la austeridad.
No aplicará el mismo patrón a todos los que se confiesan con él. Ni siempre ha de ser estricto, por el hecho de que lo conozcan así y sea respetado como tal; ni siempre ha de ser indulgente para que muchos lo elijan por ello y llegue a ser “padre de muchos”. Lo que se requiere de él es que sea temeroso de Dios, que tenga, honestidad, humildad, comprensión y sea hombre de oración para poder así actuar con discernimiento en cada ocasión.
No debe aplicar la economía en la confesión , ni mucho menos ha de hacer el confesor de la economía una regla. La economía ha de ser lo que es, una excepción. Así mismo según el Archimandrita George Gregoriates, la economía debe ser una medida temporal. Cuando las razones para aplicarla no existen, debe retractarse naturalmente. Tampoco ha de aplicarse de manera automática cuando se cometa el mismo pecado ya que el pecado es siempre distinto y nuevo y puede confrontarse de distintas maneras.
El Canon
El canon no ha de pensarse como una forma de castigo. Puede incluso que el sacerdote no ponga canon después de la confesión. Es por lo tanto un elemento pedagógico. No se impone como una forma de aplacar a un Dios terrible y vengativo al que se ha ofendido, una expiación del pecador ante la justicia divina, esto sería una herejía. El canon se impone para que el cristiano despierte y tome conciencia de la magnitud de sus actos. Según la enseñanza de la Iglesia Ortodoxa, el pecado no es tanto la transgresión de una ley como una falta de amor a Dios. “Ama y haz lo que quieras” dice el Bienaventurado Agustín de Hipona.
El canon se lleva a cabo para completar el arrepentimiento del que se ha confesado, es por esto que el P. Athanasios de Meteora dice: “Así como al confesor no se le permite hacer público los pecados que se le han dicho en la Confesión, el que se ha confesado tampoco ha de revelar el canon que le ha sido impuesto después de confesar sus pecados.
El Confesor actúa como un canal de la gracia del Espíritu Santo. Durante el Sacramento no actúa como un psicólogo o psiquiatra, sino como sacerdote, doctor experimentado, padre afectuoso. Al escuchar los pecados del penitente pide a Dios la luz necesaria para iluminarle, para aconsejar la medicina más apropiada para su curación.
El confesor, no ha de actuar movido por la curiosidad y la sospecha, ni con una austeridad excesiva; no ha de mostrarse arrogante y hacer manifestación de su poder; igualmente no ha de mostrarse indiferente, irreflexivo, descuidado, aburrido. La humildad, el amor y la atención necesaria ayudará al penitente a confesarse adecuadamente.
El confesor no hará demasiadas preguntas. El penitente ya habrá hecho el examen de conciencia de una manera conveniente y con una guía adecuada y traerá sus pecados anotados para que no se olvide, o tenga la tentación de callar algún pecado grave por falsa vergüenza. Debe cortar rápidamente cualquier detalle sobre los pecados, sobre todo los de la carne. Sobre todo ha de impedir que se nombren a otras personas. No se ha de asustar al penitente pero se ha de impedir las divagaciones, que “confiesen” a otros, que se actúe de una manera morbosa. El penitente se ha de poner ante el confesor de una manera respetuosa y reverencial, como si se encontrase ante el mismo Cristo. Este clima de respeto mutuo y confianza debe ser inspirado y alentado por el confesor.
Nuestra Santas Madre la Iglesia Ortodoxa es el Cuerpo de Cristo Resucitado, la verdadera Viña en la que estamos injertados y fuera de la cual sólo hay espinas y abrojos, dolor y muerte; es un verdadero Hospital, una inmensa enfermería donde encuentra curación nuestra debilidad, donde somos liberados de los traumas causados por el pecado, de las trampas demoniacas y de las pasiones. En este hospital Cristo es el Médico, y su santísima Madre, la divina Enfermera de nuestras almas.
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