Hay quienes sostienen que la fe cristiana en la divinidad de Cristo se originó en el Concilio de Nicea, afirman en su error que Cristo habría sido sólo un hombre y el citado Concilio lo habría divinizado.La finalidad principal del primer Concilio ecuménico, reunido en Nicea en el año 325, fue juzgar acerca de la ortodoxia o heterodoxia de la doctrina de Arrio, quien negaba la divinidad de Cristo. El Concilio de Nicea condenó el arrianismo y compuso un Credo de gran valor dogmático. Ese Credo, completado por el II Concilio Ecuménico (Constantinopla I, año 381) es proclamado todos los días solemnemente en la Liturgia de la Iglesia Ortodoxa.
Es obvio que el Concilio de Nicea no divinizó a Jesucristo: en primer lugar, porque Jesucristo ya era Dios y un Concilio no puede divinizar a nadie; y en segundo lugar, porque la divinidad de Cristo formaba parte de la fe cristiana desde el comienzo.
Muchos pasajes del Nuevo Testamento afirman explícitamente la divinidad de Cristo, por ejemplo Juan 1,1: "En el principio era el Logos, y el Logos estaba en Dios, y el Logos era Dios". Y más adelante dice Juan 1,15: "Y el Logos se hizo carne y habitó entre nosotros". Es un hecho cierto que el Evangelio de Juan fue redactado en el siglo I, entre otras cosas por el hallazgo del papiro Ryland.
Además, todo el Nuevo Testamento supone implícitamente la divinidad de Cristo. Aquí no puedo desarrollar este argumento, por lo cual me limito a señalar que el título de “Señor”, que el Nuevo Testamento atribuye a Jesús en numerosísimas ocasiones, afirma implícitamente su divinidad. No alude a un señorío cualquiera, sino que se refiere al señorío sin igual del mismo Dios. Como escribe San Pablo: “[hay] un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1 Corintios 8,6).
Arrio negó la divinidad del Hijo porque prefirió la filosofía platónica a la Divina Revelación. El Concilio de Nicea rechazó su doctrina al afirmar que el Hijo es "consustancial al Padre" (expresión traducida erróneamente cuando se dice "de la misma naturaleza que el Padre"). Al hacer esto, el Concilio no enseñó una verdad nueva, sino que expresó con precisión teológica la fe cristiana de siempre y profundizó su comprensión.
Se trata de un caso claro de desarrollo auténtico de la doctrina cristiana. Este fenómeno se ha dado a lo largo de toda la historia de la Iglesia: la Divina Revelación nos fue dada de una vez para siempre en Jesucristo; pero la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, va comprendiendo cada vez mejor esta verdad infinita que supera nuestra capacidad intelectual. Así el Espíritu Santo conduce a la Iglesia hasta la verdad completa. El desarrollo doctrinal no es pues innovación ni corrupción, sino la explicitación gradual del contenido implícito de la Revelación.
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