martes, 29 de noviembre de 2022

ALIMENTO PARA EL ALMA

 



Martes XXV después de Pentecostés
Lucas 12, 42-48
En aquel tiempo dijo el Señor: ¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente, a quien pondrá el amo sobre su servidumbre para distribuirle la ración de trigo a su tiempo? Dichoso ese siervo a quien el amo, al llegar, lo encuentre haciendo así. En verdad os digo que le pondrá sobre todos sus bienes. Pero si ese siervo dijese en su corazón: Mi amo tarda en venir, y comenzase a golpear a sus siervos y siervas, a comer, beber, y embriagarse, llegará el amo de ese siervo el día que menos lo espere y a la hora que no sabe, y le mandará azotar y le pondrá entre los infieles. Ese siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no se preparó ni hizo conforme a ella, recibirá muchos azotes. El que, no conociéndola, hace cosas dignas de azotes, recibirá pocos. A quien mucho se le da, mucho se le reclamará, y a quien mucho se le ha entregado, mucho se le pedirá.
Catena Aurea
San Teofilacto
42-43. La parábola antedicha se refiere en general a todos los fieles; pero oíd lo que os afecta a vosotros, apóstoles y doctores. Os pregunto, pues, ¿qué administrador hay que tenga en sí fidelidad y prudencia? Porque, así como en la administración de los bienes se pierden éstos si el administrador no es prudente, aunque sea fiel, o no es fiel, aunque sea prudente, así también es necesario fidelidad y prudencia en las cosas divinas. He conocido a muchos que, adorando a Dios y siendo fieles, no podían ocuparse con prudencia de asuntos religiosos y no solamente perdían los bienes, sino también las almas, tratando a los pecadores con un celo indiscreto, ya por preceptos inmoderados de penitencia, ya por una mansedumbre inoportuna.
Cualquiera, pues, que se encuentre fiel y prudente, presida a la familia del Señor para darle la medida de trigo en todo tiempo, ya sea por medio de la predicación con que el alma se alimenta, ya por medio del buen ejemplo por el que la vida se endereza.
44. «¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su servidumbre para darles a su tiempo su ración conveniente?» O bien, los pondrá sobre todos sus bienes, no sólo sobre su familia, sino sobre todas las cosas del cielo y de la tierra que someterá a su obediencia, como estuvieron Josué y Elías mandando el primero al sol y el segundo a las nubes, y todos los santos, como amigos de Dios, usan de todo lo que le pertenece. Todo el que practica la virtud y dirige perfectamente a sus siervos -es decir la ira y la concupiscencia-, ofreciéndoles la medida de trigo en todos los tiempos -esto es, de la ira, para que se indignen contra los que aborrecen al Señor y de la concupiscencia, para que usando de la carne en debida forma, la encaminen a Dios- quedará constituido sobre todo lo que Dios tiene y será digno de conocer con plena claridad todas las cosas.
45-46. Muchas veces por no pensar en nuestra última hora cometemos muchos pecados, porque si pensáramos que el Señor ha de venir y que nuestra vida ha de concluir pronto, pecaríamos menos. Por esto prosigue: «Pero si aquel siervo se dice en su corazón: “Mi señor tarda en venir”, y se pone a golpear a los criados y a las criadas, a comer y a beber y a emborracharse…»
El administrador infiel recibirá muy justamente el castigo de los infieles, porque careció de verdadera fe.
47-48. Aquí el Señor nos da a conocer algo más grande y terrible, puesto que no sólo el administrador infiel quedará privado de la gracia recibida para que nada pueda librarlo de los castigos, sino que más bien la mayor dignidad que alcanzó le servirá de condenación. Por esto sigue: «Aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor, no ha preparado nada ni ha obrado conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes.»
Algunos objetan esto, diciendo: con razón es castigado todo aquel que, conociendo la voluntad del Señor, no la sigue. Pero, ¿por qué es castigado el que la desconoce? Porque habiendo podido conocerla no quiso, y por su pereza fue él mismo la causa de su ignorancia.
En seguida el Señor da a conocer por qué la pena que se imponga a los doctores y a los sabios será más intensa cuando dice: «A quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más.» A los doctores se concede la gracia de hacer milagros, pero se les confía la de la predicación y la enseñanza. Y no dice que se le pida más en lo que se le ha dado, sino en lo que se le ha confiado o depositado en él. Porque la gracia de la palabra necesita desarrollo y se pide al doctor más de lo que ha recibido. No debe, por tanto, estar ocioso, sino cultivar el talento de la palabra.
San Beda el Venerable
39-41. El Señor advertía dos cosas en esta parábola: primero, que El vendría de pronto; y segundo, que se debía estar preparado para recibirlo. Pero no se manifiesta claramente cuál de estas dos cosas preguntó San Pedro o si preguntó las dos a la vez, ni a quiénes se refería al decir todos cuando preguntó: «Señor, ¿dices esta parábola para nosotros o para todos?» Y por tanto, cuando dice nosotros y todos, es de creer que habla de los apóstoles y de los que se les asemejaban y de los demás fieles, o de los cristianos y los infieles, o de los que van muriendo uno a uno recibiendo de buen o mal grado la venida de su juez y los que, cuando llegue el juicio universal estén aún vivos en la carne. Sería extraño que San Pedro dudase que deben vivir en la sobriedad, la piedad y la justicia los que aguardan la esperanza bienaventurada, o que hubiera de ser imprevisto el juicio de todos y el de cada uno. Por lo que sólo falta decir que, conociendo bien ambas cosas, preguntaba lo que podía ignorar, a saber: si la sublime enseñanza de la vida celestial, por la que había mandado vender los bienes, hacer bolsas que no envejeciesen, tener ceñidos los lomos y vigilar con las antorchas encendidas, se refería a los apóstoles y a sus semejantes, o a todos los que deben salvarse.
42-44. Tanta como sea la diferencia que hay entre los méritos de los que oyen bien y de los que enseñan bien, así será la diferencia de sus premios. Cuando el que ha de venir los encuentre vigilando, los hará sentarse a su mesa. Mas a los que encuentre administrando fiel y prudentemente, los colocará sobre todo lo que posee, es decir sobre todas las alegrías del reino de los cielos. No hará esto para que tengan solos el dominio de ellos, sino para que disfruten de su posesión eterna con mayor abundancia que los demás santos.
45-46. Observa que entre los defectos del siervo malo cuenta el de que cree que su señor tarda en volver; y entre las virtudes del bueno no cuenta que esperó que viniese pronto, sino solamente que le sirvió con fidelidad. Nada hay mejor que soportar con paciencia la ignorancia de lo que no podemos saber y entre tanto trabajemos para que se nos encuentre idóneos.
En este siervo se da a conocer la condenación de todos los superiores malos, quienes, menospreciando el temor de Dios, no sólo se entregan a la lujuria, sino que también llenan de injurias a los que tienen a sus órdenes. Aquí puede entenderse por maltratar a los siervos y criados el corromper los corazones de los débiles con el mal ejemplo: comer, beber y embriagarse, u ocuparse en los delitos y placeres mundanos que enloquecen al hombre. Acerca de su castigo añade: «Vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera (esto es, en la hora del juicio o de la muerte) y en el momento que no sabe, le separará y le señalará su suerte entre los infieles.»
También puede entenderse que lo dividirá separándolo de la comunidad de los fieles y asociándolo a los que nunca pertenecieron a la fe. Por esto prosigue: «Y le dividirá y pondrá su parte con los desleales», porque el que no se cuida de los suyos y de sus domésticos niega la fe y es peor que el infiel, como dice el Apóstol (1Tim 5,8).
47-48. A veces se da mucho a algunas personas juntamente con el conocimiento de la voluntad de Dios y la facultad de cumplir lo que conocen, pero se encomienda mucho a aquél a quien se confía con su propia salud el cuidado de apacentar al rebaño del Señor. Por tanto, como son dotados de gracias más importantes, si faltan merecen mayor castigo. Y los que, fuera de la culpa original con la que vinieron al mundo, no cometan ningún pecado merecerán la menor de las penas. En cuanto a los demás que cometieron recibirán un castigo tanto más tolerable, cuanto menor fue aquí su iniquidad.
San Basilio el Grande
43. No dice obrando por casualidad, sino así haciendo. Porque no sólo conviene vencer, sino pelear convenientemente, lo que consiste en hacer cada cosa según se nos ha mandado. (in Cat. graec. Patr. ex Asceticis)
46. El cuerpo no se divide de modo que una parte sea entregada a los tormentos y la otra perdonada, porque no es racional ni justo que, delinquiendo el todo, sólo la mitad sufra la pena. Ni tampoco el alma puede dividirse, porque está unida totalmente a la conciencia culpable y ha cooperado con el cuerpo a obrar mal. Esta división del alma consiste en su perpetua separación del Espíritu. Ahora, pues, aun cuando la gracia del Espíritu no esté con los que no lo merecen, parece que en cierto modo los asiste esperando su conversión a la salud, hasta que se separare en absoluto del alma. El Espíritu Santo es, pues, tanto el premio de los justos como la primera condenación de los pecadores porque los indignos lo pierden. (In lib. de Spiritu Sancto, cap. 16)
47-48. Pero se dirá: Si éste sufre muchos castigos y aquél pocos, ¿por qué se dice que estos castigos no tendrán fin? Mas téngase en cuenta que aquí se habla, no de la medida de las penas o de su fin, sino de la diferencia entre ellas, porque alguno puede ser digno del fuego eterno más o menos intenso, y del gusano que ha de atormentar siempre con más o menos fuerza. (In Regulis brevioribus, ad interrogat. 267)
San Juan Crisóstomo, Homilía 77 sobre San Mateo.
«Estad a punto» (cf. Lc 12,47).
“Es a la hora que menos pensáis que vendrá el Hijo del hombre.” Jesús dice esto a los discípulos a fin de que no dejen de velar, que estén siempre a punto. Si les dice que vendrá cuando no lo esperarán, es porque quiere inducirlos a practicar la virtud con celo y sin tregua. Es como si les dijera: “Si la gente supiera cuando va a morir, estarían perfectamente preparados para este día”. Pero el momento del fin de nuestra vida es un secreto que escapa a cada hombre.
Por eso el Señor exige a su servidor, dos cualidades: que sea fiel, a fin de que no se atribuya nada de lo que pertenece a su señor, y que sea sensato, para administrar convenientemente todo lo que se le ha confiado. Así pues, nos son necesarias estas dos cualidades para estar a punto a la llegada del Señor. Porque mirad lo que pasa por el hecho de no conocer el día de nuestro encuentro con él: uno se dice: “Mi amo tarda en llegar”. El servidor fiel y sensato no piensa así. Desdichado, bajo pretexto de que tu Amo tarda ¿piensas que no va a venir ya? Su llegada es totalmente cierta. ¿Por qué, pues, no permaneces en tu puesto? No, el Señor no tarda en venir; su retraso no está más que en la imaginación del mal servidor.
San Fulgencio de Ruspe, Sermón 1: CCL 91A, 889.
«¿Quién es el administrador fiel y prudente?» (Lc 12,42).
Para precisar el papel que deben desempeñar los servidores que él ha puesto a la cabeza de su pueblo, el Señor dice esta frase que trae el Evangelio: «¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo al llegar lo encuentre portándose así». ¿Quién es este amo, hermanos míos? Sin duda alguna es Cristo que dijo a sus discípulos: «Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y hacéis bien porque lo soy» (Jn 13,13). ¿Y cuál es la gente de la casa de este amo? Evidentemente que es la que el mismo Señor ha rescatado de las manos del enemigo y que ha hecho de ella su propiedad. Esta gente de la casa es la Iglesia santa y universal que se extiende por el mundo con maravillosa fecundidad y se gloria de ser rescatada al precio de la sangre del Señor…
Si nos preguntamos por esta medida de trigo, san Pablo nos dice: «Es la medida de la fe que Dios os ha otorgado» (Ro 12,3). Lo que Cristo llama medida de trigo, Pablo dice medida de la fe, para enseñarnos que no hay otro trigo espiritual que el venerable misterio de la fe cristiana. Esta medida de trigo os la damos en nombre del Señor cada vez que, iluminados por el don espiritual de la gracia, os hablamos según la regla de la verdadera fe. Esta medida, la recibís por los administradores del Señor cada día que escucháis de boca de sus servidores la palabra de verdad. Que sea nuestro alimento esta medida de trigo que Dios nos distribuye. Sea el alimento de nuestra buena conducta para llegar a la recompensa de la vida eterna. Creamos en el que se da a sí mismo como alimento a nosotros para que no desfallezcamos en el camino, y que se reserva como nuestra recompensa para que encontremos el gozo en la patria. Creamos y esperemos en él; amémosle sobre todo y en todo. Porque Cristo es nuestro alimento y será nuestra recompensa. Cristo es el alimento y el consuelo de los viajeros en el camino; saciedad y exultación de los bienaventurados en su descanso.
Más, ¿quién es el administrador fiel y prudente? El apóstol Pablo nos lo enseña cuando, hablando de él mismo y de sus compañeros, dice: «Que la gente sólo vea en nosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora, en un administrador lo que se busca es que sea fiel» (1Co 4,1-2). Y para que nadie de entre nosotros piense que sólo los apóstoles han llegado a ser administradores o para que un servidor perezoso e infiel no abandone el combate espiritual y se ponga a dormir, el santo apóstol da a entender que también los obispos son administradores: «Porque el obispo, siendo administrador de Dios, tiene que ser intachable» (Tit 1,7). Somos, pues, los servidores del Padre de familia, los administradores del Señor, y hemos recibido la ración de trigo para distribuirla entre vosotros.

lunes, 28 de noviembre de 2022

¿CÓMO SE PUEDE SALVAR UN LAICO? San Paisi (Velichkovsky) de Neamnt

 



Os aconsejo que leáis con más diligencia las Divinas Escrituras y las enseñanzas de nuestros Santos Padres Teóforos, a quienes por la gracia del Santísimo Espíritu les ha sido dado comprender los misterios del Reino de Dios, es decir, el verdadero significado de la Sagrada Escritura. En su enseñanza iluminada por el espíritu, encontrarás todo lo que necesitas para la salvación. Y yo, pecador, según mi débil mente, respondo a tu pregunta:

El Dios Misericordioso obra nuestra salvación por la fe ortodoxa, las buenas obras y Su gracia. La fe ortodoxa es la que lleva la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica; sin esta fe ortodoxa, nadie puede salvarse. Las buenas obras son los mandamientos del Evangelio, que, junto con la fe, son también necesarias para que cualquiera se salve. La Fe Ortodoxa sin buenas obras está muerta, y las buenas obras sin fe también están muertas. Aquellos que desean la salvación deben tener ambos juntos: tanto la Fe Ortodoxa con buenas obras como las buenas obras con la Fe Ortodoxa; y entonces, con la ayuda de la gracia de Dios, que favorece nuestras buenas obras, serán salvos según la palabra de Cristo, que dice: Separados de mí nada podéis hacer (Jn 15,5).

Y se ha de saber que Cristo Salvador, nuestro Dios verdadero, que quiere que todos los hombres se salven, ha establecido como ley las buenas obras, es decir, sus mandamientos salvadores del Evangelio, por igual para todos los cristianos ortodoxos, tanto monjes como laicos que conviven con sus esposas e hijos, y exige de todos los cristianos ortodoxos su más diligente cumplimiento, porque sus santos mandamientos no exigen grandes trabajos corporales, sino sólo la buena dispensación del alma: El yugo de sus santos mandamientos es fácil y la carga de cumplirlos es luz para ellos (Mt. 11:30).

Los santos mandamientos de Cristo, con la gracia de Dios, pueden ser cumplidos fácilmente por cualquier cristiano ortodoxo, cualquiera que sea su rango, sexo o edad: tanto los jóvenes como los ancianos, los sanos y los enfermos, si tan sólo tienen una buena disposición del alma. Por tanto, los que los transgredan y no se arrepientan serán condenados al tormento eterno junto con los demonios en la segunda venida de Cristo.

Los mandamientos del Santo Evangelio, especialmente los principales, son tan necesarios para la salvación que, si nos falta uno solo de ellos, nuestra alma no se salvará. Estos son los mandamientos sobre el amor a Dios y al prójimo, la mansedumbre y la humildad, la paz con todos y la paciencia, perdonar de corazón a los demás, no condenar a nadie, no tener odio, amar a los enemigos, dar limosnas espirituales y corporales en todo lo que podamos, y obligándonos con toda diligencia a cumplir todos los demás mandamientos de Cristo que están escritos en el Santo Evangelio.

Y, sobre todo, amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas y con toda nuestra mente, y amar al prójimo como a nosotros mismos; e imitando la mansedumbre de Cristo, luchar contra la pasión de la ira hasta derramar (la propia) sangre en la lucha.

Vivir en paz con todos es tan necesario que el Señor se vio en la necesidad de repetirlo más de una vez a sus santos discípulos y apóstoles: Paz a vosotros (Lc 24,36); La paz os dejo, mi paz os doy (Jn. 14:27). Y donde está la paz de Cristo, allí está Cristo mismo; pero si no hay paz en el alma, entonces Cristo no está allí.

La paciencia también es necesaria para la salvación. Cristo dice: En vuestra paciencia poseeréis vuestras almas (Lc. 21:19). Y es necesario perseverar no sólo por un tiempo, sino hasta la misma muerte: El que persevere hasta el fin, ése será salvo (Mt. 10:22).

El que de todo corazón perdona las ofensas de su prójimo, recibirá de Dios el perdón de sus ofensas. El que no condena a su prójimo no será condenado por Dios. El que desea la salvación debe guardar también todos los demás mandamientos del Evangelio como tesoro de su corazón.

Y la humildad, que es el fundamento de todos los mandamientos del Evangelio, es tan necesaria para la salvación como la respiración para la vida. Como es imposible vivir sin respirar, así es imposible salvarse sin humildad. Los Santos de Dios se salvaron de varias maneras, pero ninguno se salvó sin humildad, lo cual sería imposible.

Por lo tanto, quien quiera salvarse debe considerarse de todo corazón pecador ante Dios, el más pecador de los hombres, peor que cualquier criatura de Dios; debe considerarse a sí mismo como polvo y cenizas, y en lo más recóndito de su corazón, debe reprocharse a sí mismo por todo, y culparse solo a sí mismo por cada uno de sus pecados.

Así, cumpliendo todos los mandamientos evangélicos con humildad de corazón, ofreciendo frecuentemente a Dios una oración con el corazón quebrantado para el perdón de sus pecados, el hombre es tenido por digno de la misericordia de Dios y del perdón de los pecados; La gracia de Dios lo visita, y sin duda será salvado por la misericordia de Dios.

Además, un cristiano ortodoxo también debe observar los mandamientos de la Iglesia como se establece en el libro de la Confesión Ortodoxa, pues también son necesarios para la salvación. El Sacramento de la Confesión consiste en arrepentirse de los pecados ante Dios, desecharlos y tener el firme propósito de, con la ayuda de Dios, no volver nunca más a ellos. Entonces, ante tu padre espiritual, como ante Dios mismo, confiesa todos tus pecados y recibe de él la absolución de los mismos.

Debemos prepararnos para comulgar de los Misterios Divinos con el ayuno, la tierna y sincera confesión de nuestros pecados, por la plena reconciliación con todos, leyendo toda la regla de la Iglesia en el tiempo señalado según la costumbre cristiana, y procediendo a la Sagrada Comunión con temor y temblor, con fe y amor, con la reverencia debida al único Dios.

Puedes encontrar las instrucciones más completas sobre cómo comportarse en la familia y sobre otros deberes cristianos en los escritos inspirados por Dios de San Juan Crisóstomo y otros hombres santos, pues el mismo Dios nos ilumina cuando leemos sus libros con la debida atención.

jueves, 24 de noviembre de 2022

ACCIÓN DE GRACIAS




Recordaba hoy, que cuando estudiaba la carrera de Historia, leí en un libro que el primer día de Acción de Gracias se celebró en la ciudad de San Agustín un 8 de Septiembre, día del Nacimiento de la Madre de Dios, con una Misa y comida de acción de gracias en la que participaron españoles y nativos, mucho antes de que lo hicieran los ingleses. Si alguien quiere investigar un poco más bajo he puesto el enlace de un video y hay algún artículo en internet.
La cuestión es que a la hora de adaptar costumbres foráneas, lo hacemos siempre de lo que está ligado al consumismo y el ejemplo claro de esto es lo que vivimos en estos días.
Por supuesto que no se toma la fiesta de Acción de Gracias, porque ya sea de origen español o inglés, es una celebración en la que se reúne la familia para dar gracias a Dios por los dones con los que nos ha bendecido durante el año que termina. ¡DAR GRACIAS A DIOS! De eso nada, imposible en las mentalidades laicistas, consumistas etc. etc. Tomemos el black friday, el ciber monday... lo que sea en lo que no aparezca Dios ni sus santos.
Caemos de cabeza, sin pensarlo, engañados por las ofertas de la publicidad. Ya tenemos una pseudonavidad sin Navidad que no es más que el reflejo de una sociedad sin Dios y los cristianos caemos rendidos en sus brazos.
El 8 de septiembre, el último jueves de noviembre, el domingo antes de que comience el ayuno de Navidad, que más da, todos los días hemos de dar gracias a Dios. Pero no estaría mal que las familias cristianas se acordaran en un día especial de dar gracias a Dios por todos los bienes que nos da por su infinito amor por el hombre.

jueves, 17 de noviembre de 2022

ARRÁNCALA ANTES DE QUE CREZCA

 

Incluso si una falta te parece pequeña y en ciernes, arráncala antes de que crezca y madure. No descuidéis esta falta, aunque os parezca poca cosa; de lo contrario, más tarde se convertirá en un amo inhumano para ti, y tendrás que correr ante él como un esclavo encadenado. El que lucha contra una pasión desde el principio la dominará rápidamente.

San Isaac el Sirio, Discursos espirituales, V, 11.

ALIMENTO PARA EL ALMA

 





Jueves XIII después de Pentecostés
Lucas 11, 14-23
En aquel tiempo Jesús expulsó un demonio de un hombre enfermo que estaba mudo, y así que salió el demonio, el mudo habló. Las muchedumbres se admiraron, pero algunos de ellos dijeron: Por el poder de Belcebú, príncipe de los demonios, expulsa Éste los demonios; otros, para tentarle, le pedían una señal del cielo. Pero Él, conociendo su pensamiento, les dijo: Todo reino dividido contra sí mismo será devastado, y caerá casa sobre casa. Si, pues, Satanás se halla dividido contra sí mismo, ¿Cómo se mantendrá su reino? Puesto que decís que por poder de Belcebú expulso yo los demonios. Si yo expulso a los demonios por Belcebú, vuestros hijos, ¿por quién los expulsarán? Por esto ellos mismos eran vuestros jueces. Pero, si expulso a los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros. Cuando un hombre fuerte bien armado guarda su palacio, están seguros sus bienes; pero si llega uno más fuerte que él, le vencerá, le quitará las armas en que confiaba y repartirá su botín. El que no está conmigo, está contra mí, y el que conmigo no recoge, desparrama.

Simeón el Nuevo Teólogo, 27 : SC 113,116-118
«El que no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11, 23)
Los que son amigos de Dios y le aman, los que lo poseen en su interior como un tesoro inviolable, acogen los insultos y las humillaciones con una alegría y una felicidad indecibles (Mt 5,10-12). Rebosan amor y un amor sincero hacia los que les hacen sufrir todo esto, como bienhechores... El que no conoció caída alguna, el Señor Jesús nuestro Dios, fue golpeado, para que los pecadores que le imitan no sólo reciban el perdón, sino que lleguen a participar de su divinidad por su obediencia. El que no acepta las afrentas con humildad de corazón, el que se avergüenza de imitar los sufrimientos de su Maestro, entonces, también Cristo se avergonzará de él, en presencia de los ángeles (Lc 9,26)
Fue abofeteado, cubierto de escupitajos, crucificado: estremeceos, hombres, temblad, y soportad también vosotros con alegría los insultos que Dios sufrió por nuestra salvación. Dios recibe una bofetada del último de sus siervos (Jn 18,22) para darte un ejemplo de victoria; ¿y tú no aceptas el mismo tratamiento por parte de uno de tus semejantes? Si te avergüenzas de llegar a ser imitador de Dios, ¿cómo reinarás con él? Si, esperándolo, no eres paciente en las vejaciones, ¿Cómo serás glorificado con él en el Reino de los cielos?

San Cipriano de Cartago
«El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama» (Lc 11,23)
Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre. El Señor nos lo advierte cuando dice: «Quien no está conmigo está contra mí, quien no recoge conmigo, desparrama.» El que rompe la paz y la concordia de Cristo actúa contra Cristo. El que recoge fuera de la Iglesia, desparrama la Iglesia de Cristo.
El Señor dice: «El Padre y yo somos uno.» (Jn 10,30) Está escrito, a propósito del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: «... los tres están de acuerdo.» (cf 1Jn 5,7) ¿Quién, a partir de aquí, creerá que la unidad que tiene su origen en esta armonía divina, pueda ser rota en pedazos en la Iglesia...por conflictos de la voluntad? El que no observa esta unidad no observa la ley de Dios ni la fe en el Padre ni en el Hijo; no obtendrá ni la vida ni la salvación.
Este sacramento de la unidad, este lazo de concordia en una cohesión indisoluble se nos muestra en el evangelio por la túnica del Señor. No puede ser dividida ni rota, sino que echarán la suerte para saber a quién le toca revestirse de Cristo. (cf Jn 19,24)... Es el símbolo de la unidad que viene de arriba.

Orígenes, Sobre Josué, 15, 1-4: SC 71, 331-345
«Estaba Jesús echando un demonio mudo» (Lc 11,14)
En la guerra contra los moabitas y amonitas, Josué [que lleva el mismo nombre que Jesús] «mató a todos los reyes con la espada» (Jos 11,12). Estábamos todos «bajo el domino del pecado» (Ro 6,12); todos, todos estábamos bajo el dominio de las malas pasiones. Cada uno mantenía en sí un rey particular que reinaba en él y le dominaba. Por ejemplo, a uno le dominaba la avaricia, a otro el orgullo, a otro la mentira; a uno le dominaban las pasiones carnales, otro sufría el reino de la cólera. Había, pues, en cada uno de nosotros y antes de tener fe, un reino de pecado.
Pero cuando vino Jesús, mató a todos los reyes que detentaban en nosotros los reinos del pecado, y nos enseñó a matarlos a todos sin dejar escapar a ninguno. Si se conserva en vida, aunque sea uno tan sólo, no se podrá pertenecer al ejército de Jesús. Porque el Señor Jesús nos ha purificado de toda clase de pecado; los ha destruido a todos. En efecto, todos «nosotros con nuestra insensatez y obstinación, íbamos fuera de camino; éramos esclavos de pasiones y placeres de todo género, nos pasábamos la vida fastidiando y comidos de envidia, éramos insoportables y nos odiábamos unos a otros» (Tit 3,3), con todas las clases de pecados que se encontraban en los hombres antes de creer. Es muy verdadero decir que Jesús mató a todos los que salían para armar guerra; porque no hay pecado tan grande que Jesús no pueda poner sus pies encima, él que es el Verbo y la «Sabiduría de Dios» (1Co, 1,24). Él triunfa de todo, es vencedor de todo.
¿No creemos que todos los pecados, cualesquiera que sean, son echados fuera de nosotros cuando venimos al bautismo? Es lo que dice el apóstol Pablo quien después de haber enumerado todas las clases de pecados, añade finalmente: «Así erais algunos. Pero os lavaron, os consagraron, os perdonaron invocando al Señor Jesucristo y al Espíritu de nuestro Dios» (1Co 6,11).
Si las guerras (del Antiguo Testamento) no fueran símbolo de las guerras espirituales, pienso que nunca los libros históricos de los judíos se hubieran transmitido a los discípulos de Cristo que ha venido para traer la paz. Nunca los hubieran transmitido los apóstoles como lectura pública en las asambleas. ¿Para qué servirían tales descripciones de guerras a aquéllos que oyen a Jesús que dice: «La paz os dejo, mi paz os doy», (Jn 14,27) a aquéllos a quienes manda Pablo: «No os toméis la justicia por vuestra mano.»? (Ro 12,19) y «¿No sería preferible soportar la injusticia y permitir ser despojados?» (1Cor 6,7)
Pablo sabe muy bien que ya no tenemos que ganar batallas materiales, sino que hay que luchar con gran esfuerzo en nuestra alma contra nuestros adversarios espirituales. Como un jefe de ejército, nos da este precepto a los soldados de Cristo: «Revestíos de las armas que Dios os ofrece para que podáis resistir a las asechanzas del diablo.» (Ef 6,11) Y para poder aprovecharnos de los ejemplos de nuestros antepasados en las guerras espirituales, quiso que sea leído en la asamblea el relato de sus hazañas. Así, si somos hombres espirituales, nosotros que sabemos que la ley es «espiritual» (cf. Ro 7,14) nos acercamos en estas lecturas a las realidades espirituales en términos espirituales. (cf. 1Cor 2,13) Así contemplamos a través de estas naciones que atacaron materialmente al pueblo de Israel, el poder de las «naciones espirituales» enemigas interiores, los espíritus malos que están en el aire (cf. Ef 6,12) que levantan las guerras contra la Iglesia del Señor, el nuevo Israel.

San Basilio el Grande, Homilías y discursos, Homilía IX, IX-X.
Se le llama Satanás porque se opone al bien. Tiene este significado en lengua hebrea, como sabemos por los Libros de los Reyes: Y el Señor hizo surgir un satanás contra Salomón levantó a Hader, el Idumeo (III Reyes, 11,14). Se le llama diablo porque es a la vez cómplice de nuestro pecado y acusador; se regocija en nuestra pérdida, pero también denuncia nuestras obras. Su naturaleza es incorpórea, según las palabras del apóstol: Nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra los (…) espíritus del mal (Ef 6,12). Su oficio es el de un líder, también según las palabras del apóstol: Nuestra lucha es contra los príncipes, contra los maestros de esta oscuridad (Ef 6, 2). El lugar donde se asienta su regla es el aire, como dice el mismo apóstol: Según el gobernante de la potestad del aire, del espíritu que ahora opera en los hijos de la desobediencia (Ef 2,2). Por eso también se le llama el soberano del mundo, porque su dominio se ejerce alrededor de la tierra. Así dice el Señor: Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera (Jn 12,31); y otra vez: Viene el príncipe de este mundo, y nada hallará en mí (Jn 14,30). Pero porqué del ejército del diablo se dijo que son espíritus del mal en los lugares celestiales (Ef 6,12), se ha de saber que la Escritura suele llamar cielo al aire, como en los siguientes textos: Las aves del cielo (Mt 6, 26) y: Asciende a los cielos (Sal 106, 26), es decir, asciende a las regiones más altas del aire. Por eso también el Señor vio a Satanás caer del cielo como un rayo (Lc 10, 18)

miércoles, 16 de noviembre de 2022

ALIMENTO PARA EL ALMA






Miércoles XXIII después de Pentecostés
Lucas 11, 9-13
En aquel tiempo dijo el Señor a sus discípulos: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá; porque quien pide recibe, y quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, si el hijo le pide un pan, le dará una piedra? ¿O, si le pide un pez, le dará, en vez del pez, una serpiente? ¿O, si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?

San Macario el Grande, Homilía 16, 3ª colección.
«¡Cuánto más vuestro Padre celestial os dará el Espíritu Santo!» (Lc 11,13).
Para obtener el pan para el cuerpo, el mendigo no experimenta ninguna dificultad para llamar a puerta y pedir; si no lo recibe, entra más adentro y sin enfado por el pan, pide vestidos o sandalias para aliviar su cuerpo. Mientras no recibe algo, no se va, aunque se le eche. Nosotros, que buscamos el pan celeste y verdadero para fortalecer nuestra alma, que deseamos revestir los hábitos celestiales de luz y aspiramos a calzar las sandalias inmateriales del Espíritu para consuelo del alma inmortal, cuánto más debemos, incansable y resolutamente, con fe y amor, siempre pacientes, llamar a la puerta espiritual de Dios y pedir, con una constancia perfecta, ser dignos de la vida eterna.
Es así que el Señor “propuso una parábola para explicar cómo tenían que orar siempre sin desanimarse” (Lc 18,1) y después añadió estas palabras: “Cuanto más vuestro Padre celestial hará justicia a los que le piden día y noche” (v. 6). Y además, refiriéndose al amigo: “Si no es por ser amigo que se lo da, se levantará a causa de su insistencia y le dará todo lo que tenga necesidad”. Y añade entonces: “Pedid y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque el que pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama se le abre”. Y prosigue: “Si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre celestial os dará el Espíritu Santo a los que se lo piden!” Es por esto que el Señor nos exhorta a pedir siempre, incansablemente y con tenacidad, a buscar y llamar continuamente: porque él ha prometido dar a los que piden, buscan y llaman, no a los que no piden nunca. Él quiere darnos la vida eterna siendo rogado, suplicado y amado.

San Rábano Mauro, abad. Tres libros a Bonosio, libro 3,4 : PL 112, 1306.
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«Si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas…» (Lc 11,13).
No debes desconfiar de Dios ni desesperar de su misericordia… Canta al Señor estas palabras del profeta: «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, como están los ojos de la esclava fijos en las manos de su señora, así nuestros ojos están fijos en el Señor, esperando su misericordia. Misericordia, Señor, misericordia, que estamos saciados de desprecios (Sl 122, 2-3). Si estamos saturados de desprecio y cubiertos de ultrajes por numerosos pecados, nuestros ojos deben, sin embargo, seguir mirando al Señor nuestro Dios hasta que se apiade de nosotros. En efecto, es propio del alma constante y tenaz no dejarse apartar de la perseverancia en la oración por desesperar de ser escuchada, sino que persiste incansablemente en la oración hasta que Dios le hace misericordia.
Y para que no se te ocurra pensar que ofendes al Señor por seguir importunándole con tus oraciones cuando no mereces ser oído, recuerda la parábola del Evangelio; en ella descubrirás que los que oran a Dios con importuna perseverancia le son agradables, pues dice: «Si no se levanta a dárselo por ser su amigo, al menos se levantará por su importunidad, y le dará cuanto necesite» (Lc 11,8). Comprende, pues, que el diablo es quien nos sugiere desesperar de ser escuchados, a fin de que se nos retire esta esperanza en la bondad de Dios, que es el ancla de nuestra salvación, el fundamento de nuestra vida, el guía del camino que conduce al cielo. El Apóstol dice: «En esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24).

San Juan Crisóstomo, Homilías sobre Mateo, homilía XIX, IV.
Por tanto, orad así: Padre nuestro, que estás en los cielos (Mateo 6, 9). Veis que inmediatamente despertó la atención de los oyentes, recordando incluso, a través de la primera palabra de la oración, todos los beneficios de Dios. El que llama a Dios Padre, por este único nombre, ha dado testimonio: el perdón de los pecados, el levantamiento de la pena, la justicia, la santidad, la redención, la herencia, la adopción como hermano con el Unigénito, la dádiva del Espíritu. No es posible llamar a Dios Padre, si no has adquirido todas estas cosas buenas. Cristo, pues, hace sabia la atención de sus oyentes por dos cosas: por la dignidad de aquel a quien llaman Padre, y por la grandeza de los bienes que disfruta. Cuando dice: Que estás en los cielos, no lo dice para encerrar a Dios en los cielos, sino para quitar de la tierra al que ora, y elevarlo a las alturas. A través de estas palabras, nos enseña también a orar comunitariamente por todos nuestros hermanos. No dijo: Padre mío que estás en los cielos, sino: Padre nuestro, mandándonos a elevar oraciones por todas las personas y nunca a perseguir nuestro propio beneficio, sino siempre el beneficio de nuestro prójimo. Con esto destruye la enemistad, destruye el orgullo, destierra la envidia, engendra el amor, la madre de todos los bienes, destierra la desigualdad entre los hombres, muestra que el rey y los pobres tienen el mismo honor, porque todos participamos en común de los mayores y más necesarios bienes. Que daño tenemos en nuestro origen inferior, cuando, en nuestro origen superior, todos somos iguales, nadie tiene algo más que otro, ni el rico más que el pobre, ni el amo más que el siervo, ni el señor más que el súbdito, ni el emperador más que el soldado, ni el filósofo más que el bárbaro, ni el sabio más que el necio. A todos se nos ha dado la misma nobleza, haciéndonos a todos igualmente dignos de llamar a Dios: Padre.

San Cipriano, A Donatus, XV.
“Orad y leed regularmente (las Sagradas Escrituras); así hablas con Dios y Dios contigo. Que os forme, que os eduque en el espíritu de sus enseñanzas. A quien Él ha enriquecido nadie empobrecerá. El alma que se festeja con el manjar celestial ya no puede faltar.

Orígenes, Sobre la oración, Introducción, XXVII, 1-4.
Como algunos piensan que aquí se nos dice que oremos por el pan de la carne, es apropiado que en lo que sigue corrijamos esta opinión errónea y expongamos la verdad acerca del pan de la carne. Debemos preguntarles: ¿Cómo puede mandarnos tal cosa el que nos ha pedido que oremos por cosas grandes y celestiales? Como si hubiera olvidado lo que nos enseñó en otro tiempo, ¿Ahora nos pide que oremos a Dios por cosas terrenales e insignificantes?
(...) Y Mi Padre, dice, os dará el verdadero pan (Juan 6, 32) del cielo, porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo. El verdadero pan es el que alimenta al verdadero hombre, el construido a imagen de Dios, elevándolo y haciéndolo semejante al Creador. ¿Qué es más adecuado para el alimento del alma que la Palabra? ¿O qué puede ser más precioso para una mente comprensiva que la sabiduría de Dios? ¿Y qué puede ser más deseable para un ser racional que la verdad?
Sin embargo, si alguien objetara, diciendo que Cristo no nos habría enseñado a orar por nuestro pan de cada día, entonces escuchen cómo también se habla en el Evangelio según Juan otra vez como si el pan fuera Él mismo: Moisés les dio el maná, pero mi Padre os dará el verdadero pan del cielo (Juan 6, 32). En otra ocasión, sin embargo, le pidieron: Danos siempre este pan (Juan 6, 34). Habla de sí mismo: Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre y el que en mí cree, no tendrá sed jamás (Juan 6, 35). Y un poco después: Yo soy el Pan vivo, bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que daré por la vida del mundo es mi cuerpo (Juan 6, 51).
Y porque a cualquier alimento se le llama pan en las Escrituras, (...) así mismo la palabra que significa alimento es diversa y variada, porque no todos pueden ser alimentados con las duras y severas enseñanzas divinas.

martes, 15 de noviembre de 2022

¿Por qué tanto dolor en la tierra? Padre Cleopa Ilie

 




Los dolores en el mundo son el resultado del pecado (Job 4:8; Sal. 7:14-16; Prov. 22:8; Jer. 4:18). Los diversos sufrimientos son castigos por los pecados (Lev. 26, 24-28; 2 Reyes 7, 14), pero si aceptamos todos los sufrimientos con paciencia y acción de gracias, nos traerán un gran beneficio espiritual para la salvación de nuestras almas.
En general, vemos que a medida que aumentan los pecados y los vicios en el mundo, también aumentan las visitas pedagógicas, a saber, el hambre, los terremotos, las guerras, toda clase de enfermedades y la muerte. Nuestra preocupación, como cristianos, es abandonar los pecados, reconciliarnos con Dios y tener el temor de Dios, la humildad y la paciencia, y entonces todos estos sufrimientos disminuirán y serán muy provechosos para nuestra salvación.

¿Cuál es la razón y el propósito de las tribulaciones?
Para los cristianos, la finalidad de las tribulaciones es una sola: la expiación de los pecados aquí en la tierra con diversas clases de enfermedades, dolores y dolores, para la purificación y salvación del alma. Para los malvados que no quieren corregirse, arrepentirse, quedan las penas de la tierra como desposorios de sufrimiento eterno. Y para los que con paciencia y agradecimiento aceptan el dolor y acuden al arrepentimiento, el dolor, sea del tipo que sea, es la mejor manera de corregir y expiar los pecados, que los libra del sufrimiento eterno.
Vemos que los que más sufren en la tierra están más reconciliados con su conciencia, son mejores, más humildes, más fuertes ante la tentación, están más cerca de Dios, y se salvan más fácilmente, como el justo Job, el pobre Lázaro, los santos Apóstoles, los Mártires, y tantos otros. Y los que viven bien, están sanos, tienen posesiones y todo lo que desean en la tierra, suelen ser infieles, despiadados, tiranos, especuladores, egoístas, temen a la muerte y mueren con graves pecados, yendo al castigo eterno.
El dolor es enviado del cielo para salvación, para prueba, para perdón de los pecados y para el progreso espiritual. Aceptémoslo solamente con acción de gracias, venido de la mano de Dios, como dice también el profeta David: "Tu vara y tu cayado me sosiegan" (Sal 22, 5). Por eso la vara y el dolor que produce consuelan a los buenos y a los fieles, les hace progresar en las buenas obras, los limpia de los pecados y los hace dignos de una mayor corona y galardón en el cielo. Y para los impíos, la vara del dolor es un llamado al arrepentimiento, es un castigo en lugar de un freno, porque no quieren acercarse al Señor (Sal. 31:10).

¿Cómo vamos a soportar la enfermedad, la injusticia, la inmundicia, la pobreza y cualquier dolor en la tierra?
Tengamos primero la fe de que el dolor, sea del tipo que sea, nos está destinado por Dios, nuestro Padre celestial, para nuestra salvación y no para nuestra condenación eterna. Entonces debemos aceptar el dolor con paciencia y acción de gracias. Y nuestra paciencia debe ir acompañada de piedad, templanza (2 Pe 1:2-7; Col. 1:11) y de esperanza.
La paciencia en el dolor se aumenta en nosotros por la oración, la confesión y la sagrada comunión, por la lectura de los libros sagrados, por la contemplación de los sufrimientos de nuestro Señor Jesucristo y de todos sus santos, por la visita a los que están más gravemente enfermos que nosotros y por la contemplación de la eterna felicidad en el cielo. Porque no hay otro camino de salvación, sino con la cruz, con la pasión, con la paciencia y el sacrificio, como dice el Salvador: “Y el que persevere hasta el fin, ése será salvo” (Mateo 24:13).

ALIMENTO PARA EL ALMA



Martes XXIII después de Pentecostés
Lucas 11, 1-10
En aquel tiempo, estando Jesús orando en cierto lugar, así que acabó, le dijo uno de los discípulos: Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñaba a sus discípulos. Él les dijo: Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino; danos cada día nuestro pan de vida; perdónanos nuestras deudas, porque también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos pongas en tentación, mas líbranos del maligno. Y les dijo: Si alguno de vosotros tuviere un amigo y viene a él a medianoche y le dijera: “Amigo, préstame tres panes, pues un amigo mío ha llegado de viaje y no tengo qué darle”; y él, respondiendo de dentro, le dijese: “No me molestes, pues la puerta está ya cerrada, y mis niños están ya conmigo en la cama, no puedo levantarme para dártelos,” yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite. Os digo, pues: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá; porque quien pide recibe, y quien busca halla, y al que llama se le abre.

San Agustín de Hipona, Carta 130, a Proba sobre la oración dominical 11-12.
«Enséñanos a orar» (Lc 11,1).
A nosotros, cuando oramos, nos son necesarias las palabras: ellas nos amonestan y nos descubren lo que debemos pedir; pero lejos de nosotros el pensar que las palabras de nuestra oración sirvan para mostrar a Dios lo que necesitamos o para forzarlo a concedérnoslo. Por tanto, al decir: Santificado sea tu nombre, nos amonestamos a nosotros mismos para que deseemos que el nombre del Señor, que siempre es santo en sí mismo, sea también tenido como santo por los hombres, es decir, que no sea nunca despreciado por ellos; lo cual, ciertamente, redunda en bien de los mismos hombres y no en bien de Dios. Y cuando añadimos: Venga a nosotros tu reino, lo que pedimos es que crezca nuestro deseo de que este reino llegue a nosotros y de que nosotros podamos reinar en él, pues el reino de Dios vendrá ciertamente, lo queramos o no. Cuando decimos: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, pedimos que el Señor nos otorgue la virtud de la obediencia, para que así cumplamos su voluntad como la cumplen sus ángeles en el cielo. […]
Cuando decimos: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, nos obligamos a pensar tanto en lo que pedimos como en lo que debemos hacer, no sea que seamos indignos de alcanzar aquello por lo que oramos. […] Cuando decimos: Líbranos del maligno, recapacitamos que aún no estamos en aquel sumo bien en donde no será posible que nos sobrevenga mal alguno movido por el enemigo. Y estas últimas palabras de la oración dominical abarcan tanto, que el cristiano, sea cual fuere la tribulación en que se encuentre, tiene en esta petición su modo de gemir, su manera de llorar, las palabras con que empezar su oración, la reflexión en la cual meditar y las expresiones con que terminar dicha oración.
Es, pues, muy conveniente valerse de estas palabras para grabar en nuestra memoria todas estas realidades. Porque todas las demás palabras que podamos decir […], no dicen otra cosa que lo que ya se contiene en la oración dominical, si hacemos la oración de modo conveniente.

Sermón 80.
«Enséñanos a orar» (Lc 11,1).
¿Creéis, hermanos, que Dios no sabe lo que os es necesario? El que conoce nuestro desamparo, conoce anticipadamente nuestros deseos. Por eso, cuando el Señor enseñó el Padrenuestro, recomendó a sus discípulos a ser sobrios en palabras: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras como los paganos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que se lo pidáis» (Mt 6,7-8). Si nuestro Padre sabe lo que nos hace falta ¿por qué decírselo, aunque sea en pocas palabras?… Señor, si Tú lo sabes, ¿es necesario orar?
Ahora bien, el que aquí nos dice: «No uséis muchas palabras en vuestras oraciones» nos dice en otra parte: «Pedid y recibiréis», y para que nadie crea que lo dice como de paso, en otra parte añade: «Buscad y hallaréis», y para que nadie piense que es una simple manera de hablar, mirad cómo termina: «Llamad y se os abrirá» (Mt 7,7). Quiere, pues, el Señor que, para recibir, primero pidas, que para hallar primero te pongas a buscar, y, en fin, para entrar no dejes de llamar… ¿Para qué pedir? ¿Para qué buscar? ¿Para qué llamar? ¿Para qué cansarnos orando, buscando, llamando como para hacer saber al que ya lo sabe todo? E incluso leemos en otra parte: «Es preciso orar sin parar, sin cansarse» (Lc 18,1). Pues bien, para aclarar este misterio ¡pide, busca, llama! Si el Señor cubre de velos este misterio, es que quiere que te ejercites en buscar y encontrar tú mismo la explicación. Todos nosotros debemos alentarnos mutuamente a orar.

San Cipriano, Tratado de la oración dominical, 8-9,11: PL 4, 520-523.
«Padrenuestro» (Lc 11,1-4,).
¡Cuán grandes y abundantes riquezas se encierran en la oración del Señor! Están recogidas en pocas palabras, pero tienen una densidad espiritual inmensa, hasta tal punto que no falta nada en este compendio de la doctrina celestial sobre la oración. Nos dice: “Orad así: Padre Nuestro que estás en los cielos!” (Mt 6,9)
El hombre nuevo, nacido de nuevo por la gracia y vuelto a su Dios, dice para comenzar: “Padre”, porque ha sido hecho hijo. “Vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron: A cuantos la recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios.” (Jn 1,11-12) El que ha creído en su nombre y que ha llegado a ser hijo de Dios debe iniciar su oración dando gracias y proclamando que es hijo de Dios. No basta, hermanos muy queridos, con tener conciencia que invocamos al Padre que está en los cielos. Añadimos: “Padre Nuestro”, es decir, Padre de aquellos que creen, de aquellos que han sido santificados por Él y han nacido de nuevo por la gracia: éstos han empezado a ser hijos de Dios…
¡Cuán grande es la misericordia del Señor, cuán grandes su favor y su bondad al enseñarnos orar así en presencia de Dios y llamarlo Padre. Y como Cristo es Hijo de Dios, así nosotros también somos llamados hijos. Nadie de entre nosotros se hubiera atrevido nunca a emplear esta palabra en la oración. Era necesario que el Señor nos animase a ello.
He aquí que el Señor nos dice como debemos de orar: «Padre nuestro que estás en los cielos». El hombre nuevo, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar: «Padre» porque ya ha empezado a ser hijo «El vino a su casa, dice el Evangelio, y los suyos no le recibieron, pero a cuantos le recibieron, les da poder para ser hijos de Dios: a aquellos que creen en su nombre» (Jn.1,11-12) Por esto el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser hijo de Dios debe de comenzar a devolver su gracia proclamándose hijo de Dios y llamando a Dios Padre que estás en los cielos…
¡Que grandísima indulgencia y que inmensa bondad del Señor para con nosotros! Él ha querido que ofreciéramos nuestra plegaria a Dios llamándole Padre. Y lo mismo que Cristo es Hijo de Dios, ha querido que también nosotros llevemos el nombre de hijos de Dios. Este nombre, de entre nosotros, nadie hubiera osado ponerlo en la oración si Él mismo no lo hubiera hecho.
Nosotros debemos recordarnos mutuamente, hermanos amados, y debemos saber que los que llamamos a Dios Padre, nuestro comportamiento debe ser de hijos de Dios, porque El se complace en nosotros, como nosotros nos complacemos en El. Conduzcámonos como templos de Dios (1Co 3,16), y Dios permanecerá en nosotros.

San Juan Damasceno, Homilía sobre la Transfiguración, 10: PG 96, 545.
«Un día, en alguna parte, Jesús rezaba» (Lc 11,1).
«Jesús rezaba aparte» (Lc 9,18). La oración encuentra su fuente en el silencio y la paz interior; es ahí donde se manifiesta la gloria de Dios (cf. Lc 9,29). Porque, cuando cerremos los ojos y los oídos, cuando nos encontremos dentro en presencia de Dios, cuando liberados de la agitación del mundo exterior estemos dentro de nosotros mismos, entonces veremos claramente en nuestras almas el Reino de Dios. Porque el Reino de los cielos o, si se prefiere, el Reino de Dios, está en nosotros mismos: es Jesús nuestro Señor quien nos lo dijo (Lc 17,21).
Sin embargo, los creyentes y el Señor rezan de modo diferente. Los servidores, en efecto, se acercan al Señor en su oración, con un temor mezclado de deseo, y la oración se hace para ellos un viaje hacia Dios y hacia la unión con Él, que los alimenta de su propia sustancia y los fortalece. ¿Pero Cristo, cuya alma santa es el mismo Verbo de Dios, cómo va a rezar? ¿Cómo el Maestro va a presentarse en una actitud de petición? Si lo hace ¿no es que después de haber revestido nuestra naturaleza, quiere instruirnos y mostrarnos el camino que, por la oración, nos hace subir hacia Dios? ¿No quiere enseñarnos que la oración contiene en su seno la gloria de Dios?

Homilía del siglo V sobre la oración: PG 64, 461.
«Enséñanos a orar» (Lc 11,1).
El bien supremo es la oración, la conversación familiar con Dios. Ésta es la relación que tenemos con Dios y la unión con él. Igual que los ojos del cuerpo quedan iluminados al ver la luz, asimismo el alma que tiende hacia Dios queda iluminada por su inefable luz. La oración no es efecto de una actitud exterior sino que viene del corazón. No queda reducida a unas horas o a momentos determinados sino que es una actividad continua, tanto de día como de noche. No nos contentemos orientando nuestro pensamiento a Dios durante el tiempo dedicado exclusivamente a la oración, sino que cuando otras ocupaciones nos absorben –como son el cuidado de los pobres o cualquier otra ocupación dirigida a una obra buena y útil- es importante mantener al mismo tiempo el deseo y el recuerdo de Dios, a fin de ofrecer al Señor del universo un alimento muy suave, sazonado con la sal del amor de Dios. Podemos sacar de ahí una gran ventaja para toda la vida si consagramos a ella buena parte de nuestro tiempo.
La oración es la luz del alma, el verdadero conocimiento de Dios, la mediación entre Dios y los hombres. A través de ella el alma se eleva hacia el cielo y abraza al Señor con un abrazo inexpresable. Como un niño de pecho hace con su madre, el alma llama a Dios llorando, hambrienta de la leche divina. Expresa sus deseos más profundos y recibe regalos que sobrepasan todo lo que se puede ver en la naturaleza. La oración con la cual nos presentamos con respeto delante de Dios, es gozo para el corazón y descanso del alma.

San Siluan Athonita, Escritos.
«Cuando oréis» (Lc 11,2).
Si quieres orar con el espíritu y corazón unidos y no lo alcanzas, di la plegaria con los labios y fija tu espíritu en las palabras de la plegaria, tal como está escrito en la Escalera Santa [de san Juan Clímaco]. Con el tiempo el Señor te dará la “oración del corazón”, sin distracción, y tú orarás con facilidad. Algunos, en el esfuerzo de la oración, habiendo forzado a la inteligencia a descender hasta su corazón, lo han estropeado hasta tal punto que han llegado a no poder ni tan sólo pronunciar la plegaria con los labios. Pero tú, conoces la ley de la vida espiritual: los dones sólo se conceden al alma simple, humilde y obediente. Al que es obediente y comedido en todo –en comida, en palabras y en movimientos- el Señor le dará la oración, y se realizará con facilidad en su corazón.
La oración incesante procede del amor, pero se pierde por los juicios, las vanas palabras y la intemperancia. El que ama a Dios puede pensar en él día y noche, porque ninguna ocupación puede dificultarle el amar a Dios. Los apóstoles amaban al Señor sin que el mundo se lo impidiera y, sin embargo, se acordaban del mundo, oraban por él y se dedicaban a la predicación. Por el contrario, se dijo a san Arsenio: “huye de los hombres”, pero el Espíritu divino nos enseña, incluso en el desierto, a orar por los hombres y por el mundo entero.

Ambrosio de Milán, Obras de San Ambrosio, t. I, BAC, 1966, p. 386-388
«Al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite» (Lc 11,8)
Si alguno de vosotros tiene un amigo y viniere a él media noche y le dijere: Amigo, préstame tres panes… Este es un Pasaje del que se desprende el precepto de que hemos de orar en cada momento no sólo de día, sino también de noche; en efecto, ves que este que a media noche va a pedir tres panes a su amigo y persevera en esa demanda instantemente, no es defraudado en lo que pide. Pero ¿qué significan estos tres panes? ¿Acaso no son una figura del alimento celestial?; y es que, si amas al Señor tu Dios, conseguirás sin duda, lo que pides no sólo en provecho tuyo, sino también en favor de los otros. Pues ¿quién puede ser más amigo nuestro que Aquel que entregó su cuerpo por nosotros? David le pidió a media noche panes y los consiguió; porque en verdad lo pidió cuando decía: Me levantaba a media noche para alabarte (Sal 118,62); por eso mereció esos panes que después nos preparó a nosotros para que los comiéramos. También los pidió cuando dijo: Lavaré mi lecho cada noche (Sal 6,7); y no temió despertar de su sueño a quien sabe que siempre vive vigilando.
Haciendo caso, pues, a las Escrituras, pidamos el perdón de nuestros pecados con instantes oraciones, día y noche; pues si hombre tan santo y que estaba tan ocupado en el gobierno del reino alababa al Señor siete veces al día (Sal 118,164), pronto siempre a ofrecer sacrificios matutinos y vespertinos, ¿qué hemos de hacer nosotros, que debemos rezar más que él, puesto que, por la fragilidad de nuestra carne y espíritu, pecamos con más frecuencia, para que no falte a nuestro ser, para su alimento, el pan que robustece el corazón del hombre (Sal 103,1), a nosotros que estamos ya cansados del camino, muy fatigados del transcurrir de este mundo y hastiados de las cosas de esta vida?
No quiere decir el Señor que haya que vigilar solamente a media noche, sino en todos los momentos; pues Él puede llamar por la tarde, o a la segunda o tercera vigilia. Bienaventurados, pues, aquellos siervos a los que encuentre el Señor vigilantes cuando venga. Por tanto, si tú quieres que el poder de Dios te defienda y te guarde (Lc 12,37), debes estar siempre vigilando; pues nos cercan muchas insidias, y el sueño del cuerpo frecuentemente resulta peligroso para aquel que, durmiéndose, perderá de seguro el vigor de su virtud. Sacude, pues, tu sueño, para que puedas llamara la puerta de Cristo, esa puerta que pide también Pablo se le abra para él, pidiendo para tal fin las plegarias del pueblo, no confiándose sólo en las suyas; y así pueda tener la puerta abierta y pueda hablar del misterio de Cristo (Col 4,3).
Quizás sea ésta la puerta que vio abierta Juan; pues, al verla dijo: Después de estas cosas tuve una visión y vi una puerta abierta en el cielo, y la voz aquella primera que había oído como de trompeta me hablaba y decía: Sube acá y te mostraré las cosas que han de acaecer (Ap 4,1). En verdad, la puerta ha estado abierta para Juan, y abierta también para Pablo, con el fin de que recibiesen los panes que nosotros comeremos. Y, en efecto, este ha perseverado llamando a la puerta oportuna e importunamente (II Tim 4,2) para dar nueva vida, por medio de la abundancia del alimento espiritual, a los gentiles que estaban cansados del camino de este mundo.
Este pasaje, primero por medio de un mandato, y después a través del ejemplo, nos prescribe la oración frecuente, la esperanza de conseguir lo pedido y una especie de arte para persuadir a Dios. En verdad, cuando se promete una cosa se debe tener esperanza en lo prometido, de suerte que se preste obediencia a los avisos y fe a las promesas, esa fe, que, mediante la consideración de la piedad humana, logra enraizar en si misma una esperanza mayor en la bondad eterna, aunque todo con tal que se pidan cosas justas y la oración no se convierta en pecado (Sal 108,7). Tampoco Pablo tuvo vergüenza en pedir el mismo favor repetidas veces, y eso con objeto de que no pareciera que desconfiaba de la misericordia del Señor, o que se quejaba con arrogancia de que no había obtenido lo que pedía con su primera oración; por lo cual —dijo— he rogado tres veces al Señor (2 Cor 12,8); con eso nos enseñó que, con frecuencia, Dios no concede lo que se le pide por la razón de que sabe que, lo que creemos que nos va a ser bueno, nos va a resultar perjudicial.

San Hilario de Poitiers, Sobre la Trinidad, I, 37-38.
«Pedid y se os dará, buscad y hallaréis» (Lc 11,9).
Lo sé muy bien, oh Dios, Padre todopoderoso, ofrecerme a ti para que todo en mí hable de ti, es el principal deber de mi vida. Me has concedido el don de la palabra, y no puede darme recompensa mayor que el honor de servirte y de enseñar al mundo que lo ignora, al hereje que lo niega, que Tú eres, Tú, el Padre del Hijo único de Dios. ¡Sí, verdaderamente eso es mi único deseo! Pero tengo gran necesidad de implorar el auxilio de tu misericordia a fin de que, con el aliento de tu Espíritu, hinches las alas de mi fe, tensadas por ti, y que me empujes a predicar por todas partes tu santo nombre. Porque tú no has hecho en balde esta promesa: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá».
Pobres como somos, imploramos eso que nos hace falta. Nos aplicaremos con celo al estudio de tus profetas y de tus apóstoles; llamaremos a todas las puertas que nuestro entendimiento encontrará cerradas. Pero sólo tú puedes atender nuestra oración; sólo tú puedes abrir esta puerta a la cual llamaremos. Tú animarás nuestros difíciles comienzos; tú darás solidez a nuestros progresos; y nos llamarás a participar de tu Espíritu que es quien ha guiado a tus profetas y a tus apóstoles. Así no daremos a sus palabras un sentido diferente al que ellos quisieron dar.
Danos, pues, el verdadero sentido de las palabras, la luz de la inteligencia, la belleza de la expresión, la fe en la verdad. Danos poder decir lo que creemos: que no hay más que un solo Dios, el Padre, y un solo Señor, Jesucristo.

Simeón el Nuevo Teólogo, Catequesis XXXIII.
«Al que llama, se le abre la puerta» (Lc 11,10).
Cristo dice a los doctores de la Ley: «Malditos vosotros porque habéis quitado la llave del conocimiento» (Lc 11,52). ¿Qué es la llave del conocimiento sino la gracia del Espíritu Santo dada por la fe, que por la iluminación da el pleno conocimiento, y abre la puerta a nuestro espíritu cerrado y velado? Y yo añadiría: la puerta, es el Hijo: «Yo soy la puerta», dice él mismo. La llave de la puerta, el Espíritu Santo: «Recibid el Espíritu Santo, dice; a los que perdonéis los pecados, les serán perdonados, a los que se los retengáis, les serán retenidos». La casa, es el Padre: «Porque en la casa de mi Padre, hay muchas estancias». Poned, pues, una esmerada atención al sentido espiritual de estas palabras. Si la puerta no se abre, nadie entra en la casa del Padre, como dice Cristo: «Nadie va al Padre si no por Mí».
Ahora bien, que el Espíritu es el primero que abre nuestro espíritu y nos enseña todo lo que se refiere al Padre y al Hijo, es él mismo quien nos lo ha dicho: «Cuando vendrá el Espíritu de la verdad que procede del Padre, él dará testimonio de mí, y os guiará hasta la verdad plena». Así ves, como, por el Espíritu, o mejor aún, en el Espíritu, el Padre y el Hijo se dan a conocer inseparablemente.
En efecto, si llamamos ‘llave’ al Espíritu Santo, es que por Él y en Él, primeramente, tenemos el espíritu iluminado, y, purificados, estamos iluminados con la luz del conocimiento y bautizados de lo alto, regenerados y hechos hijos de Dios, tal como lo dice Pablo: «El mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables», y también: «Dios ha derramado su Espíritu en nuestros corazones, que clama: ‘Abba, Padre’». Es, pues, él quien nos da a conocer la puerta, puerta que es luz, y la puerta nos enseña que aquél que habita en la casa es, él también, luz inaccesible.