martes, 1 de noviembre de 2022

ALIMENTO PARA EL ALMA

 

Lucas 8, 1-3

 

En aquel tiempo Jesús iba por ciudades y aldeas, predicaba y evangelizaba el reino de Dios. Le acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y de enfermedades. María llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios; Juana, mujer de Jusa, administrador de Herodes, y Susana, y otras varias que le servían de sus bienes.

 

«Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres» (cf. Lc 8,1s).

 

Sabemos que, entre sus discípulos, Jesús escogió a doce para ser los padres del nuevo Israel, y los escogió para que «estuvieran con él y enviarlos a predicar». Este hecho es evidente, pero, además de los Doce, columnas de la Iglesia, padres del nuevo Pueblo de Dios, escogió también a muchas mujeres para que fueran del número de sus discípulos. No puedo hacer más que evocar brevemente las que se encuentran en el camino del mismo Jesús, desde la profetisa Ana hasta la Samaritana, la sirofenicia, la mujer que sufría pérdidas de sangre y a la pecadora perdonada. No insistiré sobre los personajes que entran en algunas parábolas vivientes, por ejemplo, la del ama de casa que cuece el pan, la que limpia la casa porque pierde la moneda de plata, la de la viuda que importuna al juez. En nuestra reflexión de hoy son más significativas estas mujeres que han jugado un papel activo en el conjunto de la misión de Jesús.

Naturalmente, en primer lugar, se piensa en la Virgen María, que por su fe y su colaboración maternal coopera de manera única a la redención hasta el punto que Isabel pudo proclamarla «bendita entre todas las mujeres», añadiendo: «Dichosa la que ha creído». Hecha discípula de su Hijo, María manifiesta en Caná su absoluta fe en él, y lo siguió hasta la cruz donde recibió de él una misión maternal para con todos los discípulos de todos los tiempos, representados allí por Juan.

Detrás de María vienen muchas mujeres, las cuales, han ejercido alrededor de la persona de Jesús funciones de diversa responsabilidad. Son ejemplo elocuente de ello las que seguían a Jesús asistiéndole con sus recursos y de las que Lucas nos transmite algunos nombres: María de Magdala, Juana, Susana, y «otras muchas». Seguidamente los Evangelios nos informan que las mujeres, a diferencia de los Doce, no abandonaron a Jesús a la hora de la Pasión. Entre ellas destaca, de manera particular, María de Magdala, la cual, no tan sólo asistió a la Pasión, sino que fue la primera en recibir el testimonio del Resucitado y a anunciarle. Es ella a quien la Iglesia da el calificativo único de “Apóstol de los apóstoles”, pues así como una mujer anunció al primer hombre palabras de muerte, así también una mujer anunció a los apóstoles palabras de vida.

En el ámbito de la Iglesia primitiva la presencia femenina tampoco fue secundaria. Debemos a San Pablo una documentación más amplia sobre la dignidad y el papel eclesial de la mujer. Toma como punto de partida el principio fundamental según el cual para los bautizados «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer». El motivo es que «todos somos uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28), es decir, todos tenemos la misma dignidad de fondo, aunque cada uno con funciones específicas (I Co 12, 27-30).

El Apóstol admite como algo normal que en la comunidad cristiana la mujer pueda «profetizar» (I Co 11, 5), es decir, hablar abiertamente bajo el influjo del Espíritu, a condición de que sea para la edificación de la comunidad y que se haga de modo digno… Ya hablamos de Prisca o Priscila, esposa de Áquila, que en dos casos sorprendentemente es mencionada antes que su marido (Hch 18, 18; Rm 16, 3); en cualquier caso, ambos son calificados explícitamente por san Pablo como sus «colaboradores» (Rm 16, 3). Hay otras observaciones que no conviene descuidar. Por ejemplo, es preciso constatar que San Pablo dirige también a una mujer de nombre «Apfia» la breve carta a Filemón (Flm 2), y conviene notar que en la comunidad de Colosas debía ocupar un puesto importante; en todo caso, es la única mujer mencionada por san Pablo entre los destinatarios de una carta suya. En otros pasajes, el Apóstol menciona a una cierta «Febe», a la que llama diákonos de la Iglesia en Cencreas, pequeña localidad portuaria al este de Corinto (Rm 16, 1-2). Aunque en aquel tiempo ese título todavía no tenía un valor ministerial específico de carácter jerárquico, demuestra que esa mujer ejercía verdaderamente un cargo de responsabilidad en favor de la comunidad cristiana. San Pablo pide que la reciban cordialmente y le ayuden «en cualquier cosa que necesite», y después añade: «pues ella ha sido protectora de muchos, incluso de mí mismo». En el mismo contexto epistolar, el Apóstol, con gran delicadeza, recuerda otros nombres de mujeres: una cierta María, y después Trifena, Trifosa, Pérside, «muy querida», y Julia, de las que escribe abiertamente que «se han fatigado por vosotros» o «se han fatigado en el Señor» (Rm 16, 6. 12a. 12b. 15), subrayando así su intenso compromiso eclesial.

Asimismo, en la Iglesia de Filipos se distinguían dos mujeres llamadas Evodia y Síntique (Flp 4, 2): el llamamiento que san Pablo hace a la concordia mutua da a entender que estas dos mujeres desempeñaban una función importante dentro de esa comunidad.

En síntesis, la historia del cristianismo hubiera tenido un desarrollo muy diferente si no se hubiera contado con la aportación generosa de muchas mujeres.




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