jueves, 3 de noviembre de 2022

ALIMENTO PARA EL ALMA

 

Lucas 9, 7-11

 

En aquel tiempo Herodes el tetrarca tuvo noticia de todos estos sucesos, y estaba vacilante, por cuanto algunos decían que era Juan, que había resucitado de entre los muertos; otros, que era Elías, que había aparecido, y otros, que había resucitado alguno de los antiguos profetas. Dijo Herodes: A Juan le degollé yo, ¿quién puede ser este de quien oigo tales cosas? Y deseaba verle. A su vuelta, los apóstoles le contaron cuanto habían hecho. Él, tomándolos consigo, se retiró a un lugar apartado cerca de una ciudad llamada Betsaida. Pero la muchedumbre se dio cuenta, y fue en pos de Él. Habiéndolos recibido, les hablaba del Reino de Dios y curaba a todos los necesitados.

 

San Ireneo de Lyon, Contra las Herejías, libro IV, 20, 4- 5.

El hombre por sí mismo no puede ver a Dios.

«Herodes trataba de ver a Jesús» (Lc 9,9).

Los profetas, pues anunciaban por anticipado que Dios sería visto por los hombres, conforme a lo que dice también el Señor: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Ciertamente, según su grandeza y gloria inenarrable, “nadie puede ver a Dios y quedar con vida”(Ex 33,20), pues el Padre es incomprensible. Sin embargo, según su amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia, el Padre llega hasta a conceder a quienes aman el privilegio de ver a Dios, -como anunciaban los profetas- pues “lo que el hombre no puede, lo puede Dios” (Lc 18,27).

El hombre por sí mismo no puede ver a Dios; pero Dios, si quiere, puede manifestarse a los hombres: a quien quiera, cuando quiera y como quiera. Dios, que todo lo puede, fue visto en otro tiempo por los profetas en el Espíritu, ahora es visto en el Hijo gracias a la adopción filial y será visto en el reino de los cielos como Padre. En efecto, el Espíritu prepara al hombre para recibir al Hijo de Dios, el Hijo lo conduce al Padre, y el Padre en la vida eterna le da la inmortalidad, que es la consecuencia de ver a Dios. Pues del mismo modo que quienes ven la luz están en la luz y perciben su esplendor, así también los que ven a Dios están en Dios y perciben su esplendor. Ahora bien, la claridad divina es vivificante. Por tanto, los que contemplan a Dios tienen parte en la vida divina.

 

San Pedro Crisólogo, Sermón 147 : PL 52, 594-596.

El amor no consiente no ver al que ama. ¿No es cierto que todos los santos han tenido por cosa insignificante, sea lo que fuere que consiguieran, si no podían ver a Dios? […] Por eso Moisés se atreve a decir: “Si he hallado gracia ante ti, muéstrame tu rostro” (Ex 33,13). Y el salmista: “Muéstrame tu rostro” (Sal 79,4). ¿No es por esta misma razón que los paganos se hacen ídolos? En el seno mismo del error, con sus propios ojos ven al que adoran.

Dios conocía el tormento que sufren los mortales por el deseo de verle. Lo que él ha escogido para mostrarse era grande en la tierra y no es menor en el cielo. Porque eso que, sobre la tierra, Dios ha hecho semejante a él, no podía quedar sin ser honorado en el cielo: “Hagamos, dice, al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1,26) […] Que nadie, pues, piense que Dios se ha equivocado al venir a los hombres por medio un hombre: Se ha hecho carne entre nosotros para ser visto por nosotros.

 

San Isaac el Sirio, Discursos espirituales, primera serie, n. 20.

Sólo el humilde puede ver a Dios.

¿Cómo pueden los seres creados contemplar a Dios? La visión de Dios es tan terrible que el mismo Moisés dice que tiembla de temor. En efecto, cuando la gloria de Dios aparece en la tierra, en el monte Sinaí (Ex 20) la montaña echa humo y tiembla ante la inminente revelación. Los animales que se acercan a la falda de la montaña morían. Los hijos de Israel se habían preparado: se habían purificado durante tres días según la orden de Moisés, para ser dignos de oír la voz de Dios y de ver su manifestación. Cuando llegó el tiempo no pudieron ni asumir la visión de su luz ni soportar el trueno de su voz terrible.

Pero ahora, cuando Dios ha derramado su gracia en su venida, ya no es a través de un terremoto, ni en el fuego, ni en la manifestación de una voz terrible y fuerte que ha bajado, sino como el rocío sobre el orvalle. (Jue 6,37), como una gota que cae suavemente sobre la tierra. Ha venido a nosotros de manera diferente. Ha cubierto su majestad con el velo de nuestra carne. Ha hecho de ella un tesoro. Ha vivido entre nosotros en esta carne que su voluntad se había formado en el seno de la Virgen María, Madre de Dios, para que, viéndolo de nuestra raza y viviendo entre nosotros, no nos quedáramos turbados contemplando su gloria. Por esto, los que se han revestido con el vestido con que el Creador apareció entre nosotros, se han revestido de Cristo mismo. (Gal 3,27) Han deseado llevar en su persona interior (Ef 3,16) la misma humildad con la que Cristo se manifestó a su creación y ha vivido en ella, como se manifiesta ahora a sus servidores. En lugar del vestido de honor y de gloria exteriores, éstos se han revestido de su humildad.

 

San Juan Damasceno, La Fe ortodoxa, I, 1.

Dios no nos deja en la completa ignorancia.

«Nunca nadie ha visto Dios. El Hijo único que se encuentra en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). Lo divino es inexplicable e incomprensible: «nadie conoce al Padre, excepto el Hijo o aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27), y el Espíritu Santo conoce igualmente a Dios. Pero después de este primero y bendito conocimiento divino, nadie ha conocido a Dios sino aquellos a quien Dios mismo se revele…

Por tanto, Dios no nos dejó en la completa ignorancia, porque cada uno ha sembrado en sí, el conocimiento de que existe un Dios. La creación, por su cohesión y su dirección, proclama la magnificencia de la naturaleza divina (cf. Rm 1.20). A continuación, la Ley y los Profetas y su único Hijo, el Señor, «nuestro Dios y Salvador Jesucristo» (II Pe 1,1), han demostrado el conocimiento de Dios, de acuerdo a lo que podemos conseguir. Por eso todo lo que nos fue transmitido por la Ley y los Profetas, los Apóstoles y los Evangelistas, lo aceptamos, lo conocemos, aplicamos nuestra devoción y no buscamos más allá.

Dios es bueno; apela al bien. Como Él lo sabe todo y lo que nos conviene a cada uno, nos revela lo que nos es útil de conocer y lo que podemos llevar. Debemos, por lo tanto, contentarnos con esto y permanecer en ello.

 

San Columbano, Instrucción 1,2-4 ; PL 80, 231-232.

Dios cercano, por la fe.

Dios está en todas partes, de manera total, inmensa. En todas partes está cercano tal como Él mismo da testimonio de ello: «Soy un Dios cercano, y no un Dios lejano» (Jr 23,23). El Dios que buscamos no es un Dios que esté lejos de nosotros. Lo tenemos entre nosotros. Habita en nosotros como el alma en el cuerpo si somos para Él, por lo menos, miembros sanos a quienes el pecado no ha matado… «En Él, dice el apóstol Pablo, tenemos la vida, el movimiento y el ser» (Hch 17,28).

Más, ¿quién podrá seguir al Altísimo hasta llegar a su ser inexpresable e incomprensible? ¿Quién escrutará las profundidades de Dios? ¿Quién se atreverá tratar sobre el origen eterno del universo? ¿Quién se gloriará de conocer al Dios infinito que lo llena todo, lo envuelve todo, lo penetra todo y lo sobrepasa todo, lo abraza todo y se esconde a todo, «a Él a quien nadie ha visto jamás» tal cual es? (1Tm 6,16). Que nadie, pues, tenga la presunción de sondear la impenetrable profundidad de Dios, el qué, el cómo, y el por qué de su ser. Todo lo cual no se puede expresar, ni escrutar, ni penetrar. Cree simplemente, pero con fuerza, que Dios es tal como ha sido y tal como será porque en Él no hay cambios.

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