miércoles, 9 de noviembre de 2022

ALIMENTO PARA EL ALMA



9 de noviembre

Lucas 9, 44–50
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Estad atentos a lo que voy a deciros: El Hijo del hombre ha de ser entregado en poder de los hombres. Pero ellos no sabían lo que significaban estas palabras, que estaban para ellos veladas, de manera que no las entendieron, y temían preguntarle sobre ellas. Les vino a ellos este pensamiento: quién sería entre ellos el mayor. Conociendo Jesús los pensamientos de su corazón, tomó un niño, lo puso junto a sí, y les dijo: El que recibiere a este niño en mi nombre, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió; y el menor entre todos vosotros, ése será el más grande.' Tomando la palabra, Juan dice: Maestro, hemos visto a uno echar los demonios en tu nombre y lo detuve, porque no te sigue con nosotros. Le contestó Jesús: No lo detengas, pues el que no está contra vosotros, está con vosotros.

Orígenes, Tratado de los Principios, II, 6,2; PG 11, 210.
«Ellos no entendían estas palabras» (Lc 9,45).
Entre las cosas sublimes y las maravillas que se pueden decir de Cristo hay una que sobresale de todas las demás y excede absolutamente la capacidad de admiración del hombre y la fragilidad de nuestra inteligencia mortal no es capaz de comprender ni imaginar. Y es que la omnipotencia de la majestad divina, la Palabra misma del Padre, la misma Sabiduría de Dios, por la que todas las cosas fueron creadas –lo visible y lo invisible—(cf Col 1,16) se deja contener en los límites de este hombre que se manifestó en Judea. Esta es nuestra fe.
Pero todavía hay más. Creemos que la sabiduría de Dios se ha encerrado en el seno de una mujer, que ha nacido entre llantos y gemidos comunes a todos los recién nacidos. Y sabemos que después de todo esto, Cristo ha conocido la angustia ante la muerte hasta el punto de exclamar: “Siento una tristeza mortal.” (Mt 26,38) Fue arrastrado hacia una muerte ignominiosa…aunque sabemos que el tercer día resucitó…
Realmente, dar a entender estas verdades a los oídos humanos, intentar expresarlas con palabras, excede la capacidad del lenguaje humano… y probablemente el de los ángeles.

San Clemente de Alejandría, El Pedagogo, I, 21-24.
«Quien acoge a uno de estos pequeños en mi nombre, me acoge a mi» (Lc 9,48).

“Llevarán en brazos, dice la Escritura, a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (Is 66 12-13). La madre atrae hacia sí a sus hijos pequeños y nosotros buscamos a nuestra madre, la Iglesia. Todo ser débil y tierno, cuya debilidad tiene necesidad de ayuda, es gracioso, atrayente, hermosos; Dios no rechaza su ayuda a un ser tan joven. Los padres dedican una ternura especial a sus pequeños…De la misma manera, el Padre de toda la creación, acoge a los que se refugian en él, los regenera por el Espíritu y los adopta como hijos; conoce cuan dulces son y a ellos solos ama, ayuda, protege; y por ello les llama sus hijos pequeños (cf. Jn 13, 33).
El Santo Espíritu, por boca de Isaías, aplica al mismo Señor el término hijo pequeño: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado…” (Is 9,5). ¿Quién es este Hijo pequeño, este recién nacido, a imagen del cual somos hijos pequeños? Por el mismo profeta, el Espíritu nos describe su grandeza: “Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz” (v. 6).
¡Oh el gran Dios! ¡Oh el Niño perfecto! El Hijo está en el Padre y el Padre está en el Hijo ¿Podría no ser perfecta la instrucción que nos da este Niño pequeño? Ella nos engloba a todos para guiarnos a nosotros, sus hijos pequeños. Ha extendido sus manos sobre nosotros y en ellas hemos puesto toda nuestra confianza. Es de este Hijo pequeño de quien Juan Bautista da testimonio: “He aquí, dice, el cordero de Dios” (Jn 1,29). Puesto que la Escritura nombra corderos a los hijos pequeños, llama “Cordero de Dios” al Verbo de Dios que se ha hecho hombre por nosotros y ha querido ser, en todo, semejante a nosotros, Él, el Hijo de Dios, el Hijito del Padre.

San Clemente Romano, Homilía sobre la segunda Epístola a los Corintios, cap. XIII.
¡Arrepintámonos de una vez, hermanos! ¡Estemos despiertos para siempre! Que estamos llenos de mucha locura y maldad. Borremos nuestros pecados anteriores y salvémonos, arrepintiéndonos de corazón”.

San Macario el Grande, Otras siete homilías, Palabra de amor, 16.
“Pero, ¿cómo un alma herida se transforma (en un alma) hermosa, con un rostro resplandeciente y digna de vivir con Cristo? ¿Cómo puede ser, si no es conociendo tanto su rostro primigenio como sus (posteriores) heridas y pobreza? Porque si no siente placer en llevar las heridas y contusiones de sus pecados, ni justifica sus errores, el Señor no toma en cuenta su fealdad, sino que, viniendo a él, lo cuida, lo sana y le devuelve su belleza (primera). Con una condición: Que ya no apruebe en sí mismo, como se ha dicho, lo que se ha hecho y que ya no se entregue a hacer malas acciones (y que al mismo tiempo), que clame con todas sus fuerzas al Señor, para que, con la ayuda del buen Espíritu, merezca ser libre de las pasiones".

San Basilio el Grande, Reglas pequeñas, I. 10.
Pregunta 10: El alma que se ha degradado en muchos pecados, ¿con qué tipo de temor y con qué tipo de lágrimas debe separarse de los pecados, y con qué esperanza y disposición (alma) debe acercarse a Dios?
Respuesta: Primero debe odiar su anterior vida desordenada, y el mismo tener recuerdo de ella y de lo que aborrece y le repugna; porque la Escritura dice: Aborrecí la injusticia, y amé tu ley (Salmos 118, 163); entonces debe aprender el temor del juicio y del castigo eternos, y con abundantes lágrimas debe conocer el tiempo del arrepentimiento”.

San Clemente el Romano, Homilía, sobre la segunda Epístola a los Corintios, cap. VIII.
Mientras estemos en este mundo, arrepintámonos con todo nuestro corazón de los pecados que hemos cometido en el cuerpo, para que seamos salvados por el Señor mientras tengamos tiempo para arrepentirnos.
San Juan Casiano, Colaciones, n. 15, 6-7
«El más pequeño de vosotros es el más importante» (Lc 9,48).
«Venid, dice Cristo a sus discípulos, y aprended de mí», ciertamente que no a echar demonios por el poder del cielo, ni a curar leprosos, ni a devolver la vista a los ciegos, ni a resucitar muertos…; sino, dice él: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,28-29). En efecto, esto es lo que todos podemos aprender y practicar. Hacer signos y milagros no siempre es necesario, ni tan sólo ventajoso para todos, ni tampoco se concede a todos.
Es, pues, la humildad la maestra de todas las virtudes, fundamento inquebrantable de todo el edificio, don magnífico y propio del Señor. El que la posea podrá hacer, sin peligro de envanecerse, todos los milagros que Cristo obró porque busca imitar al manso Señor, no en la sublimidad de sus prodigios sino en las virtudes de la paciencia y la humildad. Por el contrario, el que está deseoso de mandar a los espíritus impuros, de devolver la salud a los enfermos, de mostrar a las multitudes cualquier signo maravilloso, podrá invocar el nombre de Cristo en medio de toda su ostentación, pero es extraño a Cristo porque su alma orgullosa no sigue al maestro de humildad.
Este es el legado que el Señor hizo a sus discípulos poco antes de volver a su Padre: «Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros; como yo os he amado amaos unos a otros»; e inmediatamente añade: «En esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros» (Jn 13,34-35). Y es cierto que el que no es manso y humilde no podrá amar así.
Los grandes en la fe de ninguna manera se vanagloriaban del poder que tenían de obrar maravillas. Confesaban que no eran sus propios méritos los que actuaban sino que era la misericordia del Señor la que lo había hecho todo. Si alguien se admiraba de sus milagros, rechazaban la gloria humana con estas palabras tomadas de los apóstoles: «Hermanos, ¿por qué os admiráis de esto, o por qué nos miráis fijamente, como si por nuestro poder o piedad hubiéramos hecho caminar a éste?» (Hch 3,12). Nadie, a su juicio, debía se alabado por los dones y maravillas que sólo son propias de Dios…
Pero sucede, a veces, que hombres inclinados al mal, reprobables por lo que se refiere a la fe, echan demonios y obran prodigios en nombre del Señor. Es de esto que un día los apóstoles se quejaron al Señor: «Maestro, decían, hemos visto un hombre que echa a los demonios en tu nombre, y se lo hemos prohibido porque no es de los nuestros». Inmediatamente Cristo respondió: «No se lo impidáis, porque el que no está contra vosotros está con vosotros». Pero cuando al final de los tiempos esta gente dirá: «Señor, Señor, ¿no es en tu nombre que hemos profetizado? ¿No hemos echado demonios en tu nombre? ¿Y en tu nombre hemos hecho muchos milagros?» él asegura que replicará: «Nunca os he conocido; alejaos de mí, malvados». (Mt 7,22s).
A los que ha concedido la gloria de los signos y milagros, el Señor les advierte de no creerse mejores a causa de ello: «No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos» (Lc 10,20). El autor de todos los signos y milagros llama a sus discípulos a recoger su doctrina: «Venid, les dice; y aprended de mí» –no a echar a los demonios por el poder del cielo, ni a curar leprosos, ni a devolver la vista a los ciegos, ni a resucitar a los muertos, sino que dice: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,28-29).

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