lunes, 14 de noviembre de 2022

ALIMENTO PARA EL ALMA



Lunes XXIII después de Pentecostés
Lucas 10, 22-24
En aquel tiempo dijo el Señor: Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo. Luego, volviéndose a los discípulos, aparte les dijo: Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis, porque yo os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que oís, y no lo oyeron.
San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, hom. 39.
No se alegra y da gracias porque ocultaba los misterios a los escribas y fariseos (esto en verdad no era motivo de alegría, sino de tristeza); sino que da gracias porque los pequeños conocieron lo que los sabios habían ignorado. Por esto da gracias al Padre, con quien hace El esto a la vez, demostrando la excesiva caridad con que nos amó. Manifiesta también a continuación que la causa de esto es su voluntad y la del Padre, quien hacía todo esto por voluntad propia. Prosigue: «Así es, Padre, porque así ha sido de tu agrado».
Después de haber dicho: «Yo te doy gracias, porque revelaste estas cosas a los pequeñuelos», para que no se creyese que Cristo, privado de esta virtud, no podría hacer esto, añadió: «Todas las cosas me son entregadas por mi Padre».
De aquí deducen algunos que los profetas no tuvieron noticia de Cristo. Pero sí desearon ver lo que los apóstoles vieron; conocieron que vendría a los hombres y les dispensaría las gracias que les dispensó. Ninguno desea lo que no conoce; luego habían conocido al Hijo de Dios. Por lo que no dice simplemente: «Quisieron verme», sino «lo que vosotros veis»; ni «oírme», sino «lo que vosotros oís». Lo habían visto, en efecto, aunque no ya encarnado, ni tratando con los hombres, ni hablándoles con tanta majestad.
San Gregorio Libros Morales. 25. cap. 13
En estas palabras nos da ejemplo admirable de humildad, para que no presumamos censurar temerariamente los eternos decretos acerca de la vocación de unos y de la repulsión de otros, pues no puede considerarse como injusto lo que agrada al justo. Así, pues, en todas las cosas que se ejecutan exteriormente, la causa de la razón manifiesta es la justicia de la voluntad oculta.
San Agustín de Hipona, Sobre el salmo 118.
“Muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis”
“Anhelo tu salvación, Señor,” (Sal 119,174) es decir, tu venida. Bienaventurada debilidad que está impregnada por el deseo de algo no conseguido todavía, pero esperado con verdadera pasión. ¿A quién corresponden estas palabras, desde los orígenes de la humanidad hasta el final de los tiempos, sino al pueblo escogido, al sacerdocio real, a la nación santa (cf 1P 2,9) a todos los que en esta tierra y en este tiempo han vivido, viven y vivirán en el deseo de poseer a Cristo?
El anciano Simeón es testigo de esta espera cuando, recibiendo a Cristo en sus brazos, exclama: “Ahora Señor, según tu promesa, puedes dejar que tu siervo muera en paz. Mis ojos han visto a tu Salvador” (Lc 2,29). Este deseo no se ha desvanecido nunca en los santos y nunca se desvanecerá en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, hasta la consumación de los siglos, hasta que venga “el deseado de las naciones”, prometido por el profeta (Ag 2,8).
El deseo del que hablamos se refiere, con el apóstol, a “la manifestación de Nuestro Señor Jesucristo” (1 Tim 6,14). De ella habla San Pablo a los colosenses: “cuando aparezca Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él» (Col 3,4). La Iglesia, en los primeros tiempos, antes de que la Virgen diera a luz contaba ya con los santos que anhelaban la venida de Cristo en carne humana. Hoy cuenta con otros santos que anhelan la manifestación de Cristo. Nunca se ha interrumpido este anhelo.
San Ireneo de Lyon, Contra las herejías, IV 14,2.
“…muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron…” (Lc 10,24)
Desde el comienzo, Dios ha formado al hombre en vista de sus dones. Ha escogido a los patriarcas en vista de su salvación. Se preparó un pueblo, instruyendo a los ignorantes para que siguieran las huellas de Dios. Más tarde, instruyó a los profetas para habituar al hombre a convivir con su Espíritu ya en este mundo y a entrar en comunión con Dios. El mismo Dios no tenía necesidad de nadie, pero a los que necesitaban de él les ofrecía su comunión. Para aquellos, en quienes se complacía, (cf Lc 2,14) ha destinado desde un principio, igual que un arquitecto, el edificio de la salvación. El mismo fue su guía en las tinieblas de Egipto; en el desierto donde erraban, les daba una Ley apropiada; y a los que entraron en la tierra prometida les ofreció una herencia escogida. En fin, para todos aquellos que se levantan y vuelven junto al Padre, él mata la ternera cebada y los reviste de una túnica de fiesta. (cf Lc 15,22ss)
Así, de muchas maneras, Dios disponía al género humano en vista de la “música y danza de la salvación” (cf Lc 15,25) Por esto, Juan escribe en el Apocalipsis: “Su voz era la voz de aguas caudalosas” (Ap 1,15) Ya que realmente, las aguas del Espíritu de Dios son múltiples, porque el Padre es grande y posee todas la riquezas. Y, pasando a través de todo ello, el Verbo acordó generosamente su ayuda a los que se le someten, dando a toda criatura las prescripciones apropiadas.
“Muchos vendrán de Oriente y Occidente…”
«He aquí que vienen días, oráculo del Señor, en que yo sellaré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva… Pondré mi Ley en el fondo de su ser y la escribiré en su corazón» (Jr 31,31s). Isaías anuncia que estas promesas deben ser el anuncio de una herencia para la llamada a los paganos; también para ellos se ha abierto el libro de la Nueva Alianza: «Esto dice el Dios de Israel: ‘Aquel día se dirigirá el hombre a su Creador, y sus ojos mirarán hacia el Santo de Israel. No se fijará en los altares, obras de sus manos, ni lo que hicieron sus dedos mirará…’» (17,7s). Es del todo evidente que estas palabras se dirigen a los que abandonan los ídolos y creen en Dios nuestro Creador gracias al Santo de Israel, y el Santo de Israel, es Cristo…
En el libro de Isaías, el mismo Verbo dice que debía manifestarse estando entre los hombres –en efecto, el Hijo de Dios se hizo hijo del hombre- y dejarse encontrar por los que anteriormente no le conocían: «Me he hecho encontradizo de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban. Dije: «Aquí estoy, aquí estoy» a gente que no invocaba mi nombre (65,1). Que este pueblo, del que habla Isaías, debía ser un pueblo santo, fue anunciado también, entre los doce profetas, por Oseas: «Amaré a No-Amada y a No-mi-pueblo y diré: ‘Tú eres mi pueblo’… y serán llamados ‘hijos del Dios vivo’» (Rm 9,25-26; Os 2,25; cf 1,9). Es este también el sentido de lo que dijo Juan Bautista: «Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras» (Mt 3,9). En efecto, después de haber sido arrancados, por la fe, del culto a las piedras, nuestros corazones ven a Dios y somos hechos hijos de Abrahán, que fue justificado por la fe.
Eusebio de Cesárea, Demostración evangélica, II, 3, 35.
«Muchos vendrán de oriente y de occidente y se sentarán… en el festín del Reino de los cielos»
Son numerosos los testimonios de la Escritura que enseñan que las naciones paganas no han recibido menos gracias que el pueblo judío. Si los judíos participan de la bendición de Abrahán, el amigo de Dios, porque son sus descendientes, acordémonos de que Dios se comprometió en dar a los paganos una bendición semejante, no sólo a la de Abrahán, sino también a las de Isaac y Jacob. En efecto, explícitamente predijo que todas las naciones serían igualmente bendecidas e invitó a todos los pueblos a un solo y mismo gozo con los bienaventurados amigos de Dios: «¡Exultad, naciones, con su pueblo!» (Dt 32,43) y también: «Los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abrahán» (Sal 46,10).
Si Israel se gloría del Reino de Dios diciendo que ellos son los herederos, los oráculos divinos nos dicen que Dios reinará también sobre los demás pueblos: «Decid a los pueblos: el Señor es rey» (Sal 95,10) y también: «Dios reina sobre las naciones» (Sal 46,9). Si los judíos fueron elegidos para ser los sacerdotes de Dios y darle culto, la palabra de Dios ha prometido conceder a las naciones el mismo ministerio: «Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor. Entrad en sus atrios trayéndole ofrendas» (Sal 95, 7-8)
Y si antaño, en un primer tiempo, «el lote del Señor fue Jacob, su pueblo, e Israel su parte de heredad» (Dt 32,9 LXX), en un segundo tiempo, la Escritura afirma que todos los pueblos serán dados al Señor en herencia, según la palabra del Padre: «Pídemelo, y te daré en herencia las naciones» (Sal 2,8). La profecía anuncia también que «dominará» no sólo en Judea, sino «de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra; todos los reyes se postrarán ante él, le servirán todas las naciones». (Sal 71, 8-11). Es así como el Dios del universo «da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia» (Sal 97,2).
San Basilio el Grande, Epístolas, epístola 235, II.
Pero lo que confesamos es el hecho de que, en realidad, sabemos de Dios tanto como se puede saber, pero que es imposible saber lo que pasa más allá de nuestro poder de juicio. De modo que si me preguntas qué es la arena y te respondo que lo sé, entonces por supuesto que te reirás de mí si me pides que te diga inmediatamente cuántos granos de arena hay, porque tu primera pregunta se refería al aspecto en el que se introduce arena, mientras que la otra pregunta era sobre el número de granos de arena. Este sofisma se asemeja a lo que alguien preguntó de esta manera: ¿Conoces a Timoteo? (Aristóteles, Metafísica) Bueno, si lo conoces, también conoces su naturaleza, porque acabas de admitir que lo conoces. En realidad, puedo decir que lo conozco y que no conozco a Timoteo, pero en ambas formas mi conocimiento es diferente. Porque no es lo mismo la forma en que lo conozco que la forma en que no lo conozco, pero una es el aspecto bajo el cual puedo decir que lo conozco y el bajo el cual no lo conozco es otro. En otras palabras, conozco a Timoteo solo por su apariencia y otras notas similares, pero no conozco su ser interior. Porque, al final, sigo diciendo de la misma manera que también me conozco de alguna manera, pero de otra manera no.
San Atanasio el Grande, Tres homilías contra los arrianos, I Homilía contra los arrianos, XII
"Y si (la creación) fue hecha por el Hijo y todo subsiste en Él, se sigue inmediatamente que quien mira la creación como un derecho ve también al Verbo que la hizo y por Él comienza a conocer al Padre como bien. Pero el Salvador también dijo: Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo revela (Mateo 11, 27). Y a Felipe, que le preguntó: Muéstranos al Padre, no le dijo: Mira la creación, sino que el que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn 14, 9). Por eso, en verdad, Pablo -reprendiendo a los griegos que, aunque miran la armonía y el buen orden de la creación, no conocen el Verbo que la crea (porque las criaturas anuncian a su Hacedor), para que por Él puedan piensa también en el Padre y deja de adorar a las criaturas - dijo su eterno poder y divinidad, para mostrar al Hijo.

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