Martes XXIII después de Pentecostés
En
aquel tiempo, estando Jesús orando en cierto lugar, así que acabó, le dijo uno de los discípulos: Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñaba a sus discípulos. Él les dijo: Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino; danos cada día nuestro pan de vida; perdónanos nuestras deudas, porque también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos pongas en tentación, mas líbranos del maligno. Y les dijo: Si alguno de vosotros tuviere un amigo y viene a él a medianoche y le dijera: “Amigo, préstame tres panes, pues un amigo mío ha llegado de viaje y no tengo qué darle”; y él, respondiendo de dentro, le dijese: “No me molestes, pues la puerta está ya cerrada, y mis niños están ya conmigo en la cama, no puedo levantarme para dártelos,” yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite. Os digo, pues: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá; porque quien pide recibe, y quien busca halla, y al que llama se le abre.
San Agustín de Hipona, Carta 130, a Proba sobre la oración dominical 11-12.
«Enséñanos a orar» (Lc 11,1).
A nosotros, cuando oramos, nos son necesarias las palabras: ellas nos amonestan y nos descubren lo que debemos pedir; pero lejos de nosotros el pensar que las palabras de nuestra oración sirvan para mostrar a Dios lo que necesitamos o para forzarlo a concedérnoslo. Por tanto, al decir: Santificado sea tu nombre, nos amonestamos a nosotros mismos para que deseemos que el nombre del Señor, que siempre es santo en sí mismo, sea también tenido como santo por los hombres, es decir, que no sea nunca despreciado por ellos; lo cual, ciertamente, redunda en bien de los mismos hombres y no en bien de Dios. Y cuando añadimos: Venga a nosotros tu reino, lo que pedimos es que crezca nuestro deseo de que este reino llegue a nosotros y de que nosotros podamos reinar en él, pues el reino de Dios vendrá ciertamente, lo queramos o no. Cuando decimos: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, pedimos que el Señor nos otorgue la virtud de la obediencia, para que así cumplamos su voluntad como la cumplen sus ángeles en el cielo. […]
Cuando decimos: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, nos obligamos a pensar tanto en lo que pedimos como en lo que debemos hacer, no sea que seamos indignos de alcanzar aquello por lo que oramos. […] Cuando decimos: Líbranos del maligno, recapacitamos que aún no estamos en aquel sumo bien en donde no será posible que nos sobrevenga mal alguno movido por el enemigo. Y estas últimas palabras de la oración dominical abarcan tanto, que el cristiano, sea cual fuere la tribulación en que se encuentre, tiene en esta petición su modo de gemir, su manera de llorar, las palabras con que empezar su oración, la reflexión en la cual meditar y las expresiones con que terminar dicha oración.
Es, pues, muy conveniente valerse de estas palabras para grabar en nuestra memoria todas estas realidades. Porque todas las demás palabras que podamos decir […], no dicen otra cosa que lo que ya se contiene en la oración dominical, si hacemos la oración de modo conveniente.
«Enséñanos a orar» (Lc 11,1).
¿Creéis, hermanos, que Dios no sabe lo que os es necesario? El que conoce nuestro desamparo, conoce anticipadamente nuestros deseos. Por eso, cuando el Señor enseñó el Padrenuestro, recomendó a sus discípulos a ser sobrios en palabras: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras como los paganos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que se lo pidáis» (Mt 6,7-8). Si nuestro Padre sabe lo que nos hace falta ¿por qué decírselo, aunque sea en pocas palabras?… Señor, si Tú lo sabes, ¿es necesario orar?
Ahora bien, el que aquí nos dice: «No uséis muchas palabras en vuestras oraciones» nos dice en otra parte: «Pedid y recibiréis», y para que nadie crea que lo dice como de paso, en otra parte añade: «Buscad y hallaréis», y para que nadie piense que es una simple manera de hablar, mirad cómo termina: «Llamad y se os abrirá» (Mt 7,7). Quiere, pues, el Señor que, para recibir, primero pidas, que para hallar primero te pongas a buscar, y, en fin, para entrar no dejes de llamar… ¿Para qué pedir? ¿Para qué buscar? ¿Para qué llamar? ¿Para qué cansarnos orando, buscando, llamando como para hacer saber al que ya lo sabe todo? E incluso leemos en otra parte: «Es preciso orar sin parar, sin cansarse» (Lc 18,1). Pues bien, para aclarar este misterio ¡pide, busca, llama! Si el Señor cubre de velos este misterio, es que quiere que te ejercites en buscar y encontrar tú mismo la explicación. Todos nosotros debemos alentarnos mutuamente a orar.
San Cipriano, Tratado de la oración dominical, 8-9,11: PL 4, 520-523.
«Padrenuestro» (Lc 11,1-4,).
¡Cuán grandes y abundantes riquezas se encierran en la oración del Señor! Están recogidas en pocas palabras, pero tienen una densidad espiritual inmensa, hasta tal punto que no falta nada en este compendio de la doctrina celestial sobre la oración. Nos dice: “Orad así: Padre Nuestro que estás en los cielos!” (Mt 6,9)
El hombre nuevo, nacido de nuevo por la gracia y vuelto a su Dios, dice para comenzar: “Padre”, porque ha sido hecho hijo. “Vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron: A cuantos la recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios.” (Jn 1,11-12) El que ha creído en su nombre y que ha llegado a ser hijo de Dios debe iniciar su oración dando gracias y proclamando que es hijo de Dios. No basta, hermanos muy queridos, con tener conciencia que invocamos al Padre que está en los cielos. Añadimos: “Padre Nuestro”, es decir, Padre de aquellos que creen, de aquellos que han sido santificados por Él y han nacido de nuevo por la gracia: éstos han empezado a ser hijos de Dios…
¡Cuán grande es la misericordia del Señor, cuán grandes su favor y su bondad al enseñarnos orar así en presencia de Dios y llamarlo Padre. Y como Cristo es Hijo de Dios, así nosotros también somos llamados hijos. Nadie de entre nosotros se hubiera atrevido nunca a emplear esta palabra en la oración. Era necesario que el Señor nos animase a ello.
He aquí que el Señor nos dice como debemos de orar: «Padre nuestro que estás en los cielos». El hombre nuevo, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar: «Padre» porque ya ha empezado a ser hijo «El vino a su casa, dice el Evangelio, y los suyos no le recibieron, pero a cuantos le recibieron, les da poder para ser hijos de Dios: a aquellos que creen en su nombre» (Jn.1,11-12) Por esto el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser hijo de Dios debe de comenzar a devolver su gracia proclamándose hijo de Dios y llamando a Dios Padre que estás en los cielos…
¡Que grandísima indulgencia y que inmensa bondad del Señor para con nosotros! Él ha querido que ofreciéramos nuestra plegaria a Dios llamándole Padre. Y lo mismo que Cristo es Hijo de Dios, ha querido que también nosotros llevemos el nombre de hijos de Dios. Este nombre, de entre nosotros, nadie hubiera osado ponerlo en la oración si Él mismo no lo hubiera hecho.
Nosotros debemos recordarnos mutuamente, hermanos amados, y debemos saber que los que llamamos a Dios Padre, nuestro comportamiento debe ser de hijos de Dios, porque El se complace en nosotros, como nosotros nos complacemos en El. Conduzcámonos como templos de Dios (1Co 3,16), y Dios permanecerá en nosotros.
San Juan Damasceno, Homilía sobre la Transfiguración, 10: PG 96, 545.
«Un día, en alguna parte, Jesús rezaba» (Lc 11,1).
«Jesús rezaba aparte» (Lc 9,18). La oración encuentra su fuente en el silencio y la paz interior; es ahí donde se manifiesta la gloria de Dios (cf. Lc 9,29). Porque, cuando cerremos los ojos y los oídos, cuando nos encontremos dentro en presencia de Dios, cuando liberados de la agitación del mundo exterior estemos dentro de nosotros mismos, entonces veremos claramente en nuestras almas el Reino de Dios. Porque el Reino de los cielos o, si se prefiere, el Reino de Dios, está en nosotros mismos: es Jesús nuestro Señor quien nos lo dijo (Lc 17,21).
Sin embargo, los creyentes y el Señor rezan de modo diferente. Los servidores, en efecto, se acercan al Señor en su oración, con un temor mezclado de deseo, y la oración se hace para ellos un viaje hacia Dios y hacia la unión con Él, que los alimenta de su propia sustancia y los fortalece. ¿Pero Cristo, cuya alma santa es el mismo Verbo de Dios, cómo va a rezar? ¿Cómo el Maestro va a presentarse en una actitud de petición? Si lo hace ¿no es que después de haber revestido nuestra naturaleza, quiere instruirnos y mostrarnos el camino que, por la oración, nos hace subir hacia Dios? ¿No quiere enseñarnos que la oración contiene en su seno la gloria de Dios?
Homilía del siglo V sobre la oración: PG 64, 461.
«Enséñanos a orar» (Lc 11,1).
El bien supremo es la oración, la conversación familiar con Dios. Ésta es la relación que tenemos con Dios y la unión con él. Igual que los ojos del cuerpo quedan iluminados al ver la luz, asimismo el alma que tiende hacia Dios queda iluminada por su inefable luz. La oración no es efecto de una actitud exterior sino que viene del corazón. No queda reducida a unas horas o a momentos determinados sino que es una actividad continua, tanto de día como de noche. No nos contentemos orientando nuestro pensamiento a Dios durante el tiempo dedicado exclusivamente a la oración, sino que cuando otras ocupaciones nos absorben –como son el cuidado de los pobres o cualquier otra ocupación dirigida a una obra buena y útil- es importante mantener al mismo tiempo el deseo y el recuerdo de Dios, a fin de ofrecer al Señor del universo un alimento muy suave, sazonado con la sal del amor de Dios. Podemos sacar de ahí una gran ventaja para toda la vida si consagramos a ella buena parte de nuestro tiempo.
La oración es la luz del alma, el verdadero conocimiento de Dios, la mediación entre Dios y los hombres. A través de ella el alma se eleva hacia el cielo y abraza al Señor con un abrazo inexpresable. Como un niño de pecho hace con su madre, el alma llama a Dios llorando, hambrienta de la leche divina. Expresa sus deseos más profundos y recibe regalos que sobrepasan todo lo que se puede ver en la naturaleza. La oración con la cual nos presentamos con respeto delante de Dios, es gozo para el corazón y descanso del alma.
San Siluan Athonita, Escritos.
«Cuando oréis» (Lc 11,2).
Si quieres orar con el espíritu y corazón unidos y no lo alcanzas, di la plegaria con los labios y fija tu espíritu en las palabras de la plegaria, tal como está escrito en la Escalera Santa [de san Juan Clímaco]. Con el tiempo el Señor te dará la “oración del corazón”, sin distracción, y tú orarás con facilidad. Algunos, en el esfuerzo de la oración, habiendo forzado a la inteligencia a descender hasta su corazón, lo han estropeado hasta tal punto que han llegado a no poder ni tan sólo pronunciar la plegaria con los labios. Pero tú, conoces la ley de la vida espiritual: los dones sólo se conceden al alma simple, humilde y obediente. Al que es obediente y comedido en todo –en comida, en palabras y en movimientos- el Señor le dará la oración, y se realizará con facilidad en su corazón.
La oración incesante procede del amor, pero se pierde por los juicios, las vanas palabras y la intemperancia. El que ama a Dios puede pensar en él día y noche, porque ninguna ocupación puede dificultarle el amar a Dios. Los apóstoles amaban al Señor sin que el mundo se lo impidiera y, sin embargo, se acordaban del mundo, oraban por él y se dedicaban a la predicación. Por el contrario, se dijo a san Arsenio: “huye de los hombres”, pero el Espíritu divino nos enseña, incluso en el desierto, a orar por los hombres y por el mundo entero.
Ambrosio de Milán, Obras de San Ambrosio, t. I, BAC, 1966, p. 386-388
«Al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite» (Lc 11,8)
Si alguno de vosotros tiene un amigo y viniere a él media noche y le dijere: Amigo, préstame tres panes… Este es un Pasaje del que se desprende el precepto de que hemos de orar en cada momento no sólo de día, sino también de noche; en efecto, ves que este que a media noche va a pedir tres panes a su amigo y persevera en esa demanda instantemente, no es defraudado en lo que pide. Pero ¿qué significan estos tres panes? ¿Acaso no son una figura del alimento celestial?; y es que, si amas al Señor tu Dios, conseguirás sin duda, lo que pides no sólo en provecho tuyo, sino también en favor de los otros. Pues ¿quién puede ser más amigo nuestro que Aquel que entregó su cuerpo por nosotros? David le pidió a media noche panes y los consiguió; porque en verdad lo pidió cuando decía: Me levantaba a media noche para alabarte (Sal 118,62); por eso mereció esos panes que después nos preparó a nosotros para que los comiéramos. También los pidió cuando dijo: Lavaré mi lecho cada noche (Sal 6,7); y no temió despertar de su sueño a quien sabe que siempre vive vigilando.
Haciendo caso, pues, a las Escrituras, pidamos el perdón de nuestros pecados con instantes oraciones, día y noche; pues si hombre tan santo y que estaba tan ocupado en el gobierno del reino alababa al Señor siete veces al día (Sal 118,164), pronto siempre a ofrecer sacrificios matutinos y vespertinos, ¿qué hemos de hacer nosotros, que debemos rezar más que él, puesto que, por la fragilidad de nuestra carne y espíritu, pecamos con más frecuencia, para que no falte a nuestro ser, para su alimento, el pan que robustece el corazón del hombre (Sal 103,1), a nosotros que estamos ya cansados del camino, muy fatigados del transcurrir de este mundo y hastiados de las cosas de esta vida?
No quiere decir el Señor que haya que vigilar solamente a media noche, sino en todos los momentos; pues Él puede llamar por la tarde, o a la segunda o tercera vigilia. Bienaventurados, pues, aquellos siervos a los que encuentre el Señor vigilantes cuando venga. Por tanto, si tú quieres que el poder de Dios te defienda y te guarde (Lc 12,37), debes estar siempre vigilando; pues nos cercan muchas insidias, y el sueño del cuerpo frecuentemente resulta peligroso para aquel que, durmiéndose, perderá de seguro el vigor de su virtud. Sacude, pues, tu sueño, para que puedas llamara la puerta de Cristo, esa puerta que pide también Pablo se le abra para él, pidiendo para tal fin las plegarias del pueblo, no confiándose sólo en las suyas; y así pueda tener la puerta abierta y pueda hablar del misterio de Cristo (Col 4,3).
Quizás sea ésta la puerta que vio abierta Juan; pues, al verla dijo: Después de estas cosas tuve una visión y vi una puerta abierta en el cielo, y la voz aquella primera que había oído como de trompeta me hablaba y decía: Sube acá y te mostraré las cosas que han de acaecer (Ap 4,1). En verdad, la puerta ha estado abierta para Juan, y abierta también para Pablo, con el fin de que recibiesen los panes que nosotros comeremos. Y, en efecto, este ha perseverado llamando a la puerta oportuna e importunamente (II Tim 4,2) para dar nueva vida, por medio de la abundancia del alimento espiritual, a los gentiles que estaban cansados del camino de este mundo.
Este pasaje, primero por medio de un mandato, y después a través del ejemplo, nos prescribe la oración frecuente, la esperanza de conseguir lo pedido y una especie de arte para persuadir a Dios. En verdad, cuando se promete una cosa se debe tener esperanza en lo prometido, de suerte que se preste obediencia a los avisos y fe a las promesas, esa fe, que, mediante la consideración de la piedad humana, logra enraizar en si misma una esperanza mayor en la bondad eterna, aunque todo con tal que se pidan cosas justas y la oración no se convierta en pecado (Sal 108,7). Tampoco Pablo tuvo vergüenza en pedir el mismo favor repetidas veces, y eso con objeto de que no pareciera que desconfiaba de la misericordia del Señor, o que se quejaba con arrogancia de que no había obtenido lo que pedía con su primera oración; por lo cual —dijo— he rogado tres veces al Señor (2 Cor 12,8); con eso nos enseñó que, con frecuencia, Dios no concede lo que se le pide por la razón de que sabe que, lo que creemos que nos va a ser bueno, nos va a resultar perjudicial.
San Hilario de Poitiers, Sobre la Trinidad, I, 37-38.
«Pedid y se os dará, buscad y hallaréis» (Lc 11,9).
Lo sé muy bien, oh Dios, Padre todopoderoso, ofrecerme a ti para que todo en mí hable de ti, es el principal deber de mi vida. Me has concedido el don de la palabra, y no puede darme recompensa mayor que el honor de servirte y de enseñar al mundo que lo ignora, al hereje que lo niega, que Tú eres, Tú, el Padre del Hijo único de Dios. ¡Sí, verdaderamente eso es mi único deseo! Pero tengo gran necesidad de implorar el auxilio de tu misericordia a fin de que, con el aliento de tu Espíritu, hinches las alas de mi fe, tensadas por ti, y que me empujes a predicar por todas partes tu santo nombre. Porque tú no has hecho en balde esta promesa: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá».
Pobres como somos, imploramos eso que nos hace falta. Nos aplicaremos con celo al estudio de tus profetas y de tus apóstoles; llamaremos a todas las puertas que nuestro entendimiento encontrará cerradas. Pero sólo tú puedes atender nuestra oración; sólo tú puedes abrir esta puerta a la cual llamaremos. Tú animarás nuestros difíciles comienzos; tú darás solidez a nuestros progresos; y nos llamarás a participar de tu Espíritu que es quien ha guiado a tus profetas y a tus apóstoles. Así no daremos a sus palabras un sentido diferente al que ellos quisieron dar.
Danos, pues, el verdadero sentido de las palabras, la luz de la inteligencia, la belleza de la expresión, la fe en la verdad. Danos poder decir lo que creemos: que no hay más que un solo Dios, el Padre, y un solo Señor, Jesucristo.
Simeón el Nuevo Teólogo, Catequesis XXXIII.
«Al que llama, se le abre la puerta» (Lc 11,10).
Cristo dice a los doctores de la Ley: «Malditos vosotros porque habéis quitado la llave del conocimiento» (Lc 11,52). ¿Qué es la llave del conocimiento sino la gracia del Espíritu Santo dada por la fe, que por la iluminación da el pleno conocimiento, y abre la puerta a nuestro espíritu cerrado y velado? Y yo añadiría: la puerta, es el Hijo: «Yo soy la puerta», dice él mismo. La llave de la puerta, el Espíritu Santo: «Recibid el Espíritu Santo, dice; a los que perdonéis los pecados, les serán perdonados, a los que se los retengáis, les serán retenidos». La casa, es el Padre: «Porque en la casa de mi Padre, hay muchas estancias». Poned, pues, una esmerada atención al sentido espiritual de estas palabras. Si la puerta no se abre, nadie entra en la casa del Padre, como dice Cristo: «Nadie va al Padre si no por Mí».
Ahora bien, que el Espíritu es el primero que abre nuestro espíritu y nos enseña todo lo que se refiere al Padre y al Hijo, es él mismo quien nos lo ha dicho: «Cuando vendrá el Espíritu de la verdad que procede del Padre, él dará testimonio de mí, y os guiará hasta la verdad plena». Así ves, como, por el Espíritu, o mejor aún, en el Espíritu, el Padre y el Hijo se dan a conocer inseparablemente.
En efecto, si llamamos ‘llave’ al Espíritu Santo, es que por Él y en Él, primeramente, tenemos el espíritu iluminado, y, purificados, estamos iluminados con la luz del conocimiento y bautizados de lo alto, regenerados y hechos hijos de Dios, tal como lo dice Pablo: «El mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables», y también: «Dios ha derramado su Espíritu en nuestros corazones, que clama: ‘Abba, Padre’». Es, pues, él quien nos da a conocer la puerta, puerta que es luz, y la puerta nos enseña que aquél que habita en la casa es, él también, luz inaccesible.