Lucas 7, 31-35
En aquel tiempo dijo el Señor: ¿A
quién, pues, compararé yo a los hombres de esta generación y a quién son
semejantes? Son semejantes a los muchachos que, sentados en la plaza, invitan a
los otros diciendo: Os tocamos la flauta, y no danzasteis; os cantamos
lamentaciones, y no llorasteis. Porque vino Juan el Bautista, que no comía pan
ni bebía vino, y decíais: Tiene demonio. Vino el Hijo del hombre, que come y
bebe, y decís: Es comilón y bebedor de vino, amigo de publícanos y pecadores. Y
la sabiduría ha sido justificada por todos sus hijos.
San Basilio el Grande, Grandes
Reglas Monásticas, prólogo.
Regla: Dios nos llama a la
conversión incansablemente.
«Todos los hijos de la sabiduría
le han dado la razón» (Lc 7,35).
Hermanos, no permanezcamos en la
despreocupación y la relajación; no dejemos ligeramente, para mañana o aún para
más tarde, para comenzar a hacer lo que debemos. “Ahora es la hora favorable,
dice el apóstol Pablo, ahora es el día de la salvación» (II Co 6,2).
Actualmente es, para nosotros, el tiempo de la penitencia, más tarde será el de
la recompensa; ahora es el tiempo de la perseverancia, un día llegará el de la
consolación. Dios viene ahora para ayudar a los que se alejan del bien; más
adelante Él será el juez de nuestros actos, de nuestras palabras y de nuestros
pensamientos como hombres. Hoy nos aprovechamos de su paciencia; en el día de
la resurrección conoceremos sus justos juicios, cuando cada uno reciba lo que
corresponda a nuestras obras.
¿Hasta cuándo esperamos
decidirnos a obedecer a Cristo que nos llama a su Reino celestial? ¿No nos
vamos a purificar? ¿No vamos a dejar de una vez este género de vida que
llevamos para seguir a fondo el Evangelio?… Pretendemos desear el Reinado de
Dios, pero sin preocuparnos demasiado por los medios a emplear para
conseguirlo.
Aún más, por la vanidad de
nuestro espíritu, sin preocuparnos lo más mínimo por observar los mandamientos
del Señor, nos creemos ser dignos de recibir las mismas recompensas que
aquellos que han resistido al pecado hasta la muerte. Pero ¿quién en tiempo de
la siembra ha podido quedarse sentado y dormir en casa, y después recoger con
los brazos bien abiertos las gavillas segadas? ¿Quién ha vendimiado sin haber
plantado y cultivado la viña? Los frutos son para los que han trabajado; las
recompensas y las coronas para los que han vencido. ¿Es que alguna vez alguien
ha coronado a un atleta sin que éste ni tan sólo se haya revestido para
combatir con el adversario? Y, por consiguiente, no sólo es necesario vencer
sino también “luchar según las reglas”, como lo dice el apóstol Pablo (2Tes
114,5), es decir, según los mandamientos que nos han sido dados…
Dios es bueno, pero también es
justo: ”El Señor ama la justicia y el derecho” (Sal 32,5); por eso “Señor voy a
cantar la bondad y la justicia (Sal 100, 1)… Fíjate con que discernimiento el
Señor usa de la bondad. No es misericordioso sin más ni más, no juzga sin
piedad, porque “el Señor es benigno y justo” (Sal 114,5). No tengamos, pues, de
Dios una idea equivocada; su amor por los hombres no debe ser para nosotros
pretexto de negligencia.
San Ambrosio de Milán, Cartas,
Carta XXXVII, 5; 29; 31-32
“(El sabio) no cambia ante el
poder de otro, no se enorgullece de las victorias y no se derrumba por las
derrotas. Donde hay sabiduría, hay fuerza de alma; hay constancia y valentía.
El alma del sabio permanece inmutable, no se apoca ni se engrandece por el
cambio de las cosas, no mira las cosas sólo superficialmente, como un niño, no
se deja llevar por las modas de las nuevas enseñanzas, sino que permanece en
Cristo, teniendo el fundamento de la gracia y las raíces de la fe. Por tanto,
el sabio no se estremece ante algunas carencias, no conoce los diversos cambios
del alma, sino que resplandecerá como el Sol de justicia en el Reino del Padre
(Mateo 13, 43).
(...) ¿Quién es sabio, sino aquél
que ha llegado a los mismos misterios de la Deidad y conoce los secretos de la
sabiduría que le han sido revelados? Sabio es sólo aquél que ha tomado a Dios
como su guía para conocer la morada de la verdad. El hombre mortal se convirtió
por gracia en heredero y seguidor del Dios Inmortal, siendo partícipe de los
gozos celestiales, como está escrito: Para esto tu Dios te ungió con óleo de
alegría más que a tus compañeros (Salmos 44, 9).
(...) Por tanto, el pecador es
esclavo del miedo, esclavo de la lujuria, esclavo es de la codicia, esclavo del
placer, esclavo de la malicia, y os parece que así es libre, aunque está más
esclavizado que el que se encuentra bajo la tiranía de un amo cruel. Los que
viven de acuerdo con las leyes son libres. La verdadera ley es la palabra
justa, la verdadera ley no está tallada en piedra, ni cincelada en bronce, sino
impresa en los pensamientos y fijada en los sentimientos. Así, el sabio no está
bajo la ley, sino que la ley está bajo él, teniendo en su corazón la obra de la
ley escrita con pluma y artificio de la naturaleza (Romanos 2, 14-15). ¿Es
nuestra ceguera tan grande que no vemos las claras apariencias de las cosas y
los rostros de las virtudes? Si pueblos enteros se someten a las leyes humanas
para ser partícipes de la libertad, ¿Cómo es posible que los sabios abandonen la
verdadera ley de la naturaleza, mostrada a imagen de Dios, y el verdadero
pensamiento de la libertad, ya que en éstos hay tanta libertad que desde la
niñez no sabemos servir a los vicios, porque somos ajenos al odio, desprovistos
de codicia, ignorantes de las lujurias? ¡Qué desgracia, pues, que, nacidos en
libertad, muramos en la esclavitud!
Homilía XXXVIII sobre el Cantar
de los Cantares.
«¿A quién, pues, compararé los
hombres de esta generación?» (Lc 7,31).
El Apóstol Pablo dice: “Lo que
algunos tienen es ignorancia de Dios” (1Co 15,34). Yo digo, que permanecen en
esta ignorancia todos aquéllos que no quieren convertirse a Dios. Ellos
rechazan esta conversión por la única razón de que imaginan a Dios solemne y
severo cuando es todo suavidad; ellos lo imaginan duro e implacable cuando es
todo misericordia; creen que es violento y terrible cuando es adorable. Así el
impío se engaña a sí mismo y se fabrica un ídolo en vez de conocer a Dios tal
cual es.
¿Qué teme esta gente de poca fe?
¿Qué Dios no querrá perdonar sus pecados? Pero si Él mismo, con sus propias
manos, los clavó en la cruz (Col 2,14). ¿Qué pueden temer todavía? ¿Ser ellos
mismos débiles y vulnerables? Pero si Él conoce muy bien la arcilla con que nos
ha hecho. ¿De qué tienen miedo? ¿De estar demasiado acostumbrados al mal para
abandonar las costumbres de la carne? Mas si el Señor libera a los cautivos
(Sal 145,7). ¿Temen por tanto que Dios, irritado por la inmensidad de sus
faltas, vacile en tenderles una mano que los socorra? Pero si allí donde abundó
el pecado, la gracia sobreabundó (Rm 5, 20). ¿Quizá la preocupación por el
vestido, el alimento y otras necesidades de su vida, les impide separarse de
sus bienes? Dios sabe que tenemos necesidad de todo esto (Mt 6, 32). ¿Qué más
quieren? ¿Cuál es el obstáculo para su salvación? Ignoran a Dios, no creen en
nuestra palabra. Por tanto, es necesario que se fíen de la experiencia de los
demás.
San Siluan Athonita, Escritos, «Adán,
¿dónde estás?»
Responder a las llamadas del
Señor.
Mi alma desfallece por el Señor,
y le busco con lágrimas. ¿Cómo podría no buscarte? Tú has sido el primero en
encontrarme. Me has dado poder vivir la dulzura de tu Espíritu, y mi alma te ha
amado. Tú, Señor, ves mis penas y mis lágrimas. Si Tú no me hubieras atraído con
tu amor, no te buscaría así como te busco. Pero tu Espíritu me ha concedido
poderte conocer, y mi alma se regocija de que tú seas mi Dios y mi Señor y,
hasta derramar lágrimas languidece por ti.
Señor misericordioso, Tú ves mi
caída y mi dolor; pero humildemente imploro tu clemencia: derrama sobre mí,
pecador como soy, la gracia de tu Espíritu. Su recuerdo lleva a mi espíritu a
encontrar de nuevo tu misericordia. Señor, dame tu Espíritu para que no pierda
de nuevo tu gracia, y que no me lamente, como Adán, que lloraba haber perdido a
Dios y el Paraíso.
El Espíritu de Cristo, que el
Señor me ha dado, quiere la salvación de todos, desea que todos conozcan a
Dios. El Señor ha dado el Paraíso al ladrón; igualmente lo dará a todo pecador.
Por mis pecados soy peor que un perro sarnoso, pero he pedido al Señor que me
los perdone y me ha concedido no sólo su perdón sino también el Santo Espíritu.
Y en el Santo Espíritu, he conocido a Dios…
El Señor es misericordioso; esto,
lo sabe mi alma, pero es imposible describirlo. Es infinitamente manso y
humilde, y cuando el alma lo ve, toda ella se transforma en amor de Dios y del
prójimo; ella misma se convierte en mansa y humilde. Pero si el hombre pierde
la gracia, llorará tal como lo hizo Adán cuando fue echado del Paraíso. Danos,
Señor, el arrepentimiento de Adán y tu santa humildad.
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