20 de octubre
Lucas 6, 12–19
En aquel tiempo, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche
en oración a Dios. Y cuando se hizo de día, llamó a sí a sus discípulos y
escogió a doce de ellos, a los que llamó apóstoles: Simón, a quien llamó Pedro,
y Andrés su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago
de Alfeo, Simón llamado el Zelote, Judas de Santiago, y Judas Iscariote, el que
le entregó. Y descendiendo con ellos, se sentaron, Él y sus discípulos, y una
gran multitud de gente de toda Judea, de Jerusalén, y de la costa de Tiro y de
Sidón, que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades. Y los
atormentados por espíritus inmundos fueron sanados y la multitud procuraba
tocarle.
San Clemente de Roma, Carta a los corintios: Autenticidad de
la sucesión apostólica n. 42-44
Los apóstoles recibieron del Señor la buena nueva para
trasmitirla a nosotros (cf. Lc 6,13).
Jesucristo ha sido enviado por Dios. Por tanto, Cristo viene
de Dios, los apóstoles de Cristo. Estos dos envíos o misiones vienen nada menos
que de la voluntad de Dios. Los apóstoles, revestidos de la certeza de la
resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, equipados con sus instrucciones,
afianzados por la palabra de Dios, se pusieron en camino, asistidos por el
Espíritu Santo para anunciar que el Reino de Dios está cerca. Predicaron en el
campo y en las ciudades donde establecieron sus primicias y donde discernían
con la ayuda del Espíritu Santo quienes serían los obispos y los diáconos de
los futuros fieles.
¿Es de extrañar que aquellos hombres que Dios proveyó de
esta misión en Cristo, hayan establecido, a su vez, los ministros que acabo de
nombrar? Nuestros apóstoles sabían, gracias a Nuestro Señor Jesucristo, que los
hombres discutirían sobre la función del obispo. Esta es la razón por la que,
en su presciencia perfecta, establecieron los ministros mencionados más arriba
e instituyeron que después de su muerte otros hombres, debidamente probados,
seguirían en la sucesión.
San Cirilo de Alejandría,
Comentario sobre el evangelio de San Juan, 3,130. Misión de salvar al mundo.
«Eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de
Apóstoles» (Lc 6,13).
Nuestro Señor Jesucristo instituyó a aquellos que habían de
ser guías y maestros de todo el mundo y “administradores de sus divinos
misterios” (1Co 4,1), y les mandó que fueran como astros que iluminaran con su
luz no sólo el país de los judíos, sino también a todos los países que hay bajo
el sol, a todos los hombres que habitan la tierra entera. Es verdad lo que
afirma la Escritura: “Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama”
(He 5,4). (…)
Si el Señor tenía la convicción de que había de enviar a sus
discípulos como el Padre lo había enviado a Él (Jn 20,21), era necesario que
ellos, que habían de ser imitadores de uno y otro, supieran con qué finalidad
el Padre había enviado al Hijo. Por esto, Cristo, exponiendo en diversas
ocasiones las características de su propia misión, decía: “No he venido a
llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan.” (Lc 5,32) Y
también: “He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del
que me ha enviado”. (Jn 6,38) Porque “Dios no mandó su Hijo al mundo para
condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.” (Jn 3,17)
De este modo, resume en pocas palabras la regla de conducta
de los apóstoles, ya que, al afirmar que los envía como el Padre lo ha enviado
a Él, les da a entender que su misión consiste en invitar a los pecadores a que
se arrepientan y curar a los enfermos de cuerpo y de alma, y que en el
ejercicio de su ministerio no han de buscar su voluntad, sino la de aquel que
los ha enviado, y que han de salvar al mundo con la doctrina que de él han
recibido.
Homilía sobre la primera carta a los Corintios; 4, 3; PG
61,34. Los apóstoles, testigos del Cristo resucitado.
«Eligió a Doce de entre sus discípulos» (Lc 6,13).
San Pablo decía: «Lo débil de Dios es más fuerte que los
hombres» (1Co 1,25). Esta fuerza de la predicación divina la demuestran los
hechos siguientes. ¿De dónde les vino a aquellos doce hombres, ignorantes, que
vivían junto a lagos, ríos y desiertos, el acometer una obra de tan grandes
proporciones y el enfrentarse con todo el mundo, ellos, que seguramente no
habían ido nunca a la ciudad ni se habían presentado en público? Y más, si
tenemos en cuenta que eran miedosos y apocados, como sabemos por la descripción
que de ellos nos hace el evangelista que no quiso disimular sus defectos, lo
cual constituye la mayor garantía de su veracidad. ¿Qué nos dice de ellos? Que,
cuando Cristo fue apresado, unos huyeron y otro el primero entre ellos, lo
negó, a pesar de todos los milagros que habían presenciado.
¿Cómo se explica, pues, que aquellos que, mientras Cristo
vivía, sucumbieron al ataque de los judíos, después una vez muerto y sepultado,
se enfrentaran contra el mundo entero, si no es por el hecho de su
resurrección, que algunos niegan, y porque les habló y les infundió ánimos? De
lo contrario, se hubieran dicho: «¿Qué es esto? No pudo salvarse a sí mismo, y
¿nos va a proteger a nosotros? Cuando estaba vivo, no se ayudó a sí mismo, y
¿ahora, que está muerto, nos tenderá una mano? El, mientras vivía, no convenció
a nadie, y ¿nosotros, con sólo pronunciar su nombre, persuadiremos a todo el
mundo? […]». Todo lo cual es prueba evidente de que, si no lo hubieran visto
resucitado y no hubieran tenido pruebas bien claras de su poder, no se hubieran
lanzado a una aventura tan arriesgada.
San Juan Crisóstomo, Hom. 42 ad prop. Antioch 12-16.
Levántate tú también durante la noche, porque entonces es
cuando el alma está más pura; las mismas tinieblas y el silencio convidan al
alma de una manera eficaz al recogimiento. Además, si miras al cielo,
agujereado de estrellas, como si estuviese alumbrado por infinitas luces, y si
consideras que los que de día danzan e injurian en nada se diferencian de los
muertos; entonces detestarás todo exceso humano. Todas estas cosas son muy a
propósito para elevar el espíritu; entonces no mortifica la vanagloria, ni
fastidia la pereza, ni preocupa la envidia; no quita el fuego el color del
hierro tan perfectamente como la oración nocturna cambia el proceder de los
pecadores. Del mismo modo que aquel que siendo mortificado de día por los rayos
del sol se refrigera por la noche, así las lágrimas, que se derraman por la
noche, sirven como de rocío, y aprovechan para vencer la concupiscencia y
desterrar cualquier temor; pero si el hombre no se refresca con este rocío, se
secará durante el día. Por cuya razón, aun cuando no reces mucho de noche, ora
siquiera una vez cuando te despiertes, y esto es suficiente; muestra que la
noche no es buena solamente para el descanso del cuerpo, sino también para el
alma.
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