19 de octubre
Lucas 5, 33-39
En aquel tiempo los fariseos y los escribas se acercaron a
Jesús y le dijeron: ¿Por qué los discípulos de Juan ayunan y oran muchas veces,
y también los fariseos, pero los tuyos comen y beben? Y Jesús les dijo: ¿Podéis
hacer ayunar al novio mientras el novio está con ellas? Pero vendrán días
cuando el esposo les será quitado, y en esos días ayunarán. También les contó
esta parábola: Nadie que rasga un remiendo de un vestido nuevo, lo pone en un vestido
viejo, de otra manera se rasga el vestido nuevo, y el remiendo que se quita no
le queda al viejo. Y nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque el vino
nuevo reventará los odres y el vino se derramará y los odres se tirarán. Más el
vino nuevo debe echarse en odres nuevos y juntos se conservarán. Y nadie que
bebe vino añejo apetece el nuevo, porque dice: El añejo es mejor.
San Agustín, Sermón 210, 5.
«Llegará el día en que el Esposo les será arrebatado:
entonces ayunarán» (Lc 5,35).
Que «nuestras cinturas permanezcan ceñidas y nuestras
lámparas encendidas»; seamos «como servidores que esperan a que su dueño vuelva
de la boda» (Lc 12,35). No seamos como esos impíos que dicen: «Comamos y
bebamos, que mañana moriremos» (I Co 15,32). Cuanto más incierto es el día de
nuestra muerte, más dolorosas son las pruebas de esta vida; y debemos ayunar y
rezar más, porque efectivamente, mañana moriremos.
«Dentro de poco, les decía el Señor a sus discípulos, ya no
me veréis, pero dentro de otro poco me volveréis a ver» (Jn 16,16). Ahora, es
la hora sobre la que dijo: «Vosotros lloraréis y os lamentaréis mientras el
mundo estará» (v. 20); esta vida es un tiempo lleno de pruebas, donde viajamos
lejos de él. «Pero, añade, volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y
nadie os quitará vuestra alegría» (v. 22).
Mientras tanto la esperanza que así nos da el que es fiel a
sus promesas, no nos deja sin alegría, hasta que seamos colmados por la alegría
superabundante del día en que “seremos semejantes a él, porque le veremos tal
cual es» (1Jn 3,2), y donde «nadie podrá quitarnos esta alegría»… «Una mujer
que da a luz, dice nuestro Señor, está afligida porque ha llegado su hora. Pero
cuando el niño nace, experimenta una gran alegría porque al mundo le ha nacido
un hombre» (Jn 16,21). Esta alegría nadie podrá quitárnosla y con la que
seremos colmados cuando pasemos de la concepción presente de la fe, a la luz
eterna. Ayunemos pues ahora, y roguemos, ya que estamos en los días del
alumbramiento.
Sermones sobre la primera carta de san Juan, 1, 2.
«Mientras el novio está con ellos» (Lc 5,35).
«Nosotros le hemos visto, escribe san Juan, y damos
testimonio de ello» (1Jn 1,2). ¿Dónde lo vieron? En su manifestación. ¿Qué
quiere decir, en su manifestación? Bajo el sol; dicho de otra manera, en esta
luz visible. ¿Pero cómo se puede ver bajo el sol a aquel que ha hecho el sol,
si no fuera porque antes «ha levantado su tienda bajo el sol y, como un esposo
que sale de su alcoba se lanzó como un guerrero a recorrer su camino»? (Sal
18,6). Es anterior al sol el que ha hecho el sol, es anterior al lucero de la
mañana, anterior a todos los astros, anterior a todos los ángeles, verdadero
Creador, porque «todo fue hecho por él y sin él nada se hizo» (Jn 1,3).
Queriendo dejarse ver por nuestros ojos de carne que ven el sol, levantó su
tienda bajo el sol, es decir, mostró su carne manifestándose en esta luz
terrestre, y la alcoba de este esposo ha sido el seno de la Virgen.
Porque en este seno virginal se unieron los dos, el esposo y
la esposa, el Verbo esposo y la carne esposa. Tal como está escrito: «Los dos
serán una sola carne» (Gn 2,24 Vulg); y el Señor dice en el Evangelio: «De
manera que ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19,6). Isaías expresa muy
bien eso que dos no hacen más que uno cuando, hablando en nombre de Cristo,
dice: «como el esposo me ha puesto una diadema, y como una novia me ha adornado
con joyas» (61,10). Parece que es uno solo el que habla y, al mismo tiempo,
habla como esposo y como esposa; porque ya no son dos, sino una sola carne,
porque «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Es a esta
carne que se une la Iglesia y así forma el Cristo total, cabeza y cuerpo (Ef
1,22).
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