25 de octubre de 2022
Lucas 6, 37-45
En aquel tiempo dijo el Señor: No juzguéis, y no seréis
juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdona y serás perdonado; dad
y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el
halda de vuestros vestidos, porque con la medida con la que midas, serás
medido. Y también les dijo una parábola: ¿Puede un ciego guiar a otro ciego?
¿No caerán ambos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien,
cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué ves la paja en el
ojo de tu hermano, pero no consideras la viga en tu propio ojo? ¿O cómo puedes
decir a tu hermano: Hermano, déjame sacarte la astilla de tu ojo, cuando no ves
la viga que está en tu propio ojo? Hipócrita, primero saca la viga de tu propio
ojo y entonces verás para sacar la paja del ojo de tu hermano. Porque no hay
árbol bueno que dé frutos malos, ni árbol malo que dé frutos buenos. Porque
todo árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de las zarzas, ni uvas
de los espinos. El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca buenas
cosas, y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca malas cosas. Porque
de la abundancia del corazón habla la boca.
San Cirilo de Alejandría, Comentario al Evangelio de Lucas,
6; PG 72, 601-604.
«El discípulo aventajado será como su maestro» (Lc 6,40).
El discípulo no es más que su maestro, si bien cuando
termine su aprendizaje, será como su maestro» Los bienaventurados discípulos
estaban destinados a ser guías y maestros espirituales de toda la tierra.
Debían, pues, dar prueba, más que los demás, de un fervor sobresaliente, estar
familiarizados con la manera de vivir según el Evangelio y acostumbrados a
practicar toda obra buena. Debían transmitir a los que instruirían la doctrina
exacta, saludable y estrictamente según la verdad, después de haberla
contemplado ellos mismos y haber dejado que la luz divina iluminara su
inteligencia. Sin lo cual serían ciegos conduciendo a otros ciegos. Porque los
que están sumergidos en las tinieblas de la ignorancia no pueden conducir al
conocimiento de la verdad a los hombres que son víctimas de la misma ignorancia.
Por otra parte, no querrían que cayeran todos juntos en el abismo de sus malas
tendencias.
Por eso el Señor ha querido frenar la pendiente que conduce
a la jactancia que se encuentra en tanta gente, y disuadirlos de querer
rivalizar con sus maestros para llegar a tener más reputación que éstos. Les
dijo: «El discípulo no es más que su maestro». Aunque algunos llegaran a un
grado de virtud igual a sus predecesores, deberían, sobre todo, imitar su
modestia. Pablo nos da prueba de ello cuando dice: «Sed imitadores míos como yo
lo soy de Cristo» (1Co 11,1).
Siendo así ¿por qué juzgas cuando el Maestro todavía no ha
juzgado? Porque él no vino al mundo para juzgarlo (Jn 12,47) sino para
salvarlo. Entendiendo esta palabra en ese sentido, viene a decir: «Si yo no
juzgo, dice, tampoco juzgues tú que eres mi discípulo. Es posible que tú seas
culpable de aquel a quien juzgas. ¡Qué grande será tu vergüenza al darte cuenta
de ello!
El Señor nos enseña lo mismo cuando dice: “¿Cómo es que ves
la mota en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que hay en el tuyo?” (Lc
6,41) Nos persuade con argumentos irrefutables de no querer juzgar a los demás
y de examinar más bien nuestros corazones. Luego, nos exhorta a liberarnos de
nuestras pasiones instaladas en el corazón. Dios cura a los de corazón contrito
y quebrantado y nos sana de nuestras enfermedades espirituales. Porque, cuando
tus pecados son más numerosos y más graves que los de los demás ¿cómo les
reprochas los suyos a los hermanos?
Todos los que quieren vivir piadosamente, y sobre todo, los
que tienen que instruir a los otros, sacarán mucho provecho de este precepto.
Si tienen virtud y equilibrio, dando ejemplo con su comportamiento evangélico,
reprenderán con dulzura a los que todavía no han llegado hasta aquí.
San Efrén el Sirio, Sermón 3,2, 4-5: ed. Lamy, 3, 216-222
«Entonces verás claro (Lc 6,42).
Señor, con la meridiana luz de tu sabiduría disipa las tinieblas
nocturnas de nuestra mente, para que, iluminada, te sirva en la renovación de
nuestra vida purificada. La salida del sol señala el comienzo de las obras de
los mortales; prepara tú en nuestros corazones una mansión para aquel día que
no tiene ocaso. Concédenos que en nuestra persona lleguemos a ver la vida
resucitada y que nada aparte nuestras mentes de tus delicias. Imprime en
nuestros corazones, por nuestra asidua búsqueda de ti, el sello de ese día sin
fin que no comienza con el movimiento y el curso del sol. A diario te abrazamos
en tus sacramentos y te recibimos en nuestro cuerpo. Haznos dignos de sentir en
nuestra persona la resurrección que esperamos. Con la gracia del bautismo hemos
escondido tu tesoro en nuestros corazones […] Que seamos capaces de comprender
la belleza de nuestra condición mediante esa belleza espiritual que crea tu
voluntad inmortal en las mismas criaturas mortales. […] Que tu resurrección, oh
Jesús, preste su grandeza a nuestro hombre espiritual (Cf. Ef 3,16); que la
contemplación de tus misterios nos sirva de espejo para conocerla. (Cf. 1Co
13,12) […] Concédenos, Señor, llegar cuanto antes a nuestra ciudad y, al igual
que Moisés desde la cumbre del monte, poseerla ya por tu revelación. (Dt 34,1)
San Agustín de Hipona, Explicación del Sermón de la Montaña,
19.
«¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo
y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?» (Lc 6,41).
¿Cómo dices a tu hermano: Deja que te saque la mota del ojo,
si tienes una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y
entonces podrás ver para sacar la mota del ojo de tu hermano.” (Mt 7,3ss) Es
decir: Sacúdete de encima el odio. Entonces podrás corregir a aquel que amas.
El evangelio dice con razón “hipócrita”. Reprender los vicios es propio de los
hombres justos y buenos. Cuando lo hacen los malvados usurpan el papel de los
buenos. Hacen pensar en los comediantes que esconden su identidad detrás de una
máscara…
Cuando estamos obligados a corregir o a reprender, prestemos
atención escrupulosa a la siguiente pregunta: ¿No hemos caído nunca en esta falta?
¿Nos hemos curado de ella? Aún si nunca la hubiésemos cometido, acordémonos de
que somos humanos y que hubiéramos podido caer en ella. Si, por el contrario,
la hemos cometido en el pasado, acordémonos de nuestra fragilidad para que la
benevolencia nos guíe en la corrección o la reprensión y no el odio.
Independientemente de que el culpable se enmiende o no, -el resultado siempre
es incierto,- por lo menos podremos estar seguros de que nuestra mirada sobre
él se ha mantenido pura. Pero, si en nuestra introspección descubrimos el mismo
defecto que pretendemos reprender en el otro, en lugar de corregirlo, lloremos
con el culpable. No le pidamos que nos obedezca, sino invitémosle a que nos
acompañe en nuestro esfuerzo de corregirnos.
El Señor en este pasaje nos pone en estado de alerta contra
el juicio temerario e injusto. Él quiere que actuemos con un corazón sencillo y
que sólo a Dios dirijamos nuestra mirada. Puesto que el verdadero móvil de
muchas acciones se nos escapa, sería temerario hacer juicios sobre ellas. Los
que más prontamente y de manera temeraria juzgan y censuran a los demás son los
que prefieren condenar antes que corregir y conducir al bien, y esto denota
orgullo y mezquindad… Un hombre, por ejemplo, peca por cólera, tú le reprendes
con odio. La misma distancia hay entre la cólera y el odio que entre la mota y
la viga. El odio es una cólera inveterada que, con el tiempo, ha tomado esta
gran dimensión y que, justamente, merece el nombre de viga. Puede ocurrirte que
te encolerices, deseando corregir, pero el odio no corrige jamás…. Primeramente,
echa lejos de ti el odio: después podrás corregir al que amas.
San Macario de Egipto, Las cincuenta homilías espirituales,
homilía XV, 32-35.
Supongamos que hay un palacio imponente, que se vuelve
desolado y se llena de muertos y mucho mal olor; así es el corazón, el palacio
de Cristo: gime con gran impureza y multitud de espíritus inmundos. Conviene,
pues, que se reconstruya y renueve, y se preparen sus despensas. Porque allí
viene Cristo Rey, junto con los ángeles y los espíritus santos, a descansar, a
morar, a caminar y a establecer su Reino.
Supongamos también un barco con mucho orden: allí el capitán
conduce y ordena a todos, reprendiendo a unos y enseñando a otros. Así es el
corazón, que tiene (como) capitán a la mente, la conciencia que censura los
pensamientos que se acusan o defienden. Porque dice (el Apóstol): Los
pensamientos se acusan o se defienden (Romanos 2, 15).
Ves que la conciencia no aprueba los pensamientos que están
sujetos al pecado, sino que inmediatamente los reprende. Ella no miente, pues
¿qué diría en el día del juicio?, sino que da testimonio (de la verdad) como
quien siempre reprende. (...)
Porque desde que Adán transgredió el mandamiento, la
serpiente entró y se hizo dueña de la casa, y está al lado del alma
(literalmente) como una segunda alma. Porque el Señor dice: El que no se niega
a sí mismo y no aborrece su propia alma, no es mi discípulo (Lc 14, 26). El que
ama su vida, la perderá (Juan 12, 25). Porque el pecado, al entrar en el alma,
se hizo miembro de ella, se aferró al hombre carnal, y (por eso) nacen en el
corazón muchos pensamientos impuros. Por tanto, el que hace la voluntad de su
alma, hace la voluntad del corazón, porque el alma se entrelaza y se mezcla
(con ella).
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