lunes, 31 de octubre de 2022

ALIMENTO PARA EL ALMA


Lucas 7, 36-50

En aquel tiempo, un fariseo invitó a Jesús a comer con él, y, entrando en su casa, se puso a la mesa. Y he aquí que llegó una mujer pecadora que había en la ciudad, la cual, sabiendo que estaba a la mesa del fariseo, con un pomo de alabastro de ungüento, se puso detrás de Él junto a sus pies, llorando, y comenzó a bañar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con los cabellos de su cabeza, y besaba sus pies y los ungía con el ungüento. Viendo lo cual, el fariseo que lo había invitado dijo para sí: Si éste fuera profeta, conocería quién y cuál es la mujer que le toca, porque es una pecadora. Tomando Jesús la palabra, le dijo: Simón, tengo una cosa que decirte. Él dijo: Maestro, habla. Un prestamista tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios; el otro, cincuenta.  No teniendo ellos con qué pagar, se lo condonó a ambos. ¿Quién, pues, le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Supongo que aquel a quien condonó más. Le dijo: Bien has respondido. Y vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa, y tú no me diste agua a los pies; mas ella ha regado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el ósculo de paz, pero ella, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con óleo, y ésta ha ungido mis pies con ungüento. Por lo cual te digo que le son perdonados sus muchos pecados porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona, poco ama. Y a ella le dijo: Tus pecados te son perdonados. Comenzaron los convidados a decir entre sí: ¿Quién es éste para perdonar los pecados? Y dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, vete en paz.

 

San Anfiloquio de Iconio, Homilía sobre la mujer pecadora: PG 61, 745-751.

Dios no nos pide otra cosa que la conversión.

 

Un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. ¡Oh gracia inenarrable!, ¡oh inefable bondad! Él es médico y cura todas las enfermedades, para ser útil a todos: buenos y malos, ingratos y agradecidos. Por lo cual, invitado ahora por un fariseo, entra en aquella casa hasta el momento repleta de males. Dondequiera que moraba un fariseo, allí había un antro de maldad, una cueva de pecadores, el aposento de la arrogancia. Pero, aunque la casa de aquel fariseo reuniese todas estas condiciones, el Señor no desdeñó aceptar la invitación. Y con razón.

Accede prontamente a la invitación del fariseo, y lo hace con delicadeza, sin reprocharle su conducta: en primer lugar, porque quería santificar a los invitados, y también al anfitrión, a su familia y la misma esplendidez de los manjares; en segundo lugar, acepta la invitación del fariseo porque sabía que iba a acudir una meretriz y había de hacer ostensión de su férvido y ardiente anhelo de conversión, para que, deplorando ella sus pecados en presencia de los letrados y los fariseos, le brindara oportunidad de enseñarles a ellos cómo hay que aplacar a Dios con lágrimas por los pecados cometidos.

Y una mujer de la ciudad, una pecadora —dice—, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas. Alabemos, pues, a esta mujer que se ha granjeado el aplauso de todo el mundo. Tocó aquellos pies inmaculados, compartiendo con Juan el cuerpo de Cristo. Aquél, efectivamente, se apoyó sobre el pecho, de donde sacó la doctrina divina; ésta, en cambio, se abrazó a aquellos pies que por nosotros recorrían los caminos de la vida.

Por su parte, Cristo —que no se pronuncia sobre el pecado, pero alaba la penitencia; que no castiga el pasado, sino que sondea el porvenir—, haciendo caso omiso de las maldades pasadas, honra a la mujer, encomia su conversión, justifica sus lágrimas y premia su buen propósito; en cambio, el fariseo, al ver el milagro queda desconcertado y, trabajado por la envidia, se niega a admitir la conversión de aquella mujer: más aún, se desata en improperios contra la que así honraba al Señor, arroja el descrédito contra la dignidad del que era honrado, tachándolo de ignorante: Si Éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que le está tocando.

Jesús, tomando la palabra, se dirige al fariseo enfrascado en tal tipo de murmuraciones: Simón, tengo algo que decirte. ¡Oh gracia inefable!, ¡oh inenarrable bondad! Dios y el hombre dialogan: Cristo plantea un problema y traza una norma de bondad, para vencer la maldad del fariseo. El respondió: Dímelo, maestro. Un prestamista tenía dos deudores. Fíjate en la sabiduría de Dios: ni siquiera nombra a la mujer, para que el fariseo no falsee intencionadamente la respuesta. Uno —dice— le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, les perdonó a los dos. Perdonó a los que no tenían, no a los que no querían: una cosa es no tener y otra muy distinta no querer. Un ejemplo: Dios no nos pide otra cosa que la conversión: por eso quiere que estemos siempre alegres y nos demos prisa en acudir a la penitencia. Ahora bien, si teniendo voluntad de convertirnos, la multitud de nuestros pecados pone de manifiesto lo inadecuado de nuestro arrepentimiento, no porque no queremos sino porque no podemos, entonces nos perdona la deuda. Como no tenían con qué pagar, les perdonó a los dos.

¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó: —Supongo que aquel a quien le perdonó más. Jesús le dijo: —Has juzgado rectamente. Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón: —¿Ves a esta mujer pecadora, a la que tú rechazas y a la que yo acojo? Desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados. Porque tú, al recibirme como invitado, no me honraste con un beso, no me perfumaste con ungüento; ésta, en cambio, que impetró el olvido de sus muchos pecados, me ha hecho los honores hasta con sus lágrimas.

Por tanto, todos los aquí presentes, imitad lo que habéis oído y emulad el llanto de esta meretriz. Lavaos el cuerpo no con el agua, sino con las lágrimas; no os vistáis el manto de seda, sino la incontaminada túnica de la continencia, para que consigáis idéntica gloria, dando gracias al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él la gloria, el honor y la adoración, con el Padre y el Espíritu Santo ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

 

Autor anónimo de Siria, Homilías anónimas sobre la pecadora, 1, 4.5.19.26.28.

 «Como no tenían con qué pagar los perdonó a los dos» (Lc 7,42).

 

El amor de Dios, sale al encuentro de los pecadores, es proclamado a nosotros por una mujer pecadora. Pues llamando a ella, es a toda nuestra raza a quien Cristo invita al amor; y en su persona, son todos los pecadores los que atrae a su perdón. Él le habla a ella sola; pero convida a su gracia a la creación entera…

¿Qué no será tocado por la misericordia de Cristo, Él que, por salvar a una pecadora, acepta la invitación de un fariseo? A causa de ésta, hambrienta de perdón, Él mismo quiere tener hambre en la mesa de Simón el fariseo, entonces, bajo la apariencia de una mesa de pan, él había preparado a la pecadora una mesa de arrepentimiento…

A fin de que sea así para ti, toma conciencia que tu pecado es grande, pero desesperar de tu perdón cuando tu pecado te parece muy grande, es blasfemar contra Dios y hacerte daño a ti mismo. Pues si Él ha prometido perdonar tus pecados sea cual sea su nombre, ¿vas tú a decirle que no puedes creer y declararle: «Mi pecado es muy grande para que Tú lo perdones. Tú no puedes curarme de mis males»? Allí, párate y grita con el profeta: “Yo he pecado contra ti, Señor”(Sal 50,6). Inmediatamente te responderá: “Yo he pasado por encima de tu falta, no morirás”. A Él la gloria por todos nosotros, en los siglos. Amén.

 

San Macario de Egipto, Homilías espirituales 30,9

«He entrado en tu casa…» (Lc 7,44).

 

Acojamos a nuestro Dios y Salvador, el verdadero médico, el único capaz de curar nuestras almas, él que tanto sufrió por nosotros. Llama sin cesar a la puerta de nuestro corazón para que le abramos y le dejemos entrar, para que descanse en nuestras almas, nos lave los pies y los envuelva de perfume y se quede con nosotros. En un lugar del evangelio, Jesús reprende a uno que no le había lavado los pies, y en otro lugar dice: “Mira que estoy llamando a la puerta; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa…” (Ap 3,20) Por esto ha soportado tantos sufrimientos, ha entregado su cuerpo a la muerte y nos ha rescatado de la esclavitud: para venir a nosotros y morar en nosotros.

Por esto, el Señor dice a los que en el día del juicio estarán a su izquierda, condenados al infierno: “Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me alojasteis; estaba desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis.” (Mt 25,42-43) Porque su alimento, su bebida, su vestido, su techo, su descanso están en nuestro corazón. De ahí que está llamando sin cesar, queriendo entrar. Acojámosle, pues, e introduzcámosle dentro de nosotros, ya que él es también nuestro alimento, nuestra bebida, nuestra vida eterna.

Y toda persona que no lo acoge ahora en su interior, para que ahí descanse, o mejor dicho, para que ella descanse en él, no heredará el Reino de los cielos con los santos; no podrá entrar en la ciudad celestial. Pero tú, Señor Jesucristo, danos poder entrar para gloria de tu nombre, junto con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

 

Sobre el arrepentimiento

 

San Simeón el Nuevo Teólogo, Himnos, Epístolas y Capítulos.

 

Lloro y mi corazón es traspasado cuando la luz brilla sobre mí, y veo mi pobreza, y sé dónde estoy, y en qué clase de mundo mortal habito siendo mortal; y me deleito y me regocijo cuando entiendo el estado y la gloria que Dios me ha dado, y me considero como un ángel del Señor ataviado todo con ropa inmaterial. Entonces, el gozo enciende mi anhelo de Dios que me lo da y me cambia, y el anhelo hace brotar ríos de lágrimas y me ilumina aún más. Escuchad, vosotros que, como yo, habéis pecado contra Dios, esforzaos y corred con esfuerzo en vuestras obras para recibir y echar mano sobre la materia del fuego inmaterial, y al decir "materia" os mostré el ser divino - y encended el cirio de la mente vuestras almas para que seáis soles que alumbran en el mundo (Mateo 14, 43; Filipenses 2, 15), aunque de ninguna manera sois vistos por los que están en el mundo, para que seáis semejantes a dioses que tengáis en vosotros toda la gloria de Dios, sin falta en dos seres, en dos naturalezas, en dos obras y en dos voluntades, como dice Pablo (Efesios 2, 3; Romanos 7-8); porque una es la voluntad del cuerpo que fluye, otra es la del Señor y otra es la de mi alma".

 

Orígenes, Homilías sobre el Libro de los Números, Homilía XXIII, Cap. II.

 

¡Cuánta alegría prueba, diría yo, cuando el que fue cínico se vuelve inmaculado y el que fue injusto valora la justicia, el que fue infiel se vuelve piadoso! Todas estas conversiones personales dan lugar a celebraciones para Dios. No hay duda de que nuestro Señor Jesucristo, que derramó su sangre por nuestra salvación, celebra la mayor de todas las fiestas cuando ve que no se desperdició el que Él tomara forma de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte (Filipenses 2, 7). -8). El Espíritu Santo también celebra ver multiplicarse las iglesias que le fueron preparadas, a través de la conversión a Dios. ¿Qué diremos de los ángeles, de quienes se dice que celebran una nueva festividad en cada conversión? ¿no es así? y para ellos es una gran fiesta cuando se regocijan en el cielo por un pecador que se arrepiente, más que noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento (Lc 15, 7). Por supuesto, los ángeles también celebran una gran fiesta, regocijándose de que aquéllos que han escapado de las garras del demonio, viviendo las virtudes, se apresuren a entrar en la comunión de los ángeles.


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